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Un año después de Camp David la cuestión Palestina sigue sin resolverse

«Los norteamericanos parecen no entender todavía que, para nosotros, Palestina es una cuestión moral», dijo el emir Fah Ben Abdul Aziz, primer vicejefe del Gobierno saudí, al diario parisiense Le Figaro a finales del año pasado. Esa fórmula resume un sentimiento general entre los árabes de toda condición e ideología, y, en la medida en que no recibe satisfacción alguna en los acuerdos egipcio-israelíes de Camp David, ha hecho genéricamente posible y práctico un rechazo global de los mismos. Hoy se cumple el primer año de Camp David, sin pena ni gloria. Nada indica que el calendario máximo previsto por los tratados, y que expirará el próximo 26 de mayo, permitirá un principio de solución a la púdicamente llamada «cuestión palestina». Entonces, comenzará el desesperado «período pos Camp David» y la crisis crónica de Oriente Próximo volverá a recuperar el lugar central y dramático que le corresponde y que parece haberle sido provisionalmente arrebatado por Irán y Afganistán.

Los tratados, virtualmente arrancados por el presidente Carter, en su residencia campestre de Camp David, al primer ministro israelí, Menahem Begin y al presidente egipcio, Anuar el Sadat, son básicamente dos cosas: un tratado convencional de corte jurídico y diplomático para la normalización de las relaciones entre los firmantes, y una mecánica para la erección de una pretendida «autoridad palestina» en los territorios árabes ocupados desde 1967.En el orden estrictamente bilateral, el tratado ha funcionado aceptablemente para los interesados y su gran padrino norteamericano: Israel y Egipto han intercambiado embajadores, los israelíes están evacuando el Sinaí en los; plazos previstos, y, en general, los dos Estados resisten la cruda indiferencia general con que su supuesto principio de solución a la crisis general es contemplado en el mundo.

Empero, hay que subrayar aquí que, incluso en este orden puramente bilateral, se registran crecientes signos de debilidad y desánimo. Un ejemplo claro fue el distinto clima político y moral que rodeó, el pasado mes de febrero, el intercambio histórico de los embajadores.

Israel envió a El Cairo nada menos que a Eliahu Ben Elissar, confidente y estrecho colaborador de Menahem Begin, de cuya oficina ejecutiva era director general con grandes atribuciones. Ben Elissar fue, sin duda alguna, uno de los artesanos de Camp David, y si todo va bien para Israel parece llamado a ocupar las más altas funciones. Los egipcios, muy al contrario, mandaron a Israel a un funcionario convencional de segunda fila, Saad Muriada, antes embajador en Rabat y conocido sólo porque su último cargo fue el de jefe del departamento de prensa del Ministerio de Relaciones Exteriores.

Murtada recibió una acogida excelente en Israel, y la ceremonia de su presentación de credenciales al presidente Isaac Navon fue saludada por éste como un acontecimiento histórico y mereció, además de toda la pompa oficial, un discurso y una recepción calurosas y excepcionales. Nada de esto ocurrió en El Cairo, donde Ben Elissar debió esperar su turno para aparecer ante un Sadat serio y más bien tenso que le recibió en una rutinaria sesión de recepción de embajadores, entre dos de ellos y sin más trámite.

Esta visible tendencia egipcia a minimizar, a atenuar, a desdramatizar el escenario creado por Camp David nace del hecho de que la otra parte de los tratados, la que atañe al futuro de Palestina, no le proporciona ninguna satisfacción. El propio Butros-Ghali, ministro egipcio de Estado para Asuntos Exteriores. ha dicho claramente que si el 26 de mayo no hay acuerdo sobre la sedicente autonomía palestina, Egipto se limitará a cumplir al mínimo y sólo formalmente lo que quede de su parte, pero advirtió que los tratados «habrán sufrido un grave deterioro cualitativo».

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Se ha dicho a menudo en los últimos meses que la Administración norteamericana favorece, a través d e su embajador especial en la región, Sol Linowitz, la versión egipcia sobre el tema de los territorios ocupados. Según tal versión, Israel y Egipto deben, ponerse de acuerdo en la mecánica de elección de una «autoridad palestina», un autodenominado «consejo palestino» y atribuirle después determinados poderes.

Israel, a través de su delegado en las conversaciones tripartitas sobre la autonomía y ministro del Interior, Yusef Burg, ha dicho ya que sólo considera una dimensión de tipo administrativo para esa autoridad, considera que el futuro de Cisjordania y Gaza no es incompatible con su acelerada política de asentamientos judíos en las tierras árabes ocupadas y, en definitiva, mantiene su política llamada «de los tres noes»: no a la devolución de Jerusalén oriental, no a la autodeterminación del pueblo palestino, no, en fin, a un Estado palestino.

La versión egipcia pretende, al contrario, que la autoridad palestina deberá tener la condición jurídica y política suficiente para organizar eventualmente el embrión de una entidad nacional palestina. Además, sostiene que las elecciones para erigir el consejo palestino provisional deberán tener lugar en Cisjordania, Gaza y la Jerusalén árabe, a lo que se opone firmemente Israel porque estima que Jerusalén fue «reunificada» tras la conquista militar de 1967 y es va «y para siempre» la capital unida del Estado hebreo.

Así las cosas, los árabes y, la verdad sea dicha, casi todos los observadores políticos y los hombres de Estado, han llegado a la conclusión de que incluso los más moderados y pro occidentales Gobiernos árabes, por no hablar del campo rechacista o de los análisis europeos y tercermundistas, no pueden aceptar la mecánica Camp David ni un día más y reclaman a voces que se respete el derecho a la autodeterminación del pueblo palestino. Así acaba de hacerlo el presidente francés, Giscard d'Estaing, seguido por un coro de dirigentes europeos.

La razón del fracaso

La razón del fracaso final de la fórmula es, evidentemente, que no sirve para llegar al corazón del problema: el drama palestino. La OLP, cuyos éxitos políticos y diplomáticos en los últimos meses son incontables y que es considerada ya por todo el mundo, salvo Israel, como un inevitable interlocutor para todo arreglo general en la región, sólo ha dicho sobre Camp David, aparte de un primer análisis como «el complot americano-imperialista en la región», etcétera, que «Camp David no le concierne», porque si aceptara que sí, que es su problema, «ello significaría aceptar algo tan siniestro como la posibilidad de que, instados por un poderoso país (EEUU), otros dos se pusieran de acuerdo para decidir el futuro de un tercero», (los palestinos).

Tal y como lo ha repetido a menudo Yasser Arafat, la resistencia nacional palestina considera su deber -y esta versión fue avalada por el último Consejo Nacional, reunido en Damasco hace dos años- disponer de una entidad nacional en toda parte de la Palestina histórica que se sea liberada de la ocupación sionista por el modo que fuere y esto por razones de pragmatismo y de sentido de la realidad.

En otras palabras: la OLP está lista para aceptar un Estado palestino en Cisjordania y Gaza y la devolución de Jerusalén, pero nada menos que eso, aunque los territorios citados, como recuerdan amargamente los «duros» de la resistencia, sólo representan alrededor del 22% de la superficie total de la Palestina del mandato británico.

Nada de esto es posible por la vía Camp David. Es más, a medida que se han deteriorado las conversaciones sobre la pretendida autonomía, Israel ha ido endureciendo su posición: más expropiaciones de tierras árabes, más asentamientos, como el de Al Jalil (Hebrón), incluyendo la creación de instituciones rabínicas de corte provocador, más represión de actividades políticas pro OLP, recurso a hombres, como el nuevo canciller, Isaac Shamir, un sionista fanático y sin matices ... ; todo esto ha ido haciendo crecientemente inútil Camp David y condenándolo al fracaso oficial después de haber conocido un fracaso de hecho.

La situación es tan explosiva que el presidente Carter ha decidido recurrir de nuevo al método de trabajo que le llevó al logro de Camp David: llamar a capítulo a los interesados y hacerles reflexionar. Sadat y Begin, como es sabido, irán a Washington, en principio por separado, para intentar lo imposible: salvar lo salvable del naufragio y, como mínimo, prorrogar sine die las agonizantes negociaciones tripartitas, cuya última sesión, en La Haya, fue un desastre en toda regla.

Formalmente, se trata de lo que Menahem Begin llamó «dar una oportunidad adicional a las conversaciones». De hecho, se trata de mantener la llamada dinámica de paz abierta por eI presidente Carter y que éste necesita en un año electoral. Es posible que el presidente Sadat, tan solícito de ordinario con las pretensiones de Washington, acceda.

Con esto correrá un nuevo y serio riesgo. Al margen de la unanimidad parlamentaria y los llamamientos dramáticos que Sadat domina con un virtuosismo que todo el mundo le reconoce, en Egipto comienza a abrirse paso la tesis de que Camp David, principalmente, fue, sobre todo, una operación indirecta de entreguismo político a las tesis norteamericanas y coadyuvó a convertir a Egipto en un gendarme regional estadounidense sólo auxiliado en esta pobre tarea por el sultanato de Omán.

El día del intercambio de embajadores, una bandera palestina flotó en la sede del Colegio de Abogados egipcio, los sindicatos anunciaron -pese a su obediencia oficialista- que no mantendrán relaciones con la central israelí, la Histadrut, un manifiesto de intelectuales hostiles al reconocimiento fue firmado por personalidades tan poco sospechosas como el ex primer ministro, Aziz Sedki, y el Gobierno tuvo que prohibir una manifestación silenciosa que pensaba desarrollarse ante la residencia presidencial de Abdine, inspirada por el Reagrupamiento Nacional Progresista de Jaled Mohieddin, conciencia de la izquierda.

Al cabo de un año, pues, nadie cree en las potencialidades de Camp David. Ni siquiera los egipcios, que sólo defienden ya las facilidades que encontraron en él para obtener la gradual retirada israelí y, de paso, sustanciales créditos norteamerica nos con los que han podido dar un respiro a una agobiante situación financiera.

Camp David sólo se refirió tangencialmente y en términos deliberadamente vagos a la capital en cuestión nacional de Palestina. Menahem Begin ha dicho muchas veces que la sobada autonomía es «para los palestinos» y no «para Palestina». Toda posibilidad de convertir las negociaciones en el embrión de la autodeterminación del pueblo de Palestina está, por tanto, excluida.

Se dice ahora en los medios mejor informados, que Arabia Saudí sólo espera que expire el plazo en mayo para renovar sus presiones sobre Estados Unidos, en pro de una anhelada solución de conjunto que pasa por la satisfacción de los derechos nacionales del pueblo palestino. En Ryad, están convencidos de que no hubo ningún «error de comunicaciones» en la decisión norteamericana de votar afirmativamente la resolución histórica del Consejo de Seguridad de la ONU el 1 de marzo y según la cual, los territorios ocupados son árabes, incluido Jerusalén, y toda política pro anexionista es nula de pleno derecho.

Al cabo de un año, Camp David está en el previsto punto muerto.

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