La dignidad del origen de la vida: evolución o creación
«La dignidad del hombre consistía en su inocencia y en dominar sobre las criaturas, pero hoy en separarse de ellas y en dominarse» (Pascal). Digno es el que merece algo que le ennoblece, que le exalta, sea por su origen, por su linaje, por su comportamiento o por sus obras, y la suma dignidad consiste en juntar lo uno con lo otro, el linaje y, las obras. Como indigno es el que desmerece y decae de la dignidad por renegar de su linaje o hacer las cosas mal, ser un malhechor.El origen es la raíz y causa de una cosa. El hombre tiene que hacer honor al origen, al linaje o estirpe de donde proceda. Al no hacerlo así se degrada, desciende de la nobleza el e su condición de hombre, sea noble o plebeyo, porque el honor no es patrimonio nobiliario, es «patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios». El alma es un principio de vida y de inteligencia. El hombre tiene un cuerpo y unos sentidos que, aunque propios y específicos, forman parte de su naturaleza zoológica. Pero el alma es una luz, una luz nueva que es iluminante como la luz física, pero que penetra y descubre el interior del hombre y de las cosas. Es esa la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, pero únicamente al hombre y no a ninguna otra especie zoológica, que también tienen animación, pero no alma.
Es el alma lo que ennoblece y dignifica al hombre, no la materia de que está hecho, y aunque toda la creación es una y sus partes están fundidas en el mismo troquel genésico, no se confunden ni se unifican de suerte que todo sea uno y lo mismo, borrada toda autonomía e identidad. La tierra y el agua fue lo más originario y el primer escalón de un caos informe -tierra y agua amasadas- anterior a la creación de la luz y a la separación de la luz y las tinieblas. Pero fue de ese polvo o arcilla, de ese barro del que se hicieron, se formaron y, cocieron todas las cosas y los seres, incluido el hombre mismo. Así, de este último, dice el segundo relato de la creación: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser vivo. »
El hombre fue así la primera estatua de que se tiene noticia. Pero su dignidad no puede arrancar de la primera materia de que fue hecha: tierra y agua, barro, que es la misma materia de que el hombre ha fabricado la alfarería para usos nobles o bajos, desde todos los tiempos. Su dignidad nace de que Dios dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza... Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y hembra los creó... Y los bendijo diciéndoles: Creced Y multiplicaos. llenad la Tierra y sometedla... » El creced y multiplicaos se lo dice Dios a la zoología de todos los seres vivos creados, pero no así ni de la semejanza con Dios, ni de la bendición, ni del dominio sobre todo lo creado -orgánico o inorgánico-. Estos tres dones: por la tierra de los seres vivientes, según su especie y, finalmente, el nacimiento del hombre a imagen Y semejanza «nuestra», donde el pronombre personal «nuestro» es el Dios trinitario de los cristianos. Y el hombre, culmen de la creación. se hace para que por su fecundidad y multiplicación -los cría macho y hembra- llenen la Tierra y la sometan y dominen sobre todas las criaturas vivientes que le han precedido.
Así que fueron concluidos el cielo y la tierra con todo su aparato y el día séptimo, cesó Dios toda la tarea creadora que había hecho, bendiciendo ese día.
De este primer relato -sacerdotal- del Génesis, así como del segundo -yahvista-, que se refiere más al drama de la soledad del hombre, de la creación de la mujer y la «caída» de la pareja humana, se deducen dos cosas: la primera es que la creación no se ha hecho instantánea, súbitamente, sino por etapas sucesivas, en unos «tiempos» -el tiempo es también una criatura- llamados «días». La segunda es que concluido el cielo y la tierra y sus muchedumbres, no solamente no se termina, sino que es cuando empieza el gran drama de la vida. La creación es como la arquitectura del gran teatro del mundo, en cuyo escenario todo va a estar en cambio y en movimiento, porque, como dice San Pablo: «La escena de este mundo pasa». Pasa el escenario, pero no el edificio mismo que Dios cimentó, encajando su basamento, asentando su piedra angular y señalando sus dimensiones, porque el espacio también es una criatura. Todo esto ha quedado fijo y lo seguirá estando hasta el Final de los tiempos. Pero las cosas fijas. permaneciendo en su ser y dentro de ese recinto o escenario ilimitado, están en movimiento constante, cambiando de forma y de estructura salva rerum sustantia, y los seres vivos crecen y se multiplican. Crecen no sólo en tamaño y estatura, sino integralmente, desarrollando toda su potencialidad, y se multiplican engendrando, lo que es el movimiento más profundo de la creación, por lo que tiene también de creativo. A toda esta operación tan profundamente dinámica es a lo que llaman los evolucionistas el «fijismo» del Génesis.
De la evolución hay muchas versiones, algunas confusamente compatibles con el creacionismo. pero aguado equívoco. En lo esencial, se entiende éste como un desarrollo de las cosas y de los seres, en virtud del cual pasan de un estado a otro distinto por su propia naturaleza, es decir, sin intervención de fuerza o causa extraña o sobrenatural. La naturaleza es causa sui, no mérito de Dios. Así del átomo. tomando imagen de Dios, bendición y, señoría son los que dan al hombre su ser y su razón de ser. El hombre así concebido y constituido es el ser que tiene originariamente una dignidad y, un linaje que no ya le separa, sino que le encumbra sobre todas las especies zoológicas creadas. Su diferencia con los homínicos, los más próximos, con una proximidad puramente morfológica, no es de grado, sino de naturaleza o esencia. El hombre definido corno animal racional, por virtud de su alma. que no se opone al cuerpo, del que tiene imprescindible, existencial necesidad, pero sin identificarse con él, de un alma no recibida de la tierra de la que fue formado, sino directamente de Dios, queda sustraído originariamente primero al reino animal y elevado después, a través del misterioso y cruento proceso de la redención, a una relación directa y filial con Dios, una filiación verdadera, aunque adoptiva, no genésica.
La dignidad del hombre, de todo hombre, nace de esta filiación. Solamente en ella puede encontrar la fuente de la justicia de la libertad y sobre todo, del amor, puesto que el acto de la creación no es ni puede ser concebido mas que como un acto genésico, un puro acto de amor.
Pero la «ciencia», sobre todo desde los siglos XVII y XVIII, ha venido desacreditando ese acto genésico de la «creación» como pura magia, frente a la «racionalidad» del evolucionismo. Incluso el creyente culto se avergüenza de poder ser acusado de «creacionista». Negar la creación es la forma moderna de negar un Dios creador, es decir, la forma radical del ateísmo. El argumento negativo más inmediato es el de la inadmisibilidad del «fijismo» del Génesis frente a la evidente, in cuestionable «fluidez» de todo el cosmos y de cada una de sus partes. Pero en el Génesis no hay «fijismo» alguno que contradiga el movimiento cósmico, el fluir ininterrumpido perceptible por los sentidos humanos. Las cosas fijas del Génesis han quedado «fijas» para la eternidad, son inconmovibles: la aparición de la luz y su separación de las tinieblas, la separación de las aguas del cielo y las de la tierra: la acumulación de estas últimas en una sola masa para que apareciera el suelo seco, es decir, la tierra como opuesta a los mares; el que de la tierra así descubierta naciera el verdor de la hierba con sus semillas y de los árboles frutales con las suyas: la brillante luz del sol, de día, y la pálida luz de la luna, en la noche; los bichos vivientes que buyen en las aguas y las aves que revolotean sobre la tierra contra el firmamento celeste, y la fecundida de y multiplicación de los unos y los otros: la producción como punto de partida una cosa en sí tan compleja, se pasaría a la molécula, de ésta al protoplasma, del protoplasma a la célula y, de ésta, que es ya un ser vivo, a la serie de los seres vivos vegetales Y animales, incluyendo entre estos últimos al animal hombre.
En esta concatenación «naturalista», para pasar de un estado a otro distinto, como la naturaleza no hace saltos, se precisa disponer de unos eslabones «intermedios», aquellos que, sin dejar de pertenecer al nivel inferior, se aúpen, por así decirlo, al nivel superior, concretamente entre lo físico y lo biológico, algo así como moléculas semicelulares, un eslabón «andrógino» molecular-celular, Y como lo físico ni nace, ni se nutre, ni crece, ni se reproduce, ni muere, que es precisamente lo que caracteriza a todo ser vivo. esas semimoléculas-semicélulas, en tanto que eslabones intermedios, tendrían que participar de todo ello, sin llegar a ser nada de ello. Por ser esto así. buscan ansiosamente los paleontólogos, en el último orado de esa concatenación, entre los homínidos, el llamado «eslabón perdido», el primate casi hombre, aunque no todavía hombre del todo. No es que el hombre llegue a crecer dentro de su propia potencialidad, como se dice en el mandato del Génesis -creced y multiplicaos- sino que el hombre salga del mono, en un cierto momento de la hominización de éste.
Excluido el Sumo Hacedor, los dos artífices o hacedores de esta extraña metamorfosis serán la selección natural Y el tiempo, éste mediante una graduación lentísima de su tempo. Pero la selección natural como motor de la evolución es un puro contrasentido. Las energías naturales, físicas o químicas, no pueden seleccionar, destruyendo o cambiando las estructuras materiales, ni eliminar discriminadamente los seres vivos, quedando sobrevivientes los mejores. Solamente se puede decir que quedan aquellos mejor dotados para el fenómeno natural correspondiente: el hielo, el agua, el hambre, el fuego, etcétera. Eso es todo. Para «seleccionar» es necesaria una inteligencia selectiva, que sólo se puede dar plenamente en Dios o relativamente en el hombre, en cuanto dotado de una psique intelectiva, pero nunca en una fuerza ciega. La selección natural no puede ser como un arca de Noé para cualquier forma de catastrofismo de la naturaleza, más que en tanto se admita la existencia de un Noé capaz de construir un arca y, seleccionar los «arcanos», es decir, la semilla de la humanidad que tenía que ser salvada. El arca de Noé no escogió los mejores para el diluvio, sino los mejores como semilla de una nueva humanidad. Y en cuanto al tiempo, tampoco puede ser un Deux ex machinae de la evolución. El hombre no puede salir del mono (primate-homínido) si no está previamente dentro de él. Nada puede salir de nada si no está dentro, sea una salida instantánea o tarde años luz. El tiempo de cualquier forma de gestación puede ser muy variado, lo que es inexcusable es el principio de la gestación.
Son, en efecto, las moléculas inorgánicas el primer «material» del que se constituye el hombre, que está formado del polvo del suelo, de suelo acuoso (Adán quiere decir, etimológicamente, suelo, adamah). La diferencia entre la evolución y la creación no está, pues, en este origen primerísimo del hombre, sino en lo que el creacionismo entiende que al primer acto de ese proceso se le ha imprimido amorosamente, de lo alto, un objetivo y una finalidad que le dan su razón de ser y su sentido mientras que el evolucionista piensa que la naturaleza, ciegamente o por el azar y la casualidad, que viene a ser lo mismo, ha llegado desde el polvo, es decir, desde la materia, hasta el hombre. El hombre de la creación y el de la evolución nacen del polvo, lo que pasa es que el primero es «polvo enamorado», y el segundo, un polvo inerte.
Cuando se llegue, como se está llegando a los elementos más primarios de la vida, a los genes, no se habrá descubierto el origen de ésta, es decir, de la vida, sino su fuente o su manifestación, de la misma manera que cuando se descubre la fuente o fuentes de un río, el Nilo o el Amazonas, por ejemplo, no se descubre el agua, sino el punto o lugar de donde ésta mana, porque el agua es anterior al río, lo mismo que la luz es anterior a las luminarias, y la energía, al átomo. Y de la misma manera que el agua que mana en el nacimiento de un río y la que desemboca al morir en el mar, podrá cambiar de ser un agua pura a un agua impurificada con arrastres minerales y orgánicos, pero por largo que sea su recorrido, lo que es indudable es que es agua al nacer y es agua al morir, para que ese agua se convierta en vino hace falta la intervención de un Agente extrínseco al agua. Son el agua y la luz y la energía las que engendran el río, las luminarias y el átomo, y no al contrario. La vida sólo puede nacer de la Palabra y la vida es la luz de todo hombre que viene a este mundo, y los que la reciben les hace capaces de ser hijos de Dios, porque no nacen del linaje humano, ni por impulso de la carne, ni por deseo de varón, sino que nacen de Dios.
Finalmente, como argumento extremo contra el evolucionismo puro, es lo mejor dejar la palabra a la ciencia infusa -que no es cosa quimérica, sino real- de la poesía: «Alma a quien todo un Dios prisión ha sido / venas que humor a tanto juego han dado / médulas que han gloriosamente ardido / su cuerpo dejarán, no su cuidado, / serán ceniza, mas tendrán sentidos / polvo serán, más polvo enamorado.»
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