El Salvador, hacia la guerra civil
LA TELEVISION acaba de rendir al mundo uno de sus grandes servicios posibles con la película de los últimos sucesos de San Salvador: una inmensa multitud reunida en un servicio fúnebre para despedir a quien fue ellos mismos -la voz de los que no la tienen, según la frase que se hizo popular-, al arzobispo Romero, agredida por quizá no más de media docena de tiradores trabajando en una impunidad absoluta. Impunidad que tiene una demostración concreta: no han sido detenidos, ni siquiera identificados, tras el asesinato de monseñor Romero, el asalto aljuez que ha sido encargado de instruir el proceso o esta horrible matanza.Va a ser muy difícil seguir manteniendo la ficción de un grupo de cubanos anticastristas -Omega 7- o la de un tirador de nacionalidad venezolana, aunque puede existir físicamente para culpar a alguien indefinido de los hechos. Toda la responsabilidad es del Gobierno, donde todavía hasta ayer militaban miembros de la Democracia Cristiana, agarrados a sus puestos ministeriales aunque la base joven de su partido se les hubiera ido ya de las manos y algunos de sus correligionarios les hubieran denunciado. Y donde unos militares colocados para garantizar el orden público y la apertura de la vía democrática, al ser derribado el régimen anterior, no han hecho más que imponer una represión para evitar la reforma agraria que vulneraba los intereses de la clase a que defienden. Todavía en los primeros momentos de la matanza, militares y rpilitarizados de la Democracia Cristiana -que no supieron ver a tiempo la lección experimentada por sus colegas de la DC chilena, al abonar un régimen de sangre, que tardaría pocas horas en prescindir de ellos- han responsabilizado de la jornada violenta del domingo a la Coordinadora de Masas, por ese viejo sistema que consiste en acusar siempre a la víctima: por haber estado allí o quizá por no haber muerto antes con la muerte resignada del hambre y la enfermedad al pie de los maizales.
Aquellas estructuras que denunciaba el arzobispo Romero, perseguido hasta más allá de la muerte (el Gobierno de militares militaristas y de civiles descivilizados, las bandas fascístas que asolan el país) son, sin embargo, los responsables y autores de los crímenes que enmarcan un estado de revolución real y de auténtica guerra civil. Es difícil ya que el proceso de El Salvador se detenga con medidas represivas, ni siquiera con las que hasta ahora estaban previstas -los «consejeros» de Estados Unidos o los 10.000 hombres contingentados en Guatemala-, ni siquera podría intentar Carter una invasión de marines o de fuerzas especiales, al estiio de Santo Domingo, que le harían volver por pasiva todas susjustas reflexiones sobre la intervención soviética en Afganistán. Hay un punto de no retorno, y ese punto se ha sobrepasado en El Salvador. Sólo una marcha atrás rapidísima, una evicción clara de los puestos de poder de los responsables y una preparación inmediata a una democracia civil con una modificación automática del reparto de la pobreza y de la riqueza podría evitar lo que parece ya inevitable: la abierta guerra civil, ante la que la experiencia nicaragüense no dejará de influir en las decisiones norteamericanas.
La cuestión de El Salvador no se encuentra, en definitiva, aislada de la de Honduras, Guatemala, Nicaragua, el abandono futuro de Panamá por Estados Unidos y las convulsiones a las que puede avecinarse México no dentro de muchos años. Toda Centroamérica es hoy una gran incógnita para la estabilidad mundial, un nuevo foco de preocupantes y sangrientas tensiones, una amenaza al coloso americano, semejante o peor que la de Irán. La revolución de los pueblos del Tercer Mundo ni debe ni puede ya ser parada mediante la represión militarista. Dar salida a los justos deseos de cambio y renovación social en países en los que la miseria de muchos es el sustento de la opulencia de una mínima parte de la población es hoy responsabilidad directa e inmediata de las naciones democráticas.
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