Clamor de merecimientos: Rafael Alberti
El poeta actualmente más conocido de la lengua hispana en el mundo llegaba a Madrid en 1917, dejando atrás las retamas amarillas y blancas de la arboleda perdida de El Puerto de Santa María. Era un adolescente aficionado a la pintura que en sus manos apretujaba lápices y pinceles de colores y traía la cabeza llena de ilusiones, el corazón impregnado de esencias gaditanas y los oídos con zumbidos de caracolas y gemidos de cante jondo. De sus primeros domicilios en las calles de Atocha y de Lagasca salía solamente para regodearse en los jardines madrileños, para dibujar las esculturas del Casón y para enloquecerse en el Museo del Prado, donde, ante su mirada, todavía deslumbrada por el sol de las playas -«más allá de la luz»-, se descorría un tesoro en el que latía «la pertenencia de mis raíces a las civilizaciones de lo azul y lo blanco, eso que había bebido desde niño en las fachadas populares...»Pronto sus contactos amistosos le metieron en el terreno de la poesía, colaborando en revistas, y en seguida publicó su primer libro, por el que, todavía inédito, recibió el Premio Nacional de Literatura, otorgado por este excepcional jurado: Ramón Meléndez Pidal, Antonio Machado, Gabriel Miró, Gabriel Maura, Carlos Arniches y José Moreno Villa. Tenía veintisiete años.
Desde aquellas fechas, ni un día sin escribir poemas, ni un año sin sacar a la luz algún libro nuevo y sin haber ofrecido muestras de su pintura. En los momentos más cruentos de la guerra civil, en su lucha por salvar el tesoro nacional de arte (véase La historia tiene la palabra, de María Teresa León, Madrid, 1977, Editorial Hispamérica), en los viajes que jadearon su existencia de posguerra y exilio, jamás dejó de transcribir al papel, con una facilidad inigualable, cuanto el pensamiento poético le sugería. Todo ello sin horario de trabajo ni otro descanso que apoyarse en la pluma hasta la madrugada para escribir y pintar.
Es frecuente que los escritores simultaneen varias actividades artísticas. Como Gerardo Diego por la música, Alberti siempre se evadió por la pintura; sólo que éste lo hizo a través de creaciones personales. Rafael Alberti dibuja y pinta con una sensibilidad y un estilo tan propios que su albertismo se aprecia al primer golpe visual.
Ocurre también en muchos escritores que la actividad primariamente profesional. es otra y que sólo dedican el tiempo restante a hacer literatura. Esto no ha sucedido con el bohemio y trashumante Alberti, que nunca ha tenido obligaciones administrativas o profesorales que cumplir, ni ha recibido sueldo oficial alguno -carece de jubilación remunerante- y que siempre ha venido escribiendo por imperiosa necesidad espiritual de poeta, y porque, para vivir modestamente, tenía que hacerlo y que pintar. Conciencias ladinas han corrido la voz durante muchos años de que Alberti vivía como asalariado de la URRS, y eso es una mentira monstruosa, políticamente orquestada. De Rusia no ha obtenido otros beneficios que la inspiración política, el pago por la venta de sus obras y la concesión del Premio Lenin,
En un sentido estrictamente profesional, Alberti es un escritor puro y un pintor puro. Pureza que se advierte hasta en los poemas de su fase social, con matices y giros de incomparable lirismo y con añoranzas populares que producen sacudidas en el alma del lector. En los versos dedicados a alentar los movimientos revolucionarios, en los de nuestra guerra incivil, deslumbran aquí y allá facetas de lirismo y de humor que no se encuentran en la poesía de otros autores afines en pensamiento. Esto fue muy bien visto por muchos estudiosos de su obra (Marrast, Couffon y, especialmente, S. Salinas). El padre de esta última, tan inmenso poeta y maestro como adorable persona y amigo de Alberti, ya lo había. señalado: «Sorprende», decía, «por el contrario, cómo hasta en el fondo del más torturado pensar poético sobrevive el acento de gracia y claridad que desde el primer momento le distinguieron. En sus versos violentos, agresivos, de la época moderna hay vislumbres de ternura y delicadeza incesante.» (Citado por Solita Salinas en El mundo poético de Rafael AIberti, Madrid, Editorial Gredos, SA.)
Quizá sea Alberti uno de los poetas más prolíficos del panorama internacional (¿qué español medianamente culto, cualquiera que sea su ideario, no tiene en su casa algún libro suyo?), y su obra, la más vertida a otras lenguas. Por tres veces quedó a las puertas del Premio Nobel y otras tantas fue víctima de actitudes indefinibles. Muchas veces han obtenido este galardón escritores que eran desconocidos en países de otros idiomas diferentes del suyo. Pero en Alberti se da la circunstancia opuesta: que sus obras fueron traducidas desde hace muchos años a las principales lenguas (más las puramente líricas que las revolucionarias) y bastantes de ellas publicadas antes que en español; hasta en chino. ¿En cuántos países ha sido representada su obra teatral antes que en España?
Creo que ningún otro poeta español hoy vivo haya alcanzado tan enorme bibliografía de estudiosos; sólo Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Unamuno, Lorca y, últimamente, Aleixandre han sido tan mundialmente conocidos y revisados. Porque en el ámbito internacional Alberti es, en la poesía, lo que Picasso en la pintura. El libro del primero Los ocho nombres de Picasso, y no digo más que lo que no digo puso de relieve no sólo la amistad que les unió, sino el gran parecido entre los dos personajes.
La originalidad estilística y temática de Alberti es tan rotunda que resultaría imposible encontrarle filiaciones o influencias formativas; conviene recordar que cuando publicó sus primeros poemas y libros no disponía del enorme caudal de saberes sobre los clásicos españoles o sobre los poetas extranjeros que tuvo después. En el primer párrafo del libro de S. Salinas hace ésta consideraciones definitivas sobre tal originalidad. Brota de la gracia de la baja Andalucía, que, con léxico de Alberti, puede calificarse de ángel. Gracia y ángel genéticamente suyos, consustanciales con sus pensamientos y sus sentimientos.
¿Y qué decir de su obra teatral, fantasiosamente representada en innumerables países, con más admiración poética que política? ¿Caben más bellas exteriorizaciones del lirismo albertiano que las visiones y los simbolismos oníricos que, por ejemplo, la huida de los seres humanos desde las telas del Museo del Prado?
Yo no estoy metido en los círculos oficiales literarios o académicos -gracias a Dios-, y no sé lo que en ellos puede cocerse en un país donde todo se ventila a través de sociedades de socorros mutuos. Tengo noticias de que en ocasión no lejana visitaron a Alberti unos miembros de la Real Academia de la Lengua para manifestarle su deseo de acogerle en ésta, y que se negó crudamente, sospecho que por razones sentimentales, después de tanto tiempo en el exilio. Pero las cosas han cambiado y supongo que Alberti habrá visto y comprendido el desinterés y la honestidad con que se concedió el Premio Cervantes a sus colegas de generación y grandes amigos Jorge Guillén y Dámaso Alonso (este último ha hecho declaraciones trascendentales públicamente sobre los méritos de Alberti). Pienso por ello que los académicos que pudieron sentirse ofendidos por la negativa albertiana seguirán predispuestos a recibirle. En todo caso, el enfado de unos pocos, si es que lo hubo, es una cosa, y la dignidad de la Academia, otra; y España es algo más que esta entidad. A Alberti podría otorgársele, desde las más elevadas esferas, un nombramiento de académico de honor (que sería inconcebible rechazara), o una escuela oficial de poética popular o el Premio Cervantes, que nadie discutiría, como nadie discutió en su día la creación por la República de la primera cátedra de endocrinología para el gran maestro Gregorio Marañón. Los cenáculos literarios (la Academia es uno) saben que Alberti merece tanto como el que más.
También la Fundación March, tan abierta a toda clase de experiencias artísticas y didácticas, ¿no tiene en Rafael Alberti un perfecto maestro -aunque carezca de expediente universitario- para la dispensación de uno o más cursos de conferencias sobre técnica poética y sobre poesía española, con recitales que resultarían todavía más brillantes si fueran acompañados de muestras más o menos antológicas de su pintura? Ya organizó una exposición Picasso. ¿No puede haber llegado el turno de Alberti en tan formidable Fundación?
Alberti habita en un ambiente en el que sus libros ya no están prohibidos, ni se impide la representación de su teatro, donde se le permite dar recitales y hacer campañas electorales («Coplero deliberado, / que llegó, copla tras copla, / hasta salir diputado»); y no creo que su condición de marxista deba constituir rémora alguna para cualquiera de esos propósitos. El último Premio Cervantes ha sido muy dignamente concedido a dos consagrados próceres de nuestra lengua. Honrados ya con ese premio: Guillén, Alonso y G. Diego -Aleixandre obtuvo muy merecidamente el Nobel-, queda ahí Alberti, corno tronco enhiesto del árbol generacional del veintisiete, nuevo siglo de oro de nuestra literatura (recordemos con respeto a J. Bergamín). Durante la guerra civil escribió Antonio Machado: «La voz de Lorca se ha extinguido...; la de Alberti alcanza hoy su plenitud, por fortuna nuestra, en sus labios y en sus libros.» Y mucho antes, el 6 de junio de 1929, escribía Azorín en Abc: «El ángel está siempre al lado de los poetas. De los poetas que han sabido -corno Alberti, como Guillén, como Salinas- llegar a la región de lo abstracto. De abstracto que es a la vez sensible.» Y líneas más adelante, estas otras palabras definitivas: « El poeta, en este libro -Sobre los ángeles-, llega a las más altas cumbres de la poesía lírica. No creo que en todo nuestro Parnaso haya cosa más bella, más honda, de mayores perspectivas ideales, que la poesía titulada «El ángel de los números».
Cincuenta y seis años hace que obtuvo el Premio Nacional de Literatura; 41 que se alejó, atormentado, de su tierra, en la que, de haberse quedado, habría llevado el camino de Federico; ocho, de la antológica exposición-homenaje de Roma al cumplir setenta años; toda una ininterrumpida historia de gran poesía a las espaldas, y sigue escribiendo y pintando y logrando la aparente imposibilidad de crear Jelleza. Ha tenido que morir Picasso para que surgieran los más dislocados requerimientos con vistas a traer el Guernica, y que pasar varios años para que uno de nuestros pocos ministros prestigiados (que merece gratitud por su inteligente rasgo) haya comprado cuadros y dibujos de Picasso para los museos españoles. Algo similar podría pasar con Rafael Alberti, a pesar de que voluntariamente se reintegró a su patria. ¿Habremos de continuar la tradición nefasta de honrar a nuestros grandes genios, cuando ya en la horizontal no hacen sombra, con veladas necrológicas y coronas tardías? ¿Olvidaremos también a los ministros que pequen por abstención?
En artículo dirigido a Francisco Umbral (EL PAIS, 1 de febrero de 1977), escribía Alberti desde Roma: «Yo quiero ir, amigo, pero para la vida, quiero ir para la luz, para el impulso alegre, para el canto.» «Yo no soy ningún líder, soy un joven poeta al que le tocó vivir entre el clavel y la espada, siempre en largo destierro y en España. » Es deseable que los dirigentes de la administración de la lengua y de la cultura no hagan suya la respuesta irónica, amigable y temerosa que Umbral, con toda lógica, le dio. Con «las manos vacías, suplicante » de amor retornó Alberti a la España que tanto amaba y ama y que le dolió como a don Miguel de Unamuno, pero durante casi medio siglo: la España de los ángeles. Quiera Dios que sean los ángeles buenos los que le ayuden a sentirse más feliz de ser español.
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