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Periodistas o titulados

Hace ya algunos meses, Peter Galliner, director ejecutivo del Instituto Internacional de Prensa (IPI), se sorprendía y preocupaba por el proyecto de estatuto de la profesión periodística que la Federación de Asociaciones de la Prensa española intenta colar a los periodistas y, en consecuencia, a la libertad de expresión y a la sociedad misma.La razón fundamental de su sorpresa radicaba en la intención de exigir, para el ejercicio de la profesión, eso que se ha dado en llamar -y no muy acertadamente, por cierto, licenciatura en Ciencias (?) de la Información, contradiciendo así el espíritu de la Constitución española, que contempla, por fin, el derecho de los ciudadanos a ser informados y, lo más importante en este caso, a informar. Imponer, pues, cualquier tipo de restricción a este derecho que nuestra ley fundamental «reconoce y protege» constituye no sólo un increíble desacato a la legislación vigente, sino, además, un grave atentado a la soberanía popular que tanto esfuerzo y tanta represión y muerte costó conseguir al sufrido pueblo español.

No nos engañemos, y menos aún los mismos periodistas. Nuestra profesión, la de todos aquellos que se enfrentan cada día con la tarea de «construir» un periódico, no es una ciencia ni puede serlo. Es, sencillamente un oficio, digno y de gran responsabilidad, que aprendemos poco a poco en la redacción después de equivocarnos en infinidad de ocasiones. Pero ello no exime al profesional, aunque posea ese titulito universitario, de velar por una profunda y amplia formación humanística que proceda de algún tipo de estudios universitarios, verdaderamente universitarios, o de su constante y reflexivo deseo de saber y superarse a sí mismo.

Exigir en estos momentos que el futuro periodista tenga que pasar por la inefable facultad de Periodismo y perder en ella cinco preciosos años de su mejor juventud no es, sin embargo, una aspiración planteada, solo y exclusivamente, para elevar la categoría de nuestra profesión. Antes al contrario, representa un nuevo intento de algunos por controlar quién informa y quién no en los medios de comunicación.

Las actuales asociaciones de la prensa, invento perpetrado por el anterior régimen siguiendo los pasos de la Italia de Mussolini, constituyen hoy un estímulo de poder para quienes paulatinamente pierden influencia y peso específico en la opinión pública. No resulta extraño, por tanto, encontrarse con que los principales promotores del proyecto de estatuto de la profesión periodística sean esas mismas asociaciones de la prensa, presididas por Luis María Ansón, y la incalificable Asociación de Licenciados en Ciencias de la Información, que dirige el profesor de la facultad de Periodismo de Madrid, José Antonio Campoy.

Ninguno de los principales artífices o partidarios de la titulación parecen plantearse seriamente la experiencia histórica de los países del mundo libre, donde realmente existe libertad de expresión. Si hoy conocemos esa verdadera prensa combativa e independiente que tanta falta nos hace a los españoles en nuestra interminable transición a la democracia, es precisamente en los países en los que no se exige a priori ninguna condición especial para ejercer la profesión. Países como Estados Unidos (donde se derroca a un presidente por informaciones publicadas en la prensa), Inglaterra (donde la prensa hace público el espionaje de un asesor de la reina), Japón (donde existen periódicos con varios millones de ejemplares de tirada y venta), Alemania Federal (que sustenta a los periódicos con una suscripción inimaginable en nuestro país), Italia, Bélgica y los países nórdicos, comprendieron a tiempo la importancia del libre acceso a la profesión, como condición indispensable para la existencia real de la libertad de expresión.

Igualmente preocupante resulta hoy la propuesta de creación de un colegio profesional de periodistas, al igual que los de abogados, arquitectos, etcétera. El periodismo tampoco es una profesión liberal. Nadie puede pensar hoy, ni siquiera la Asociación de la Prensa o la de Licenciados, que un periodista abra un bufete particular, donde acudan clientes interesados en que se les informe de las cotizaciones en Bolsa o de la situación en Oriente Próximo. Imponer esta colegiación significa simplemente ostentar el poder perdido, y más aún cuando no cabe la menor duda sobre quiénes serían los dirigentes del colegio.

El grave problema con que nos enfrentamos en esta polémica es, sin lugar a dudas, la postura que las facultades de periodismo toman en el debate. Basta recorrer sus aulas para comprender inmediatamente que los jóvenes deseosos de ejercer el periodismo se encuentran con que desde 1970 les vienen tomando el pelo, que la facultad no es necesaria y que la guerra del título no es la suya. Si los alumnos de ciencias de la información defienden actualmente la exigencia del título para él ejercicio profesional no es por razones de interés colectivo ni por engrandecer la prensa, sino tan solo porque pretenden, lógicamente, reivindicar los años perdidos en la facultad. Pero el periodista ha de estar por encima de esos intereses particulares. La altísima misión que nos corresponde desempeñar, y por la que los señores Ansón y Campoy, principalmente, intentan hacemos «universitarios» a toda costa, ha de estar precisamente por encima de esa conveniencia personal.

La batalla ha comenzado. De una parte, los entusiastas de la facultad, los que padecen de titulitis, o inflamación del ansia por poseer títulos del tipo que sean; de otra, las uniones de periodistas, literalmente empeñadas en todo lo contrario, aunque con la esperanza de llegar a ser ellas precisamente las capacitadas para considerar a alguien periodista y, en medio, los sufridos profesionales, que se plantean tan solo cómo hacer que en este país se lea más, que la jurisdicción militar no nos procese cada vez que no le guste nuestro trabajo y que, en definitiva, la prensa y el periodista libres e independientes sean una realidad.

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