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La Diputación gasta 400.000 pesetas anuales en cada anciano o niño acogido en sus centros

La política económica de la Diputación o, mejor, su inexistencia ha llevado a la Corporación provincial a una situación muy grave, cuyo encauzamiento requerirá cambiar radicalmente la estructura asistencia y los planes de cooperación con los pueblos, opina el presidente de la Comisión de Hacienda, el socialista José Borrell.

Gráficamente el señor Borrell comparó a la Diputación con una señora rica que no sabe muy bien qué hacer con su dinero, y, se dedica a repartirlo según se lo pidan, un poco a tontas y a locas. Actualmente, el presupuesto ordinario sumado a los especiales (los referidos a ciudades de ancianos, hospital provincial, ciudad escolar, cooperación y, servicios recaudatorios) asciende a unos 20.000 millones de pesetas. De ellos, casi 6.000 millones se destinan a la asistencia de los ancianos. enfermos mentales y escolares, para los que se han construido edificios enormes, pretenciosos, cuyo coste de mantenimiento es altísimo.Cada niño acogido en la ciudad escolar de la Diputación supone un gasto anual de 450.000 pesetas, y cada anciano, otro de 400.000, lo que puede considerarse como disparatado y no resistiría el menor análisis comparativo con los resultados obtenidos por una empresa privada.

Esta situación constituye un claro desprestigio de la gestión de los fondos públicos. La política de construcción de grandes centros comenzó en unos momentos en que la mano de obra y, los costes de mantenimiento eran relativamente poco costosos, pero ambos capítulos han experimentado un alza importante en los últimos años, Y su evolución ascendente continúa, por lo que la carga que supone sostener esta estructura arcaica de asistencia será cada día más fuerte.

«En este sentido», analizó el presidente de la Comisión de Hacienda, «el reto de la izquierda consiste precisamente en lograr la contención del crecimiento del coste para generar así un excedente inversor que pueda destinarse a otras actividades, como es la realización de obras de infraestructura u otras. Es decir habrá que cambiar el esquema de una política asistencial marginal a otra de colaboración con los pueblos y de creación de nuevos servicios.

Las dificultades son enormes, y José Borrell no las tiene todas consigo a la hora de asegurar resultados satisfactorios. Curiosamente, uno de los obstáculos que es previsible tendrá que superar son las reivindicaciones económicas de los trabajadores, además de la existencia real de los edificios, que tampoco se pueden abandonar sin más. En este sentido, los trabajadores tendrán que admitir una política austera en cuanto a la revisión de sus salarios: "Tendrán que elegir entre sus intereses directos como trabajadores y sus intereses como ciudadanos que no son contrarios en absoluto. Si queremos atender a más ancianos, o más niños, o abarcar otras actividades que también van en su beneficio, aunque sea de forma más indirecta, no hay más remedio que restringir los costes actuales.»

El problema de la inadecuada política asistencial es el más claro con el que debe enfrentarse la actual Diputación, pero eso no significa que sea el único. Aunque duela reconocerlo, en la Diputación hay mucho personal y muy poco cualificado. Como dato revelador hay que mencionar que hasta ahora no trabaja en ella ningún economista, lo que explica que la contabilidad, la confección de programas o la adopción de líneas de actuación económica nunca se hayan abordado en seno. El saneamiento de la Diputación pasa por una reconversión de la estructura interna de sus departamentos, lo que, unido a la falta de medios materiales -aún no existe un servicio de informática- e incluso la falta de espacio en sus oficinas, configura un cuadro de problemas interrelacionados de muy compleja solución.

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