El acuerdo con la Santa Sede y el divorcio
La publicación en el Boletín Oficial del Estado del pasado día 15 de diciembre del instrumento de ratificación del acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre asuntos jurídicos, firmado el día 3 de enero del presente año, obliga a reflexiones fundamentales en cuanto afecta a la institución matrimonial en nuestro país.Debemos tener en cuenta que el número 2 del artículo VI de dicho acuerdo establece que las nulidades de matrimonio declaradas por la jurisdicción eclesiástica, que hasta la entrada en vigor del acuerdo tenían plena eficacia en el orden civil, en lo sucesivo sólo tendrán tal eficacia «si se declaran ajustadas al derecho del Estado en resolución dictada por el tribunal civil competente». Este precepto implica en realidad que como el derecho del Estado -el Código Civil en este caso- sólo contiene unos supuestos muy extraordinarios y limitados en los que puede declararse la nulidad de matrimonio, y a los cuales en nada se ajustan la mayoría de los fundamentos de las declaraciones canónicas de nulidad (exclusión de la sacramentalidad, de la prole, de la unidad e indisolubilidad, etcétera), la inmensa mayor parte de los matrimonios anulados por la Iglesia seguirán siendo válidos en el orden del Estado, al carecer la sentencia eclesiástica de ejecutoriedad civil.
Esto quiere decir que si hasta ahora las soluciones a las crisis conyugales en España eran más problemáticas, ineficaces y difíciles que en el resto del mundo, a partir de este momento, y mientras no exista el divorcio, lo van a ser mucho más, al desaparecer el cauce de la nulidad canónica, que ha venido paliando algo la situación.
Al conocer estas implicaciones del nuevo acuerdo con la Santa Sede, muchas personas han acudido a los tribunales eclesiásticos con urgencia para resolver sus problemas matrimoniales, puesto que la disposición transitoria 2 señala que las resoluciones de las causas que estén pendientes ante tales tribunales a la entrada en vigor del acuerdo seguirán teniendo plena eficacia en el orden civil, a tenor del artículo XXIV del Concordato. Y lo han hecho conscientes de que el acuerdo no había sido publicado en el Boletín Oficial y, por tanto, tenían todavía la oportunidad de resolver su problema con las antiguas normas y eficacia.
Pero la sorpresa ha sido mayúscula cuando, al leer el Boletín, los afectados se encuentran el día 15 de diciembre que «el presente acuerdo entró en vigor el día 4 de diciembre de 1979», según reza su texto.
Sin embargo, la Constitución española, norma legal de superior rango, dice claramente en su artículo 9-3 que garantiza el principio de jerarquía normativa, la publicidad de las normas y la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras, no favorables o restrictivas de derechos individuales. Y es más: en el número 1 del artículo 96, la propia Constitución establece que «los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenanúento interno», pero, desde luego, no antes de su publicación. Y coincide su texto con el número 5 del artículo1º del Código Civil.
En su consecuencia, la aplicación del número 2 del artículo 1 del propio Código Civil, que dispone que «carecerán de validez las disposiciones que contradigan otra de rango superior», ha de convertir en inválida la relativa a la entrada en vigor del acuerdo, que sólo puede tener lugar a partir del 15 de diciembre, devolviendo la tranquilidad a muchos afectados, aunque se mantenga la general inquietud por tal modo de legislar.
Dentro de este orden de cosas, no podemos dejar de hacernos otra reflexión igualmente importante.
Prácticamente, como ya hemos dicho, la casi totalidad de las nulidades canónicas no tendrán, a partir de ahora, efectos civiles. Sin embargo, para el católico su vínculo matrimonial declarado nulo por un tribunal eclesiástico, lo reconozca o no el Estado, será inexistente. Pero al no haber divorcio civil -a cuya implantación vigorosamente se opone tal católico, siguiendo a la Conferencia Episcopal y a la Santa Sede, por otra parte firmante del nuevo acuerdo- nunca podrá ver su situación en el marco del Estado acomodada a la obtenida en el seno de la Iglesia.
Si eclesiásticamente puede volverse a casar, civilmente cometería bigamia, castigada penalmente; si en el orden civil (artículo 59 del Código Civil) está obligado a vivir con su cónyuge, a socorrerle y a guardarle fidelidad, esta convivencia es improcedente y fácilmente pecaminosa en el orden religioso, por tratarse de dos extraños; por una parte viene obligado a una vida sexual y por otra es sancionado por ella.
¿Cuál es la única solución lógica a esta situación que han creado la Santa Sede y el Gobierno, con la ratificación entusiasta de los diputados y senadores antidivorcistas, al firmar el nuevo acuerdo? La implantación del divorcio.
Se oponen a éste, fundamentalmente, argumentos religiosos, que llevan a Blas Pinar a proponer fórmulas, como hemos leído en la prensa diaria, tan rocambolescas como institucionalizar el concubinato, con tal de no aceptar el divorcio.
Pues bien, si no se admite el divorcio precisamente por razones de índole religiosa, se crearán unas situaciones conyugales absurdas, contrarias a la lógica y determinantes de una inseguridad jurídica lamentable.
Aunque los españoles tengamos con frecuencia situaciones singulares -como ocurre con los matrimonios celebrados entre nuestros compatriotas y ciudadanos de los demás países en los que existe divorcio, en cuyo caso estos últimos obtienen la disolución del vínculo, mientras los españoles quedamos casados con quienes quizá han vuelto a unirse legalmente con otro-, no debemos incrementar ahora esta singularidad.
Es preciso buscar el modo de que, quienes siendo católicos, defienden la indisolubilidad del matrimonio y ven, sin embargo, disuelto su vínculo al declararse la nulidad del mismo en el orden canónico, que es el que debe ser irreversible, no queden casados en el ordenamiento civil, víéndose así presos de su intransigencia.
Para que los católicos tengan una regulación eficaz de sus crisis conyugales y desaparezca la contradicción apuntada, la única solución, la sola fórmula lógica y legal, es la implantación del divorcio.
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