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Tribuna
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¿Renacimiento?

Hay que ver cómo monta la nata de las supercherías! Ya tenemos un renacimiento espiritual. Coge cuerpo en la fantasía del público con una alegoría absolutamente impresentable: ahíto de materia, el mundo estaría empezando a dar muestras de hambre de espíritu. No importa que la palabra materia sirva lo mismo para un roto que para un descosido; que indistintamente se aplique a dar razón de las delirantes compulsiones mercantiles inducidas en las poblaciones occidentales como de la entusiasta o resignada adhesión a la ideología estatal por parte de los ascéticos y sacrificados súbditos del comunismo. No importa; la alegoría funciona. Y funciona tan bien que no puede menos de hacer sospechar si el hambre de espíritu no se reduce a hambre de una nueva alegoría, de un nuevo embeleco, de una nueva carroña mental (los comodines de la mente tienen siempre condición de cadáver, pues solamente cumplen su función si no oponen ninguna resistencia).Una vez sugerida la figura, el firmamento se cubre de señales, y la salutación al espíritu que adviene se extiende pronto desde Sánchez Dragó hasta Ismael Medina. La buena voluntad no acepta ya fronteras de prudencia: Jomeini y Wojtyla -para Sánchez Dragó- o Wojtyla solo -para Ismael Medina- son señalados como dos adalides de tal renacimiento. Ismael Medina caracteriza la aparición de Wojtyla como «una atractiva respuesta religiosa en Occidente a la crisis de una cultura materialista en fase de acabamiento» y como representantes de tal cultura materialista parece entender «los diversos internacionalismos racionalistas, desde el liberal-capitalista al comunista». (El Alcázar, 7-1-1980.)

La contraposición, no obstante, no está nada clara y me resulta incluso confutada en un punto concreto por una de las actuaciones estelares de Wojtyla. En efecto, aprovechando un auditorio para el que el trabajo no se opone al ocio, sino al paro, el Santo Padre deroga la maldición divina, anunciándoles a los obreros mexicanos que el trabajo ya no es una maldición, sino una bendición. Poco hay, ciertamente, de conocimiento utilizable en tener al trabajo por una u otra cosa; apenas si es una palabra, un signo, una actitud. Pero una actitud desde la cual el cristianismo podía sustentar y levantar una reserva moral decisiva precisamente frente a capitalismo y comunismo. ¿Qué mejor regalo podían esperar el uno y el otro, sino que el Papa santificase el trabajo por sí mismo, hurtándolo al alcance de toda discusión, de toda investigación de fin y de sentido; que viniese a decirles a los trabajadores que se afanasen por qué comer y con qué vestirse, que en adelante serían el reino de Dios y su justicia lo que se les daría por añadidura?

El que sostiene la noción cristiana del trabajo como una maldición no debe dejarse amedrentar por quienes quieren convencerlo de utopismo naif; nada hay más dudoso ni más necesitado de revisión en este mundo que el sentido del trabajo tal como hoy lo ofrece, en Oriente y Occidente, el Arbeitgeber, el dador de trabajo. Nada hay más sospechoso que su exaltación. Cuando el marxismo inventó la fiesta del trabajo, no podía pretender justificarla por nada parecido a una oda al vapor, pues el vapor aparece como una energía específica, novedosamente hallada, y que en razón de tales circunstancias explica un sentimiento admirativo. Pero el trabajo no es ningún invento nuevo que surja de pronto para subvenir a la necesidad humana, sino el correlato genérico de la necesidad misma. Exaltar el trabajo porque libera al hombre de la necesidad, no tiene más sentido que exaltar el rascado porque libera al hombre del picor. Otra cosa, obviamente, pretendía el marxismo con su apología: la de independizar la pura categoría abstracta del trabajo de cualquier fin o sentido, cegarla, inducir en los hombres una obediencia o impulso laborioso que funcione por sí mismo, sin ser solicitado y motivado desde un fin sugerir la idea de que el trabajo al ser bueno por sí mismo, produce por sí mismo fines indiscutiblemente deseables. Tan solo el trabajo concebido como maldición, como servidumbre impuesta por la necesidad, incita a seguir sacando la cabeza por encima de la necesidad de trabajar y a preguntarse y volverse a preguntar a cada paso por esta necesidad misma. Si en el mundo del despilfarro, de la carrera de armamentos, de formas de riqueza cada vez más aterradoramente redundantes e incapaces de auténtico socorro a la necesidad, se ensalza el trabajo en sí como una bendición, se despoja a los hombres de uno de los últimos y más capitales instrumentos de reserva y de defensa contra ese mundo mismo, se les impone una claudicación sin condiciones. Si esto anuncia un renacimiento espiritual contra el presente estado de las cosas de los hombres y no una vuelta de tuerca más en el mismo sentido que las aherroja y exaspera, ello ha de ser tan sólo para quien goce del milagroso don de conocer los inescrutables caminos del Señor, pero no ciertamente para quien juzgue por las apariencias.

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