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Tribuna
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Cincuenta años después

I. Un fino y experto escritor me decía meses atrás, comentando nuestra más reciente historia política: «¿No crees que esto es un 14 de abril coronado?» Con alguna reserva, porque no pocas parcelas del Estado distan de hallarse informadas por el «espíritu del 14 de abril», la fórmula me pareció acertada. Tras la monarquía de Alfonso XIII, en esa fecha llegaron al área del poder político las tres realidades españolas -el mundo del trabajo, el mundo de la inteligencia y el autonomismo regional-, cuya ausencia del régimen monárquico había sido causa principal de la caída del monarca. Tras el largo paréntesis de la guerra civil y el franquismo, con la monarquía de Juan Carlos I esas tres realidades pasaron a ser, más allá de las prohibiciones, cortapisas y afeites a que venían siendo sometidas, partes integrales del nuevo régimen. Y puesto que en la Corona tiene éste su cima institucional, la frase del escritor aludido era y sigue siendo, en mi opinión, un orientador juicio diagnóstico.Vengamos, si no, al terreno de los hechos. Los dos partidos políticos que más amplia y auténticamente representan hoy al mundo del trabajo, el socialista y el comunista, no sólo gozan de plena oficialidad parlamentaria y social, sino que en la persona de sus respectivos secretarios generales, venciendo éstos toda posible reticencia, toda posible nostalgia y todo posible doctrinarismo, han estado presentes en las ceremonias palaciegas a que han sido invitados. Política y oportuna invitación, por un lado; oportuna y política aceptación, por el otro. El mundo de la inteligencia ha sido convocado por la Corona como nunca lo fuera en toda la historia de la España monárquica. En el orden de las palabras solemnes, un botón de muestra: el discurso de don Juan Carlos en Las Palmas, hace cosa de dos años. En el orden de los hechos menudos, otró: las sencillas y cordiales recepciones que en el palacio de La Zarzuela reúnen a escritores e intelectuales de todos los matices, con motivo de las anuales concesiones del Premio Cervantes. Y en cuanto a los autonomismos, que hablen por sí solas la acogida a Tarradellas y la ulterior tramitación de los estatutos. Meses atrás, un bien compuesto programa de televisión -creo que La corona era precisamente su título- mostraba muy a las claras la condición de « 14 de abril coronado», que de hecho, y al margen de todo propósito en este sentido, ha tenido la monarquía de Juan Carlos I. Lo que la del abuelo no supo o no quiso hacer, ha empezado a hacerlo la del nieto.

En una España donde apenas quedaban monárquicos de cepa -sólo un puñado de nostálgicos y un puñadito de doctrinarios-, he aquí la gran oportunidad y el gran riesgo de la monarquía de don Juan Carlos. La gran oportunidad, porque cualquiera que vaya siendo la figura de la política cotidiana, sólo integrando entre sí y con el resto del país el mundo del trabajo, el mundo de la inteligencia y la diversidad regional podrá ser consistente y actual la vida histórica de España, y sólo haciendo actual y consistente a España podrá lograr continuidad sólida la institución monárquica. El gran riesgo, a la vez, porque es en el proceso de esa imprescindible integración donde pueden producirse las explosiones que de nuevo echen por tierra la instauración de una democracia auténtica.

Toda una serie de motivos ocasionales, ajenos, en principio, a la empresa española de consolidar, la democracia y la monarquía -a su cabeza, la crisis económica mundial y el paro creciente-, aumentan la indudable dificultad de la empresa; tanto más, cuanto que muy viejos hábitos sociales de nuestro pueblo, en modo alguno corregidos durante los cuatro últimos decenios, considerablemente agravados, incluso, se resisten con terquedad a poner en juego la virtud que en tales trances constituye la garantía primera de la.paz social: una buena disposición de todos, y muy especialmente de los privilegiados, para el reparto equitativo de la escasez. La lenta, delicada marcha hacia el asentamiento definitivo de nuestra recién nacida democracia, ¿resistirá la prueba a que de consuno la están sometiendo el agobio de la crisis económica y la ruda insolidaridad social de los españoles?

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Algo más hay; algo que no puede ser comparado, como la actual crisis económica, a un meteoro funesto extendido por toda la anchura del planeta, porque tan sólo depende de nuestro ocasional modo -ocasional y no inmodificable, quiero creer- de entender y practicar la libertad. En efecto: como si nuestra sociedad se empeñase en dar razones o pretextos a los enemigos del cambio, las tres realidades con que no llegó a contar la monarquía de Alfonso XIII y que tan prometedoramente han comenzado a dar soporte social a la de Juan Carlos I, parecen obstinarse en amenazar el pacífico avance de ella hacia el futuro. El mundo del trabajo -obreros, funcionarios-, disminuyendo peligrosamente su rendimiento laboral. El mundo de la inteligencia -Incluidos en él los que en su seno son todavía aprendices-, desconociendo con su conducta aquello que todavía se busca: una vigencia normal de las reglas de la democracia. Los movimientos autonomistas, radicalizándose por la vía del terrorismo o de la irresponsabilidad. Con nuevo contenido, se impone repetir la interrogación anterior: nuestra lenta, delicada marcha hacia el asentamiento definitivo de la democracia, ¿resistirá la prueba a que cotidianamente la están sometiendo los gerentes del mundo del trabajo, los aprendices del mundo de la inteligencia y algunos de los titulares de la reivindicación autonomista?

II. Lo repetiré: la monarquía de Juan Carlos I, « 14 de abril coronado», en esta no casual y no buscada conexión histórica con el arranque de la Segunda República, tiene su gran oportunidad y su gran riesgo. Mostraré cómo.

En el mundo del trabajo, obreros y funcionarios, ha disminuido alarmantemente el rendimiento laboral. Dos motivos se juntan en la génesis de ese resultado: la holganza y la huelga. En un país donde la moral del trabajo siempre ha sido tan deficiente -salvo entre los campesinos que doblan el espinazo de sol a sol, en el pequeño mundo de los laboriosos por vocación y en el grupo de los profesionales codiciosos de lucro-, la regla «Deja para luego lo que debes hacer ahora» va convirtiéndose en hábito social. Velázquez, nos dijo Ortega, era un hidalgo que de cuando en cuando se dignaba dar una pincelada. Aunque no toda la verdad, no poca verdad contiene tan gallarda sentencia. Mayor dosis de ella hay, en cualquier caso, dentro de esta otra: «El trabajador español está siendo un ciudadano tan consciente de sus derechos, que de cuando en cuando se decide a dar una paletada o a desanudar un balduque. »

Al lado de la holganza, la huelga; la cuál sería cosa muy distinta si el huelguista, terminada su protesta reivindicativa, pasase con buen ánimo del paro voluntario al trabajo eficaz. Cuidado. Admito sin reservas el derecho a la huelga. Más aún: pienso y muchas veces he dicho que sin la presión de las huelgas -aquellas que hace tres cuartos de siglo pintaban Ramón Casas y Vicente Cutanda- todaVía trabajarían los niños en las minas y duraría diez o doce horas la jornada laboral. Pero en la España actual, cuando tan grave es la crisis económica y tan frágil la implantación de la democracia, ¿no va siendo excesivo su número? Ingenuamente declaro mi perplejidad. Dicen los huelguistas: «Los precios suben más deprisa que los salarios y el paro crece pavorosamente; con lo cual nosotros, los trabajadores, estamos siendo la carne de cañón de la crisis económica. » ¿Quién podrá negarles su gran razón? Responden los empresarios: «Con esta lluvia de huelgas, las empresas se cuartean, bajan nuestra productividad y nuestro crédito, la economía del país se deteriora al galope; con lo cual el paro y los precios, en lugar de reducirse, crecen sin cesar.» Y aunque por ninguna parte se vea que el nivel de vida de los propios empresarios haya disminuido sensiblemente, alguna razón asiste, a quienes así hablan. ¿Dónde está la fórmula ético-económica que nos permita salir de este tártago de modo que las privaciones de él resultantes sean equitativamente repartidas? No lo sé, y de ahí mi desvalida perplejidad. Sé tan sólo que de la pronta invención de ella pende, en muy buena medida, el destino de nuestra democracia y nuestra monarquía.

Más tranquilos parecen hallarse, a este respecto, los niveles superiores del mundo de la inteligencia. Una «asociación al servicio de la República», semejante a la que en 1930 fundaron Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, resulta hoy -hoy- sumamente inverosímil. Pero los iuniores del gremio intelectual y, sobre todo, sus aprendices, ¿no es cierto que a su manera y en su medida están empezando a ser una amenaza para la democracia y la monarquía? La democracia republicana del 14 de abril comenzó a desquiciarse cuando los monárquicos del 10 de agosto de 1932 y los revolucionarios del 6 de octubre de 1934 decidieron sublevarse contra: lo que había salido de las urnas; y se hundió definitivamente cuando el 18 de julio de 1936 se convirtió en abierta y cruenta guerra civil ese paulatino asalto contra la convivencia democrática. En estos antecedentes pensaba yo semanas atrás, cuando los aprendices y los iuniores del mundillo intelectual intentaban desde la calle imponerse al Parlamento. ¿Aprensión exagerada? Tal vez. El hecho es que, cuántas veces suraen en nuestra vida pública incidentes políticos graves -desde los que provoca el entierro de un militar asesinado hasta la tensión emocional que rodeó al juicio por la matanza de Atocha, pasando por ciertas significativas colisiones en el Congreso de los Diputados-, yo, mirando el suceso al trasluz siempre veo en su fondo, amenazadoras, las no extinguidas sombras de nuestra última guerra civil.

¿Acaso no es un conato de guerra civil lo que están promoviendo los terroristas del País Vasco? Desde su particular punto de vista, no una guerra, sino dos: guerra civil contra los vascos que siguen sintiéndose españoles, y guerra de liberación, guerra exterior, contra todos los españoles no vascos, por muy amigos que de los vascos sean. A esto hemos llegado. Creyendo, como creo, que en España ha caducado la vigencia de la uniformidad centralista, y que, en consecuencia, hay que edificar un sistema de convivencia en el cual, sin mengua de la unidad básica, tengan realidad las aspiraciones autonómicas de sus diversos pueblos, me pregunto perplejo dónde estarán, respecto de esa exigencia, el punto justo y la fórmula idónea. El punto y la fórmula que nos muevan a todos los españoles a seguir viendo «sangre de nuestro espíritu » en nuestra lengua común y en nuestra común historia.

No soy catastrofista, no creo que esta democracia y esta monarquía vayan a irse rápidamente al traste, pero muchas veces temo que al fin no lleguen a ser una y otra lo que del encuentro entre ellas cabía y cabe esperar. ¡Pronto, pronto, la conjunción de buenas voluntades y el hallazgo de remedios -la ejemplaridad, la justicia y la libertad, en su centro-, que permitan un definitivo encaje entre esta monarquía y las tres realidades sociales que la de Alfonso XIII no logró traer a su campo! Pronto. Porque, si no...

Pedro Laín Entralgo ensayista e historiador de la medicina, catedrático recientemente jubilado de la Universidad Complutense de Madrid, es miembro de la Real Academia de la Lengua.

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