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Tribuna:
Tribuna
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Por qué cayó Alfonso XIII

I. La pantalla del televisor me puso hace semanas ante los ojos el traslado de los restos de Alfonso XIII desde Roma hasta El Escorial, y el espectáculo me removió el alma con emociones bien encontradas. Días lejanos de España; días lejanos de mi propia vida. Aquel octubre de 1923, cuando por vez primera y única vi en persona al entonces rey, recorriendo a pie, junto al general Primo de Rivera, el paseo de la Independencia de Zaragoza. Aquel otro de abril de 1931, cuando pocos curiosos contemplábamos en la plaza de la Armería las evoluciones de unos húsares que montaban la última y ya inútil guardia de la derrotada monarquía; la posible secuencia de un nuevo «año pasado en Marienbad», pensaré luego. Pero no es esto lo que ahora importa. Lo que importa ahora es el recuerdo que de la monarquía de Alfonso XIII debe operar en los españoles a quienes todavía incita la posibilidad de una España donde la libertad, la justicia y la actualidad tengan real vigencia. Aunque sus ojos no lleguen a verla realizada.Llamo «monarquía de Alfonso XIII» al conjunto social, a una continua y variable que entre 1902 y 1931 componen la persona del rey, los cortesanos y los grupos políticos y económicos más o menos allegados a la institución monárquica, desde los conservadores de Maura hasta los reformistas de Melquiades Alvarez y los catalanistas de Cambó. Y la pregunta es: ¿Por qué esta monarquía cayó el 14 de abril de 1931?

Mirada en su totalidad, la vida española progresó considerablemente durante los casi treinta años en que Alfonso XIII rigió los destinos de España. Cuando el triunfalismo franquista pregonaba a bombo y platillo, allá, por la década de los sesenta, el auge de nuestra economía y nuestra técnica desde 1940, los monárquicos de entonces habrían podido responder recordando lo que durante el reinado de Alfonso XIII aconteció en el orden intelectual (qué era la universidad española en 1900 y que había llegado a ser en 1930), en el orden urbanístico (el paso del Madrid galdosiano al de la casi conclusa gran Vía, la Barcelona y la Sevilla de las exposiciones, el Bilbao en torno a la plaza Elíptica) y en el orden industrial (el crecimiento económico de Vizcaya, Cataluña y Asturias a lo largo de esos seis lustros). Nada hubiera sido más oportuno y más justo. Y si nuestro progreso fue el que de ese triple cotejo se desprende, de nuevo surge ante nosotros la interrogación precedente: ¿Por qué la monarquía de Alfonso XIII cayó el 14 de abril de 1931?

Más de uno responderá: «Porque Alfonso XIII, con muy noble gesto, quiso evitar el derramamiento de sangre y desistió de recurrir a la fuerza armada para defender los derechos históricos de la Corona.» No seré yo quien regatee el mérito moral de esa decisión postrera de don Alfonso; ni yo ni los muchos para quienes, como para el Maragall de la Oda a Espanya, «dins de le venes, vida és la sang, / vida pels d'ara i pels que vindran; / vessada és morta». Cuando veía que se acercaban hacia su tumba definitiva los restos de Alfonso XIII, en la nobleza de tal decisión tenían su primer plano mis recuerdos. Pero una resistencia a todo trance, protagonizada por quienes entonces seguían fieles a la monarquía de Alfonso XIII, ¿hubiese impedido la marea ascendente de la opinión republicana, y, en definitiva, la caída de esa monarquía no mucho después de la primavera de 1931? Con otras palabras: ¿Por qué, no obstante el progreso de la vida española a que acabo de referirme. fue creciendo y creciendo, hasta hacerse incontenible, la ilusionada convicción de que sólo con la República podrían ser satisfactoriamente resueltos los graves problemas que desde la guerra de la Independencia venían afligiendo a nuestro pueblo? Este es el verdadero nudo de la cuestión, si uno quiere entender, para que de veras sea fecundo el recuerdo, lo que la monarquía de Alfonso XIII históricamente fue.

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Una primera aproximación a la respuesta ha sido muchas veces formulada, desde que el desastre por antonomasia -el de 1.898- agudizó la conciencia crítica y la exigencia nacional de los españoles. Dice así: «Porque, durante el reinado de Alfonso XIII, la España oficial no supo incorporar la España vital -España real, dirán otros- al cuerpo político de la monarquía.» Copiaré las palabras con que Ortega, haciendo suyo un sentimiento común a muchos, denunció esa amarga y ya añeja realidad en su discurso Vieja y nueva política: «Hoy en nuestra nación contemplamos dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas: una España oficial, que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia.» Y a continuación, como es sabido, el joven reformador -treinta años tenía cuando pronunció esas palabras- expone su visión de la España que él, bajo la aparente fortaleza institucional de aquella sociedad- ya veía derrumbarse.

Sesenta y seis años más tarde, tras haberse derrumbado la España oficial de entonces, cuando tanta agua ha corrido bajo nuestros puentes y tanta sangre ha empapado nuestro suelo, cuando una nueva monarquía y una nueva democracia se han iniciado, ¿cómo se nos presenta la estructura de la España vital que la monarquía de Alfonso XIII no supo hacer suya?

II. Quien de veras aspire a comprender la historia de nuestro siglo XX, necesariamente habrá de hacerse esta interrogación: habiendo sido tan notable el progreso de España entre 1900 y 1931, ¿por que cayó la monarquía de Alfonso XIII? O bien: ¿por qué hasta hoy mismo han subsistido con prestigio intranacional las monarquías inglesa, belga, holandesa y las escandinavas? Y quien desde los sucesos históricos sepa moverse hacia la entraña de la historia tendrá que responder más o menos así: porque la monarquía de Alfonso XIII la España entonces oficial, no supo atraer hacia sí las fuerzas político-sociales más actuales y más prometedoras de la España vital, y porque las restantes monarquías europeas de 1900 a 1931 -no cuento las que en 1918 y en 1945 sufrieron una decisiva derrota bélica- sí supieron hacerlo, mutalis mutandis, en sus respectivos países. Se trata, pues, de saber cuáles fueron esas fuerzas político-sociales en la España vital entre 1900 y 1931.

A mi modo de ver, tres epígrafes deben integrar la respuesta: el mundo del trabajo, el mundo de la inteligencia y los primeros brotes del regionalismo.

No sería lícito desconocer que, sobre todo por obra de Dato, algo hizo la monarquía de Alfonso XIH para acercarse en términos de siglo XX al mundo del trabajo; pero miradas dentro de su contexto histórico y desde el punto de vista en que yo me he situado, el tocante a la perduración de aquella monarquía, ¿podían servir de mucho unas leyes sociales tímidamente justicieras, si el Partido Socialista no entraba en el juego político de los grupos que entonces servían de apoyo al régimen monárquico? Se me dirá, y con razón, que el Partido Socialista de Pablo Iglesias era originaria y obstinadamente republicano, y que la famosa huelga general de 1917 fue más revolucionaria que laboral. A lo cual yo respondo con varias interrogaciones: 1.ª En sus orígenes, ¿hasta qué punto fueron o no fueron republicanos los movimientos obreros de Europa? 2.ª La incorporación de Largo Caballero al Consejo de Estado, en plena dictadura de Primo de Rivera, ¿no es cierto que abría caminos hacia un diálogo integrador entre la monarquía y el movimiento obrero? 3.ª ¿Qué hubiera pasado -soñemos, alma, soñemos- si en el Gobierno Berenguer hubiesen figurado un socialísta, un intelectual y un catalanista distinto del ya gastado Ventosa? 4.ª Aunque el Partido Socialista de Pablo Iglesias fuese originaria y obstinadamente republicano, ¿podía una monarquía del siglo XX desconocer que sin la incorporación del mundo del trabajo tenía que quedar sin suficiente suelo popular la institución misma? Y esta elemental reflexión, ¿no exigía de los grupos integrantes de esa monarquía una conducta política y social muy distinta de la que de hecho adoptaron hasta las elecciones de abril de 1931? Yo no sé y nadie sabe «lo que hubiese sucedido si ... »; pero pienso que a la trama de la historia pertenecen también, contra lo que suele afirmarse, los futuribles, y así lo ponen de

(Pasa a página 12.)

Pedro Laín Entralgo ensayista e historiador de la medicina, catedrático recientemente jubilado de la Universidad Complutense de Madrid, es miembro de la Real Academia de la Lengua.

Por qué cayó Alfonso XII

(Viene de página 11.)manifiesto las situaciones históricas ulteriores al presente en que la historia se vive. Nuestra actual situación, por ejemplo, respecto de las correspondientes al reinado de Alfonso XIII.

Vengamos al mundo de la inteligencia. Quienes en,1902 organizaron la presentación del nuevo monarca al pueblo español, no olvidaron incluir en ella una «fiesta de la ciencia», para que el joven rey se reuniera en la Biblioteca Nacional con todos los miembros de las reales academias y todos los catedráticos -no muchos, entonces- de la Universidad de Madrid. No se escapaba a esos organizadores la necesidad de contar con el mundo de la inteligencia para asentar socialmente la monarquía. No sé si el recuerdo de aquella «fiesta de la ciencia» operaría en el alma de don Alfonso, cuando quiso celebrar sus bodas de plata con el trono cediendo a la Universidad de Madrid los terrenos de la que hoy es Ciudad Universitaria e impulsando, a través de su amigo el odontólogo Florestán, Aguilar, los primeros pasos de ella; pero no es preciso un conocimiento minucioso de nuestra historia reciente para saber que ese tan laudable gesto era por igual tardío e insuficiente. Nuevas preguntas surgen. En la vida personal y en la vida política de Alfonso XIII, ¿hubo entre 1902 y 1927 algo que acreditara de manera firme y fehaciente la convicción de que sin la ciencia y el pensamiento no es posible, ya desde el siglo XVIII, la constitución de un Estado verdaderamente sólido? ¿Por qué, algunos bien poco a poco, fueron haciéndose republicanos declarados o filorrepublicanos Giner de los Ríos, Cajal, Unamuno, Menéndez Pidal, Bolívar, Cossío, Antonio- Machado, Azorín, Valle-Inclán, Baroja, Ortega, Marañón, Américo Castro, Madariaga, Pérez de Ayala, Pí y Súñer e tutti quanti? Los esporádicos y en ocasiones pintorescos contactos del monarca con los «intelectuales» -que las comillas expresen sin palabras el espíritu de aquel tiempo-, ¿no tuvieron acaso alguna parte en que así fuera? El hecho es que el mundo de la inteligencia, fracción importante de la España vital entre 1900 y 1931, nunca llegó a integrarse en la monarquía de Alfonso XIII, y al fin tuvo un papel esencial en el rápido proceso de su derrumbamiento. Que nos lo digan a cuantos en el curso 1930-1931 asistiamos -yo, como alumno del doctorado- a las cátedras de la Universidad de Madrid.

III. Cayó la monarquía de Alfonso XIII, en fin, porque en sus centros de decisión no se supo o no se quiso entender lo que desde la Renaixenca catalana venía siendo y significando la creciente aspiración regionalista de Cataluña, Vasconia y Galicia.

Es cierto que la creación de la Mancomunitat y la participación de Cambó en la política nacional abrieron el camino hacia una nueva configuración de la unidad española, excesivamente centralista hasta entonces. Es, asimismo, cierto que grandísima parte de la población no catalana de España, comprendida su fracción más ilustrada y liberal, no veía con buenos ojos el auge de un catalanismo cuya primera exigencia era la valoración y el cultivo de la lengua catalana. No sólo a la monarquía de la Regencia, y por extensión a la de Alfonso XIII; a toda España de este lado del Ebro se dirigían los conocidos versos de Maragall en el arranque de la oda que más arriba cité: Escolta, Espanya, la veu dun fill / que el parla en llengua no castellana ... y no a la monarquía de Alfonso XIII, sino a la entera sociedad española es posible inculpar la zafia e hiriente personalización de Cataluña -aquella vigorosa y en, tantos sentidos ejemplar Cataluña de Prat de la Riba- en el tipo sainetesco del «viajante caItalán». Sí, es preciso reconocer todo esto. Pero la aparente recuperación de «las esencias españolas y monárquicas» por la dictadura de Primo de Rivera cortó. brusca y definitivamente el camino iniciado por la Mancomunitat y por Cambó, con la inevitable consecuencia de que la masa del catalanismo se hiciera republicana: recuérdese lo que significó el banquete de los intelectuales catalanes a los madrileños en marzo de 1930, o el casi total abandono popular en que Cambó y Ventosa cayeron durante los últimos años de la monarquía. De bien poco sirvió el indudable esplendor de la Exposición Internacional de 1929 para mantener al pueblo catalán dentro del área de colaboración con el poder central que la Lliga había establecido. Con motivo de esa Exposición estuve por vez primera en Barcelona, y tan vivo como el recuerdo de las fuentes luminosas de Montjuich es en mí el del difuso antimonarquismo que en la ciudad pude descubrir. Qué significativos, respecto de él, los dicterios de un apacible cura catalán, cicerone del grupo en que yo iba, ante el retrato de Alfonso XIII, que presidía uno de los salones de la Diputación.

Hablo guiado por mis recuerdos personales, y debo confesar que mi conocimiento de la historia de los regionalismos gallego y vasco es más bien escaso. Sólo después de la guerra civil conocí la realidad de Galicia. Mucho más temprano fue mi descubrimiento del País Vasco, cuyo creciente prestigio se. me hizo patente en mi adolescencia, viendo cómo en su linde pamplonesa ostentaban nombre vascuence los clubes de fútbol -Osasuna, Lagun-Artea, Denak-Bat- y las confiterías y rincones a la moda -Dena-Ona, Toki-Alai-, y admirando en el frontón Euskal-Jai las proezas pelotísticas del delantero Irigoyen y el zaguero Azcoitia. Debo confesar, sin embargo, que la impresión suscitada en mí por aquella Vizcaya y aquella Guipúzcoa en modo alguno per mitía sospechar, no ya el terrorismo de, la ETA y los alardes antiespañoles de Herri Batasuna, pero ni siquiera el rápido auge del pacífico y republicano nacionalismo que en buena parte de Vasconia se produjo a partir del bienio 1928-1930. Aquel Bilbao donde el vasquismo dominante era el de los cuentos de Aranaz Castellanos y el del ciclismo de la Vuelta al País Vasco, pese a los gritos callejeros de los que pregonaban Aberri; aquel Durango en que todos eran tan amables conmigo y nadie me consideraba maketo... ¿Adolescencia y miopía de mis ojos? No lo creo. ¿Acaso el Unamuno que miraba a España desde Hendaya, acaso el Ortega que veraneaba en Zumaya y acaso el Zubiri que estaba iniciando en Madrid su magisterio universitario hubiesen vaticinado la actual realidad de Herri Batasuna y la ETA?

Bien. El caso fue que cuando, tras la dictadura de Primo de Rivera, comenzó a expresarse el verdadero sentir del catalanismo, el galleguismo y el vasquismo, los tres rompieron con la monarquía de Alfonso XIII y tajantemente se inclinaron hacia la República.

Vuelvo a mí interrogación inicial: ¿Por qué cayó la monarquía de Alfonso XIII? Y después de haber dado las razones en que lafundo, reiteromi respuesta: porque esa monarquía no supo traer a su campo el mundo del trabajo, el mundo de la inteligencia y los primeros brotes del autonomismoregionalista. Alguna otra nota podría añadirse. Por ejemplo, la idea de la encarnación social del catolicismo que expresaron la consagración oficial de España al Corazón de Jesús y, pocos años más tarde, la impertinente alocución de Alfonso XIII ante Pío XI: aquella en que habló de «una cruzada contra los enemigos de nuestra santa religión». Qué diferentes de las del Rey de España, las palabras con que le respondió el Pontífice: «Hay otros españoles, también hijos nuestros, que se niegan a acercarse al corazón divino. Decidles que no les excluimos,por eso de nuestras oraciones y bendiciones, sino que, por el contrario, y por esto mismo, hacia ellos van nuestro pensamiento y nuestro amor.» Todo esto hizo caer a la monarquía de Alfonso XIII. ¿Cuál puede ser la lección de esa caída para quienes vivimos bajo la de Juan Carlos l? Otro día intentaré decirlo.

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