Azaña en su centenario
Desde hace dos siglos, los centenarios han desempeñado un papel ritual importante en la historia de la cultura occidental: reservar en la vida colectiva horas de recogimiento retrospectivo (para honrar la memoria de un hombre o de un acontecimiento) ha sido una de las modalidades más significativas de la conciencia histórica moderna. Aunque, a veces, tales celebraciones se han reducido a erigir estatuas vacías, por así decir. Un castizo español del siglo XIX formuló humorísticamente la vaciedad de dichas ceremonias al proponer que se levantara una estatua al padre Feijóo y que a sus pies se entregaran a las llamas todos sus escritos.En esta hora de España, el mejor modo de marcar el centenario de Azaña es el del recogimiento colectivo y la lectura sosegada de sus libros: las estatuas pueden esperar. Me atrevería, incluso, a sostener que la fidelidad azañista reclama, precisamente en esta efemérides, una celebración serena que contribuya modestamente a la paz de España.
Porque Azaña está ya en el más allá de la Historia y no cabe utilizar su noble figura para fines partidistas: ella pertenece a todos los españoles que sientan (como Azaña) la integridad colectiva de su destino histórico. Sin olvidar, por supuesto, que opera todavía, en numerosos españoles, la prolongada indoctrinación adversa a Azaña de los largos años caudillistas. Esperemos que muchos de ellos, en este año centenario, se acerquen también, con ánimo abierto, a los escritos de Azaña: comprobarían inmediatamente cuán honda fue en él la conciencia histórica española, el sentirse entrañadamente unido al pasado y futuro de su país.
Quizá por eso no haya en la historia española del medio siglo 1880-1940 un hombre tan plenamente representativo del drama político de su generación como Manuel Azaña. Otras figuras españolas coetáneas suyas presentan rasgos más acabados, trayectorias biográficas más rectilíneas. Pero, por ello mismo, sus biografías transparentan mucho menos que la de Manuel Azaña el singular drama histórico de cuatro décadas españolas, las transcurridas entre las dos fechas tan simbólicamente conclusivas de 1898 y 1939.
Drama, además, de excepcional significación transnacional. Porque en Azaña y en su generación (la de 1914) se observa con nitidez histórica un complejo conflicto europeo, el que corresponde al deslumbrante crepúsculo de la Europa liberal individualista. Esto es, las cuatro décadas 1898-1939 son, a la vez, una culminación y un final en la historia de gran parte del mundo, pero, muy visiblemente, en la de Europa y América. Concluyó entonces el predominio de la cultura liberal individualista («la civilización del yo», que diría Unamuno) y se inició nuestra propia época, la civilización colectivista o de «los más» (como diría Ferrater Mora). La época 1898-1939 vio, así, todavía políticos de marcado corte intelectual (Wilson, Blum, Rathenau) que, en grados y formas variables, juzgaban indispensable «el concurso de la inteligencia pura en las contiendas civiles» (Azaña).
Aunque debe advertirse que Azaña no se refería exclusivamente a los intelectuales al hablar de «inteligencia pura». En una anotación de su diario (Cuaderno de la pobleta), en 1937, escribía: «Siempre me ha parecido que la conducta de España debía depender de la inteligencia, que no quiere decir de los intelectuales.» Expresaba así un concepto de la política que difería obviamente del mantenido por algunos profesores universitarios de su generación. Mas Azaña quería, sobre todo, marcar su repulsa de todo lo que en la política española habían representado, desde 1900, los nuevos caciques urbanos.
En suma, Azaña, como el presidente Wilson, como Blum, veía en la política una altísima actividad humana que requería «universalidad de miras y de medios» para poder realizarla con la grandeza exigida por la responsabilidad humana que comportaba.
La guerra española de 1936-1939 (primera fase del conflicto universal de 1939-1945) cortó para siempre la acción política de la generación española de 1914, marcando también el ocaso definitivo de la Europa de la cultura liberal individualista. No es, pues, de extrañar que Manuel Azaña viviera los terribles años del conflicto bélico español con el sentimiento doloroso de quien es testigo del final de su mundo histórico.
«Que una biografía personal mire a dos horizontes, que el declinar apesarado de un hombre, de una generación y la clausura de un movimiento histórico coincidan, no puede menos de ser raro.» No podía sospechar Azaña, al referirse así en 1930 a Cervantes, que estaba escribiendo su propio epitafio. Pero el lector español de hoy repase los ensayos y discursos de Manuel Azaña encontrará muchas páginas que sustentarán su fe en la posibilidad española actual de realizar la más preciada aspiración de aquel noble espíritu: «Un pueblo en marcha se me presenta de este modo: una herencia histórica corregida por la razón. »
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