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La crisis del invento

En tanto no se diga claramente el origen y la naturaleza de UCD, no se pueden analizar seriamente «los aspectos esperpénticos» de la crisis de Gobierno, como muy acertadamente ha calificado Pedro Altares a los últimos episodios. La última carta abierta de Fernando Álvarez de Miranda a Joaquín Garrigues Walker es un triste modelo de ternurismo político que, independientemente de sus valores humanos, resulta escalofriante saber en las manos en las que está el pandero, puesto que este hombre es uno de los barones del partido en el poder, representando -nada menos- que al sector democristiano, o siendo uno de sus personajes más notorios. La carta, como diría un guasón, «es un poema».El caso es que UCD, como nueva identidad de la derecha española clásica -cuyo gran innovador fue, en 1932, José María Gil-Robles- hacia formas más avanzadas, o modernas, o progresistas, para entender la libertad y las razones sociales de la economía, es necesaria en esta democracia con todos en el ruedo. Sus líderes naturales, bien equipados al empezar la transición, y que tenían aromas democráticos, no eran otros que Gil-Robles, Ruiz Giménez, Fraga y Areilza. Pero esto, para los españoles, era un sueño y una utopía. Aquí, a los calificados hay costumbre de descalificarlos o de impedirlos, y también los calificados en este país son muchas veces gentes intratables y con protagonismos excluyentes. El caso es que se había hecho el «invento Suárez» para que este invento no tuviera nada que ver con nada ni con nadie. Se había inventado el político «todo terreno» y se le había puesto en el poder para hacer desde allí todo lo que fuera necesario, y representando la multicolor derecha de Occidente, con vaselina para la izquierda, yodo para la derecha oriunda del antiguo régimen, rigodón para todas las naciones del mundo, altares para la inteligencia crítica, orgullosa y despectiva, barbacanas frente a competidores en buen uso y honras, y Aventinos y sarcófagos para ilustradas y no deslustradas gentes aficionadas a indagar las cosas del Estado y orientar a sus gentes. El «todo terreno» tenía que tener pocas creencias, mucha ambición de poder, ningún asidero entre las familias políticas, escasa fortaleza económica, una gran modestia externa, buenos ojos para pasar por carros y carretas, el olor del viento de los ciervos y una simpatía figurativa y extremada. El «invento Suárez» fue perfecto. ¡Ah!, pero era un invento de pequeño recorrido; sencillamente el recorrido de la transición. Si el político «todo terreno» hubiera sabido el modo de fabricar el Estado, y le hubiera sido familiar la economía, y entendiera la autoridad como el instrumento del valor político y personal, y hubiera tenido alguna curiosidad por la historia, y hubiera entendido y sabido que un presidente de Gobierno en una democracia tiene que ser, obligadamente, un parlamentario, el «invento Suárez» habría superado, sin los artilugios actuales, la transición; tendría a su partido en el bolsillo, se habría hecho respetar por sus adversarios y sería siempre una esperanza para el país. Si el «invento Suárez» hubiera sido todo esto -y está a la vista que no- habría sido un invento de largo recorrido.

El segundo análisis se refiere a UCD como tal. Se nutrió y constituyó, velozmente para el suceso electoral de 1977, y desde el poder, donde se encontraba el «invento Suárez». Hasta la fecha de su creación, eran familias políticas reducidas, tertulias, élites activas de conspiradores, partiditos de nombres y, a veces, hasta nombres solamente. Si hubiera ido cada uno por su lado en aquellas elecciones, no habría salido uno solo diputado o senador; el poder, el «invento Suárez», les llamó, les encandiló, les unió, y así es como triunfaron; el poder todavía era respetable y los recursos financieros fueron infinitos. Los ucederos tenían, por consiguiente, el deber de la gratitud, y el «todo terreno» tenía a su vez la obligación de retribuirlos con poder. No había otros lazos. En seguida ocuparon el Gobierno, las Cortes Generales y las altas presidencias del Congreso y del Senado, más todos los gajes de la Administración y aledaños. Las familias políticas básicas de este necesario conglomerado eran socialdemócratas, liberales, democristianos y sueltos. Luego estaban también los amigos del presidente, que es siempre, en política, otra familia. 0 se explica la política con este descaro o no entendemos nada.

Pero a medida que transcurría el tiempo y aparecían los problemas básicos de nuestra vida nacional -y algunos de ellos, transcendentales y graves- se fue deteriorando la imagen del Gobierno, como de cualquier Gobierno, y del partido que lo sostiene. El presidente y líder, sin aquellas condiciones necesarias para la postransición, y sin ningún deseo de remediar sus carencias con las colaboraciones necesarias, se recluyó en la Moncloa, como en su mansión dorada del amor físico al poder, al que se refería Clemenceau, se rodeó de confidentes irrelevantes; y acogió, y magnificó, y consagró, a dos hombres para que hicieran frente a sus dos grandes preocupaciones: la militar y seguridad y la política y económica. Estos fueron el teniente general Gutiérrez Mellado y Fernando Abril Martorell. Lo de este último rebasaba todos los niveles de la remuneración a la fidelidad. Gutiérrez Mellado no inquietaba al partido. Su figura era respetada. Fernando Abril Martorell, sí. Venía a ser como un ministro universal, pero tenía, como todos los personajes en esas circunstancias, servidores y temidos; la cayos y preteridos. Al final, y en el último año, después de las elecciones de 1979, UCD no era otra cosa que el tándem político Suárez-Abril. Lógicamente, el cotarro empezó a moverse. UCD, tras su rodaje de tres años, tiene ya una nómina estimable de políticos para cualquier circunstancia de Gobierno. Entre otros, Landelino Lavilla, Fernández Ordóñez, Martín Villa, Joaquín Garrigues Walker-lamentablemente enfermo- Pío Cabanillas, Rafael Calvo Ortega, Ricardo de la Cierva, Jaime García Añoveros, Leopoldo Calvo Sotelo, Marcelino Oreja, Manuel Clavero, Pérez-Llorca, Cecilio Valverde, Jiménez Blanco, Rovira Tarazona, Sánchez Terán y otra docena de personajes que han dado buenas medidas parlamentarias y pueden ser en cualquier momento buenos gestores de la Administración. Sería injusto no reconocer el hecho de promociones políticas nuevas y de personas de cierta estimación.

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Todo esto, y las graves responsabilidades actuales, no pueden aceptar, sin hacer algo, el lamentable inventario de una gestión de tres años, el contratiempo de una estructura de poder cesárea e impropia de un partido democrático, Y unas fórmulas de elaboración de un Gobierno que no nacen de un examen a fondo de la realidad, de una comparecencia a tumba abierta» en el Congreso, y solamente después de todo eso, y de una honesta reconsideración de los hombres y de los equipos, solos o en compañía, disponerse a hacer de una vez el Estado -mediante el desarrollo constitucional-; afrontar la crisis y la quiebra económica en la que estamos; y hacer frente a la inseguridad ciudadana con todos los recursos de la autoridad y del derecho. Y, además de todo esto, dejar bien clara una política exterior que deje de hacer tartufadas y nos haga saber a todos dónde estamos, con quién estamos, a qué precio y a qué riesgos, y con qué beneficios.

Por esto decía al principio que no se podía hacer un análisis de situación sin antes partir de una indagación sobre el partido en el poder y sus episodios actuales. La consecuencia de todo esto es que no está solamente en apuros la democracia -y esto lo dicen todos los días los políticos-, y no está exclusivamente España atravesando una crisis profunda de muchas cosas, sino que también está en crisis evidente el «invento Suárez», que es donde, en alguna buena parte, está la causa de las otras crisis. Cada tiempo tiene su método de gobernar, e incluso sus gobernantes. Las demandas de ahora no son aquellas a las que fue muy acertadamente sensible el Rey en 1976, y para las cuales arbitró un remedio. Ya son otras. Entonces se hizo un invento, y lo que parece claro es que ese invento -me refiero ahora el método- ya no sirve. El Gobierno actual, y el modo de su fabricación, no hace otra cosa que prorrogar la agonía, o hacer más graves las cosas. Constituiría una torpeza que las iniciadas y necesarias conversaciones del Jefe del Estado con los dirigentes políticos resultaran inútiles; que la Constitución no proveyera de fórmulas políticas ese momento -que es el actual-, cuando un país puede encontrarse contra la pared; y que el propio partido en el poder no reclamara, desde ya mismo, su soberanía para adoptar soluciones colectivas, en el propósito de remediar su propio deterioro, o de buscar otros cauces para salir del atolladero. Platón decía «que Dios había concedido la adivinación al hombre para su falta de inteligencia». Pero ahora tampoco tenemos adivinos, o Dios nos ha dejado de la mano. No tenemos otro remedio que confiar en los inteligentes. ¿Y dónde están? Esa pregunta estoy seguro que se la haría Platón al «comité de los diez». Por lo pronto, uno de ellos ha dicho patéticamente a otro: «España requiere hombres como tú, y desgraciadamente no os prodigáis mucho». Al que llama con esa angustia está en una clínica, gravemente enfermo. ¿Pero a dónde hemos llegado?

Los políticos hace tiempo que andan más preocupados de sus intereses -de sus intereses políticos de estar y de alcanzar- que de los intereses del país. Cuando tenemos sobre nosotros los vendavales del paro, de las autonomías, del terrorismo, de la inseguridad ciudadana y de la amenaza de una guerra mundial, el presidente tarda en hacer una crisis mínima, interna, episódica y circunstancial, cerca de un mes, con una gigantesca paralización administrativa. Toda la «filosofía del compromiso», del recientemente fallecido Sartre, anima a preguntar a nuestros personajes actuales si no advierten que no hay otro compromiso que el de la política hacia fuera, hacia la sociedad, y no hacia los episodios sucios, o sin grandeza, de sus plataformas o de sus vanidades.

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