En la muerte de Pepe Gay
Ha llegado uno a esa altura de la vida en que de nuestro lado va desapareciendo todo, empezando -pese a lo que se dice con razón del aumento de la longevidad- por las personas. El alma se nos hace puro callo. Y, sin embargo, pocos mazazos ha recibido mi sensibilidad tan fuertes como la noticia que leí no hace muchos días al abrir los periódicos, de la muerte de José Gay Prieto, a quien todos llamábamos Pepe Gay. Si es tópico verdadero que con la muerte de los amigos nos morimos también un poco, con la muerte de Pepe Gay yo he muerto mucho. Sentí desde el primer momento las ganas de decirlo en público, pero me frené. Sólo la adición a ese deseo de una incitación que no quiero desoír me cpone la pluma en la mano. Lo hago con el handicap de que Pepe Gay era un médico y no escribió más que de medicina. Y yo de medicina no sé una palabra. Sólo conozco de ella lo que le ha pasado a mi pobre cuerpo, que por fortuna hasta ahora no ha sido demasiado.Cada vez parece tomar más fuerza la idea del influjo que la herencia tiene en la longevidad del ser humano. Resulta cosa evidente. Creo que lo es asimismo su influjo en las dotes intelectuales, sobre todo si hay desigual reparto de éstas entre los progenitores. Conocí a los dos de Pepe Gay. El padre, filipino muy cargado, que murió pronto, era casi un puro oriental. La madre, que vivió mucho y que era una perfecta señora, muy fina, arreglada e inteligente, tenía origen mallorquín. Su hermano, por tanto tío materno de Pepe Gay, era don Antonio Prieto Vives, a quien dio la casualidad que sucedí en el sillón de la Academia de la Historia. Le traté bastante en la muerta tertulia del Instituto de Valencia de Don Juan. Ingeniero, gran matemático, numismático especializado en la moneda árabe, historiador, tenía una inteligencia escéptica, buida y sutil, clara, capaz de hacerlo todo breve y more geométrico.
Era un hombre físicamente frágil, que manejaba las monedas con unos dedos afilados como lápices de cálculo, y que se escapó por el fino túnel de sangre que en él abrió una bala perdida en el Madrid aciago de la guerra civil. Tenía, pues, Pepe Gay una sangre muy cruzada.
Nuestra amistad empezó en el año 1932, en la Universidad de Granada, que celebraba ese otoño su IV centenario. A tal festividad acudió, por mi intervención directa, don José Ortega, quien dijo al conocer al matrimonio Gay: «Darán mucho que hablar», y don José, autor de La expresión, fenómeno cósmico, era un zahori casi infalible, como lo era también mi otro maestro don Julián Ribera.
Aunque entre la existencia de Gay y la mía haya señaladas disparidades, nuestras trayectorias públicas harían pensar en unas vidas paralelas. Nacimos el mismo año, él unos meses antes. Hicimos el servicio militar (de cuota) en el mismo cuerpo. Luego yo le saqué en algo una mínima ventaja cronológica. Los dos fuimos catedráticos en la Granada de la República, dentro de un ambiente de confraternidad y unión que ahora parece la edad paleolítica. Los dos vinimos a la Universidad de Madrid y seguimos tratándonos mucho. Ambos salimos en la madurez al extranjero: él como alto funcionario de la Organización Mundial de la Salud; yo como embajador. Ambos volvimos a España casi al mismo tiempo, y ya dejamos de vernos con tanta frecuencia, aunque nuestra amistad seguía intacta. Estoy además seguro de que los dos andábamos conformes en el progresivo aislamiento y en el intensificado amargor de boca intelectual.
Pepe Gay era un hombre de ciencia y un profesor de excepción. Fue maestro y no pedagogo (en el sentido que don Julián Ribera daba a estas dos palabras) desde muy joven. Pisó siempre firme y lo sabía. Cuando un buen tanto por ciento de los catedráticos españoles sabían apenas decir oui, él manejaba a la perfección todas las principales lenguas de Europa. Muchos de nosotros, con él, tendíamos a ser europeos normales en el sentido orteguiano, no -como ahora es frecuente- en el de turística pretensión o mera sofisticación, y él lo logró por completo. Era una autoridad internacional bien reconocida. No emitía la luz que va creciendo poco a poco, sino que, desde el primer momento, su faro de seguridad destellaba a intervalos fijos con clarísimo centelleo. He conocido quizá gente de mi quinta con obra más granada o más plural, pero creo que, con sólo alguno más (siempre computables con los dedos de una mano), Pepe Gay era eso que se suele llamar un superdotado. Este término no lo sabría explicar exactamente, pero todo el mundo puede darse cuenta de lo que quiero decir.
Tenía Gay pese a ser no muy alto y relativamente gordito, un físico agradable. Tiraba ligeramente a pálido y se le notaba poco la barba. Recuerdo, en la mesa, sus manos siempre olorosas a la mejor colonia, mil veces lavadas al. día, y con las uñas a cercén después de tocar tanta miseria. Pero su tez se tornasolaba a veces de quietud oriental, un poco a lo bonzo o a lo Buda de Gandara. En él convivían la astucia y el ardor del isleño mediterráneo, la imposibilidad del chino y la finura de entendimiento de los dos. Capaz de arrebatos y abandonos, su voluntad de recobro era increíble; a la vez cordial y duro, ingenuo y veteado de un escepticismo un poco cínico, siempre intuitivo y lúcido; encantador apenas quería serio. Su salvación en la trágica Granada de la guerra civil, teniendo en cuenta sus atecedentes políticos, fue una verdadera filigrana de toreo vital. Jugando al póquer, su imperturbabilidad lo hacía invencible; a mí, en algunas sobremesas caseras juveniles, me desplumaba siempre. Como médico rayaba en la taumaturgia, y su gama de remedios iba desde el último descubrimiento a la receta casera. De un enfermo sé en el que falló la refinada terapéutica y al que dejó nuevo con un mejunje campesino de dientes de ajo machacados en leche.
No extrañará al lector, si por raro acaso sabe un poco quién soy, que yo no haya leído los trabajos y manuales de dermatología de Gay. Seguro estoy de que son perfectos; pero, como todo lo científico, acabarán por envejecer, ya que la ciencia, a veces por no poder estarse quieta, cambia sin tregua. De otras cosas no sé que escribiese. Sus obras maestras eran sus curas, que -mucho más en su especialidad- eran silenciadas, aunque en esa profesión siempre se desvanecen en el tiempo y con el tiempo, dejando sólo una fama difusa, como los pases de muleta de un torero antiguo o el juego de piernas de un bailarín retirado, y aun en estos dos últimos casos suele haber fotografías. Subsistirá tal fama difusa, que para quienes frecuentamos al que la creó será siempre luminosa. Sepan quienes no lo trataron que Pepe Gay era una persona extraordinaria. Tenía una ciencia impecable, una voluntad de hierro, un corazón de oro, y -por encima de todo- una soberana inteligencia.
es catedrático de a Universidad Complutense y embajador de España.
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