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Decepciones y visiones españolas

Unos la lamentan y otros la explotan, pero resulta obvio que los españoles en estos instantes están afectados por una patología que periódicamente los asalta: la decepción. Los españoles están decepcionados con la democracia y con la cosa pública en general, y se encuentran en esa situación en que una esperanza podrida trastorna a las cabezas: a unas las hunde en el pesimismo más profundo e incluso en el nihilismo, y a otras las produce sueños de locura y alucinaciones. Mal asunto en ambos casos.Pero decía que esta dolencia ha sido histórica y que se ha repetido con alguna frecuencia: a los españoles del tiempo de Felipe IV, por ejemplo, les parecía la España de éste una especie de escombrera de la monumental España que había levantado Fernando el Católico, y muchos esperaban aún que, mediante alguna especie de arte mágica, resucitase este monarca o al menos que, como El Cid, siguiera ganando batallas después de muerto. Pero naturalmente eso no sucedía y el hundimiento de los ánimos de los unos y la loca alucinación de los otros se ahondaba más y más. Inmensos desesperos e irracionales esperas eran su fruto. El mismo Baltasar Gracián, que entiende que España es como una gran oquedad o caverna en la que resuenan inconmensurable mente los más menudos pasos y las mayores pequeñeces se agigantan, es quien nos informa de que «llegó el encarecimiento de un gran político a decir que el remedio de esta monarquía, si acaso declinase, no era otro sino que resucitase el rey católico y volviese a restaurarla»; y se ríe amargamente de ello, pero ¿acaso él veía alguna luz y salida para el desconcierto hispánico? No, en absoluto. Gracián dice que «en la monarquía de España... las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir», y con esto no se refería el genial jesuita, desde luego, a lo que ahora se llama el problema de las «nacionalidades» españolas, sino al vasto imperio que entonces componía España, pero también le intrigaba lo desconcertada que andaba esa misma España por dentro de ella misma y no acertaba a hacer entrar en razón a los españoles.

Lo que a Gracián y a los otros españoles atormentaba podríamos decir que era el «mal de Imperio», y «mal de Imperio» fue lo que tanta ceniza puso y tanta desilusión sembró en la generación del 98, como todo el mundo sabe, y su sombra alucinada todavía cubrió no pocos sueños políticos de la posguerra civil en plena modernidad y época descolonizadora. ¿Cómo podían hablar de Imperio los libros de texto de los años cuarenta de este siglo, y cómo podían creer que era posible reestructurar la España de los reyes Católicos, saltándose alegremente los siglos y las exigencias y realidades monolíticas del mundo moderno? Quizá todo esto sólo puede comprenderse si nos percatamos de que la decepción de los españoles se produce ineluctablemente como consecuencia lógica de sus sueños mesiánicos, es decir, de su entendimiento de la política como «asunto de salvación»; esto es, como cuestión religiosa. La política o las políticas entre nosotros, en efecto, no se limitan a proponer medios o expedientes con los que subvenir a las meras necesidades sociales, sino que «van más allá de la física», son «metafísica», por tanto, y especulan con nada menos que con traernos la justicia y la libertad, la cultura y la felicidad: son una «teología de la salvación nacional», con sus intérpretes auténticos, sus místicos, sus visionarios, sus elegidos y sus herejes y precitos, una enconada lucha contra las fuerzas del mal, en una batalla apocalíptica, y una esperanza en el Paraíso Terrenal.

Así que los españoles siempre esperan a Alguien o Algo, que venza a las fuerzas infernales y los conduzca a esta Tierra Prometida. Y la situación más o menos democrática o predemocrática que ahora vivimos también ha sido un sueño de éstos.

«La primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido», pero ocurre que sí que hay que saber cuándo llega la primavera porque hay que preparar sus trajines, los que corresponden a ese tiempo en cada cultivo, y mucho me temo que la democracia española también ha llegado tan inesperadamente como la primavera en los versos que acabo de citar y ha cogido a todo el mundo en mantillas. Los políticos, en vez de tener a punto sus programas, se han creído o han simulado creer que era suficiente la mágica presencia de esa democracia para resolverIo todo. Lo han creído por lo menos los españoles, y más que ninguno esos pobres españoles históricamente siempre a la espera de ver transformada su suerte, que gritaron de alegría el 69 del siglo pasado, porque se supri

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miría el impuesto a la sal o ya iba a haber cementerios neutros; más tarde esperaron como niños en vísperas de Reyes a la «Señá República» y sólo Dios sabe qué otras muchas se han imaginado después. Hasta el mero destape cinematográfico ha sido espera do aquí con tanta intensidad como los israelitas esperaban el país dorado de Canaán.

Los partidos y los sindicatos o la «ley de imprenta», como se decía casi con lágrimas en los ojos, en el siglo pasado, pensando en la legalización de imprimir panfletos, que es cosa muy nuestra y algo así como la encarnación de la libertad, iban a traer el bienestar más paradisiaco. Y en balde van a hacerse reflexiones sobre la crisis energética mundial y sus consecuencias económicas, por ejemplo. En balde y muy tardíamente, por lo demás, porque, como indicaba, los propios líderes políticos han seguido sembrando mesianismos, y como mesianismos pretenden funcionar las mismas autonomías o hasta los más sanguinarios terrorismos, que, naturalmente, también se llaman a sí mismos factores de justicia, de independencia y de otras «metafísicas» por el estilo, que siempre han servido para justificar la sangre del modo más odioso, pero también más exitoso. Como no ha llegado el Edén, todo el mundo está, pues, muy cariacontecido, irritado, decepcionado, indiferente o pesimista, «pasa de todo» o vuelve sus ojos hacia atrás y hasta espera también que alguien resucite y vuelva a restaurar todo su antiguo esplendor. Y así transcurre el tiempo, o podríamos decir, mejor, que no transcurre, en medio de todos estos sentimientos, sueños y voluntarismos. ¿No sería ya hora entonces de desprendernos de estos lujos para conectar con lo real y resolver sin «metafísicas» de ninguna clase los problemas de nuestra convivencia y nuestro progreso socioeconómico? ¿No es ya el tiempo de convertir nuestros mesianismos en esperanzas racionales, por las que trabajar, y nuestras decepciones, en conciencia de que precisamos aún más trabajo y esfuerzo para lograr aquellas esperanzas? ¿No es el momento de secularizarnos y dejar cesantes, por derribo de nuestros fantasmas históricos, a plañideras y visionarios? ¿Acaso no es lo más urgente?

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