_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La lucidez y la esperanza

Hablemos, si les parece, del animal humano. Hablemos del origen de la cultura, del contrato social, del riesgo del momento que vivimos. Hablemos sin ánimo totalizador y un poco a beneficio de inventario: cada cual dice lo que puede (más que lo que quiere). Cada cual arranca de unos cuantos (y no siempre coherentes) paradigmas. Pues bien, mi punto de vista es que, a estas alturas, todo lo que no sea partir del hombre como un resultado (provisional y abierto) de la evolución, es pura teología. El hombre es, ante todo, un animal, y, tal como señala Edgar Morin, una antropología integral no puede disociar al hombre del animal ni a la naturaleza de la cultura.Posiblemente, las cosas ocurrieron del siguiente modo. Durante millones de años, los homínidos, con un tamaño cerebral inferior al de Sapiens pero con capacidad para edificar refugios, trabajar la piedra y practicar la caza, fueron sometidos a los avatares de la selección natural e interacción con el medio ecológico. En aquellos remotos tiempos no existía todavía el «individuo»; lo esencial era el grupo. Y, muy particularmente, el grupo cazador. La selección natural no podía privilegiar un comportamiento, digamos heterodoxo/individualista, porque el grupo entero (y con él la especie) hubiera perecido. Así las cosas, hasta que, hace cosa de 500.000 años, una de las ramas de los homínidos alcanzó el tamaño cerebral que ya es el nuestro: unos 1.500 centímetros cúbicos. Nadie ha podido explicar satisfactoriamente el origen de tan formidable mutación. Posiblemente fuera el resultado de una multitud de factores interaccionantes. De todos modos, la caza, el lenguaje y una cierta cultura precedieron al cerebro grande. Es más: incluso con el cerebro grande, todavía durante cientos de miles de años, nuestros antepasados se comportaron igual que sus predecesores de cerebro reducido. Siguieron cazando en bandas de veinticinco o treinta individuos y siguieron manteniendo un «contrato social» muy rígido, con apenas margen para la conciencia individual. De pronto, y no hace de ello más de 40.000 años, el contrato social se modificó drásticamente. Nació propiamente el «individuo». Algunos autores (entre ellos el recientemente fallecido Robert Ardrey) han sugerido la hipótesis de que este gran cambio vino con la posibilidad de matar a distancia (invento del arco y la flecha): a partir de aquel momento ya no fue indispensable la caza en grupo; ya no fue indispensable privilegiar el orden sobre el desorden. La caza en grupo dejó de ser una obligación y la selección natural pudo comenzar a privilegiar a los individuos «innovadores» tanto como a los «conformistas». Nacería entonces la individualidad y con ella la genuina hominización. Posiblemente, también apareció entonces (y no antes) la institución de la familia. En fin, es el momento en que el hombre cobra una conciencia nueva de sí mismo. El contrato social se hace menos rígido. Ahora bien, la situación (de cara a la supervivencia de la especie) se hace más conflictiva. Los intereses del individuo no coinciden con los intereses de la especie. Sapiens también es demens. Los hombres, si sólo atienden a sus impulsos individualistas, pueden aniquilarse los unos a los otros, y de ahí el nacimiento de las grandes prohibiciones culturales, encaminadas, si no a la defensa de la especie, al menos a la defensa del grupo. Es la hora del totem y el tabú, la prohibición de matar a un miembro del propio grupo totémico y la prohibición de practicar el incesto. Aparecen las religiones, es decir, las primeras matrices culturales con una función social autorreguladora. Tal vez se produjera el mecanismo sacrificial del chivo expiatorio, como lo ha sugerido brillantemente René Girard. La nueva conciencia acarrea una nueva angustia. Aparece el culto a los muertos, las sepulturas, los mitos y los ritos. La etología tiene que completarse ahora con la antropología cultural. Comienza la dialéctica entre individuo y sociedad, entre lo innato y lo adquirido.

Resumiendo: lo que llamamos hombre es el resultado de una selección natural que, a partir de cierto momento, puede ya favorecer los comportamientos «individualistas», exploratorios, no del todo socializados. Ahora bien, el período de adaptación «cultural» es enormemente reducido si lo comparamos con el período de adaptación « natural ». La teoría de los tres cerebros del famoso neurofisiólogo Paul Mac Lean ilustra muy significativamente este desfase. El desarrollo del cerebro humano se habría producido en tres etapas. Primero vendría el cerebro «reptiliano», el más antiguo, y en el cual Mac Lean localiza las funciones instintivas del establecimiento del territorio, la búsqueda de refugio, la caza, la copulación, la reproducción, la formación de jerarquías sociales. El punto débil de este cerebro viejo sería su, escasa capacidad para afrontar situaciones nuevas, y de ahí que la evolución trajera consigo un «añadido» (sin destruir lo ya existente). Este añadido sería el lóbulo cortical alrededor del cerebro viejo. Se le encuentra en todos los mamíferos, y tal vez tenga cien millones de años de antigüedad. Por fin, y en fecha prácticamente contemporánea (a escala de la evolución), habría aparecido el neocortex. Ya se ve, pues, que si las conexiones entre el primer y el segundo cerebro dispusieron de cien millones de años para establecerse, tantearse y acomodarse, las conexiones entre el tercer cerebro (el propiamente humano) y los anteriores apenas han dispuesto de medio millón de años para su recíproca adaptación. Desde una perspectiva evolucionista, el Homo sapiens está, pues, en una fase experimental muy temprana. Los desajustes son grandes. El nuevo cerebro habla un «lenguaje» que el viejo cerebro no comprende. Las inmensas aportaciones en neuronas del neocortex han hecho posibles la memoria, el lenguaje simbólico, el pensamiento conceptual, la autoconciencia; pero el cerebro viejo no capta este lenguaje, y, tal como ha señalado Koestler, este es uno de los mayores handicaps y peligros para la especie humana -habida cuenta el enorme poder tecnológico que el nuevo cerebro ha hecho posible-. El cerebro viejo entiende de emociones y humores; el cerebro nuevo entiende de símbolos abstractos. La domesticación es problemática. Y las instituciones culturales parecen muy frágiles para contener la violencia humana. La fisura interna de Sapiens está mal compensada. De ahí su ambivalencia, su riesgo; pero también su enorme capacidad (social) evolutiva.

La etología y la historia natural del hombre nos enseñan, en consecuencia, que esa historia natural es indisociable, a partir de la genuina hominización, de la historia cultural. Resulta un poco estéril dejarse llevar por la famosa polémica entre los culturalistas y los etólogos. O entre los innatistas y los ambientalistas. Como diría Piaget, no hay frontera estable entre lo innato y lo adquirido. Permanentemente interaccionan los factores genéticos, ecológicos, práxicos, cerebrales, sociales y culturales. La misma hominización puede ser entendida como una morfogénesis completa y multidimensional, resultante de todas estas interferencias genéticas, cerebrales, ecológicas, sociales y culturales. Sea como fuere, con Sapiens comienza la era de la cultura, y con la cultura el mito, el rito, las grandes prohibiciones, las instituciones. A partir de este momento, todo va a ser más complejo, más ambivalente. A medida que se vayan sofisticando las instituciones culturales habrá que tener más en cuenta las raíces animales y la voz del cerebro viejo. Durante millones de años, nuestros antepasados han encontrado en la violencia y en la caza su satisfacción cotidiana. No debemos olvidar esto. Algunas ramas de los homínidos desaparecieron. Una se conservó: la nuestra. Esta rama sobrevivió a la sequía y a la humedad, a los grandes hielos y a los grandes calores, a los depredadores y a las catástrofes. ¿Cómo consiguió tamaña proeza?. Lo más probable es que el secreto residiera en una peculiar capacidad social de conducta en común. He aquí la gran lección.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Y en esas estamos: desacompasados y frágiles, a punto para iniciar un verdadero evolucionismo autodirigido, pero a punto también para el suicidio colectivo. «Esa enfermedad llamada hombre» (Norman Brown) es un fenómeno ambivalente y tenso. A mí me agradaría pensar que los grandes líderes políticos del mundo conocen un poco toda esa historia, que son conscientes de nuestra fragilidad y de nuestra genealogía. Me agradaría pensar que las grandes decisiones se toman fríamente, en beneficio de la especie humana (y no de tal o cual grupo). El objetivo de estas líneas no es otro que el de una aséptica llamada a la lucidez y a la esperanza. Somos animales enfermos. Pero con una peculiaridad: somos animales enfermos que sabemos que somos animales enfermos. Y por ahí -cavilo- enlazan la lucidez y la esperanza.

Salvador Pániker es ingeniero, filósofo, ensayista y escritor. Entre sus obras figuran Conversaciones en Cataluña y Conversaciones en Madrid.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_