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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Jomeini y el caos

QUIZA LA vida del ayatollah Jomeini tenga, como insisten bastantes informaciones, un breve plazo por delante. La ha gastado enteramente en la lucha, la ha puesto sin las reservas habituales de los políticos al servicio de su causa: la está quemando. Los resultados demuestran, una vez más, que este tipo de iluminados pueden ser catastróficos para aquello mismo que defienden desde el momento en que carecen del mecanismo de retroceso y rectificación (lo que la cibernética llama feedback), de adecuación, de comprensión de los propios errores. Generalmente, los mensajeros de Dios (es decir, los que han sido capaces de sentir dentro de sí mismos ese papel, sin que la psiquiatría haya podido ayudarles) han arrojado sobre el mundo o sobre su contexto oleadas de sangre. El ayatollah ha liberado una serie de cargas emotivas en su entorno, y ya no es capaz de dominarlas. Su poder se ha desmembrado. El clero chiita no tiene ninguna unidad de pensamiento político, pero cada uno de sus dirigentes se ha convertido en un pequeño -o grande, según los casos- señor feudal; los «estudiantes revolucionarios» -que siguen a uno de estos fanáticos, el ayatollah Jomeini- tienen el poder propio de la posesión de los rehenes americanos y no sólo determinan la situación exterior del país, sino que los utilizan como fuerza en la política interior, sobre todo contra el presidente de la República, Bani Sadr, considerado por ellos -igual que por los comunistas del partido Tudeli y otras fuerzas revolucionarias- como un equivocado que favorece el imperialismo. El poder constitucional, mientras tanto, se ha quedado sin la fuerza que podría darle la Asamblea, no formada aún porque jamás se ha celebrado el segundo turno de las elecciones legislativas, ni siquiera se han podido homologar los resultados del primero, celebrado ya hace más de un mes; el Consejo de la Revolución, los comités islámicos, las milicias (pasdaran) representan a su vez centros de decisión improvisada, pequeñas unidades de acción contradictorias. No es ya fácil hablar de la dictadura de Jomeini. Quizá, si hubiera tenido más fuerza para implantarla, Irán sería, por lo menos, un país coherente. Es, en cambio, un caos. Sus razones de unidad son todavía negativas: la lucha contra algo. Ese algo es, en parte, el fantasma del sha, que representa el espíritu de una venganza histórica; es la amenaza de Estados Unidos, hecha de forma que más parece favorecer la revolución que tratar de apagarla -indecisa, lenta, poco segura, poco seguida-; es también la lucha contra el Irak, la guerra civil con los curdos. Irán, sin embargo, no tiene la capacidad de responder a tantas amenazas con la utilización de sus fuerzas reales -sin despreciar para nada por eso la capacidad de movilización de los musulmanes, la situación geográfica, el petróleo-. La canalización de todos los esfuerzos se pierde en el concepto de revolución como fiesta perpetua en lugar de como ordenación del poder.La posibilidad de que desaparezca Jomeini no mejora ese cuadro. Sin lo que queda de magia, de irradiación personal, en ese personaje, hay grandes probabilidades de que el caos avance y la lucha por el poder se complique aún más. Su declive, en cualquier caso, sucede poco a poco, y los intentos de institucionalización que trató de hacer -República, Gobierno, Asamblea mediante elecciones- no parece que puedan llegar a ningún término. Quizá porque estaban falseados en su base; pero, falsos y todo, hubieran sido unas hipótesis de trabajo en tomo a las cuales ir organizando un Estado que podría llegar a ser, con el tiempo, eficaz. Sin Jomeini, Irán desembocará en el total vacío político. Una incógnita de futuro para la estabilidad del orden internacional y la paz mundial.

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