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El Estado de corte europeo del general Espartero, a revisión

Baldomero Espartero, el general del pueblo, el único español procedente del proletariado al que se le llegó a ofrecer la Corona, fue el hombre a quien tocó desmantelar diversas instituciones del antiguo régimen y abrió paso a quienes trataron de crear en España un Estado moderno. La obra política del general está en baja, cuando lo que ahora está en revisión no es lo viejo y lo rancio, sino lo moderno.

El 9 de diciembre de 1824 el subprefecto de Bayona, de Francia, extiende salvoconductos a una serie de extranjeros que acaban de cruzar la frontera, procedentes de España. Son ocho y entre ellos figura el brigadier del Ejército español Baldomero Espartero, de treinta años de edad, domiciliado en el Perú y en camino hacia el puerto de Burdeos; es portador de pliegos del Gobierno de Su Majestad que va a entregar en Lima al virrey. El general lleva pasaporte expedido en Madrid el 25 de noviembre y viaja con dos servidores; uno de ellos es una criada de couleur. Como era usual en la administración policiaca, alguno de los ocho extranjeros son objeto de atención especial al, anotárseles al margen faire extrait, pero el general se le dispensa de ese trámite. Espartero no llegaría a embarcarse en Burdeos, en ruta hacia América. El mismo día que el subprefecto de Bayona ha estado certificando su entrada en Francia está teniendo lugar la batalla de Ayacucho, la que puso fin a la presencia española en el continente. La noticia de la batalla tardó, como es natural, varias semanas en llegar a Europa, pero el caso es que el emisario algo esperaría o barruntaría, puesto que no embarcó en el velero francés hacia El Callao. El 4 de enero del año 1825, el prefecto bordelés envió un oficio a su ministro del Interior dándole cuenta de que .había acogido a Espartero «con los miramientos debidos a su' graduación y a la lealtad de su conducta. Ha aceptado una cena que le he ofrecido en la prefectura y he visado su pasaporte para dirigirse a su destino» (1). No hay más acerca de don Baldomero, sino breves alusiones a otros pasos posteriores en 1826 y 1827 por Bayona, camino de Pau o de París.

Dirigirse a su destino. La banal frase administrativa encerraba una fácil verdad, pero de dimensión imprevisible. Quien había hecho la guerra americana hasta 1823 concluía aquellas campañas ese 9 de diciembre, en que viviera en Bayona las horas de Ayacucho. Pero Espartero, el humildísimo hijo del pueblo, tendría otras muchas por delante, así como un inmenso porvenir político que nadie podía por entonces sospechar. Hasta su muerte, en 1879, fue -mientras Prim no le sustituyera- el símbolo de la España liberal que emergía de las ranciedades del pasado y el que hiciera posibles los resultados políticos y administrativos que pedían los tiempos.

La magnitud de su figura entre la década de los años treinta y la del sesenta queda expresada por este hecho asombroso: a Baldomero Espartero, hijo de un humilde carretero de un pueblo de la Mancha, le fue ofrecida la Corona de España, y es la. única vez en quinientos años que dicha Corona ha sido ofrecida a un español surgido del proletariado, a un español de origen.

A pesar de lo excepcional de su figura no tenemos en este siglo una biografía moderna y extensa que nos le muestre, si bien una breve y de urgencia en la que Espartero es titulado como «el general del pueblo». (Podemos sacar la conclusión de que aquí interesan pocas cosas.)

A Espartero le correspondió, por su acción política y militar, desmantelar no pocas instituciones del antiguo régimen, abriendo paso a otras nuevas, y haciendo posible el trabajo de quienes -a partir de la muerte de Fernando VII- se esforzaron en crear en España un Estado moderno a la altura de la nueva época. Después de las empresas grandes que, quiérase o no, nos han caracterizado y nos caracterizan ante terceros, tocaba a nuestra sociedad en el siglo XIX levantar -sobre las mismas o similares bases que otros grandes o pequeños países europeos del siglo- un Estado y una Administración que establecieran igualdades de derechos para los ciudadanos, aunque ello arrinconara diversidades, jubilara privilegios pintorescos o no pintorescos y, en definitiva, archivara pergaminos y usos.

Los defectos y los excesos que pudieran haber sido cometidos no deben ser negados y algunos existen hoy a la vista, pero en su conjunto la obra era razonable y era lo que avasalladoramente pedían los tiempos. Cierto que aquello era la revolución burguesa y que la historia no puede quedar detenida ni en este ni en ningún otro episodio. La igualdad -ilusión o embeleco, que esto aún no se sabe- pareció muy pronto a algunos algo inalcanzado dentro del orden burgués. Pero este es otro cuento, y un achaque no solo imputable a nuestro país, sino más bien a todos. Precisamente, los países propulsores de movimientos igualatorios y socializadores son los que tienen estructuras más rígidas y diferenciadoras, en el pasado y aun en el presente.

La obra política a la que tanto contribuyera la fortuna militar de Espartero parece que está en baja y es impopular en estos momentos. Su nombre aparece asociado al supuesto desaguisado de Vergara y a sus consecuencias. Aceptemos -aunque con reparos, como se dice en el lenguaje pío- la crítica hacia algunos aspectos de aquel convenio, pero aceptémoslo en su conjunto, puesto que concluía, mediante un compromiso, una guerra civil estúpida que asoló a unas provincias, que acentuó nuestra ruina después de la catástrofe económica de la guerra contra el francés y el desorden del trienio, guerra civil de la década fernandina (algo bueno tenía que tener la obtusa dictadura del pésimo Fernando VII) y que retrasó en dos décadas nuestra recuperación económica hacia una Europa de la que estábamos ya despegados y a la que nunca alcanzaríamos ya desde la revolución industrial.

La Historia es una noria, y en ella unas veces un cangilón está arriba y otras abajo. Ahora, Espartero, el de la obra liberalizadora, el vencedor del absolutismo, está abajo, y la polución informativa que cubre a Madrid -tan densa y oscura como esa boina o manta atmosférica que se ve sobre él en la distancia- me parece que está ocultando que lo que está ahora en revisión en España no es lo viejo y lo rancio, sino lo moderno. Está en revisión lo que hizo la España liberal después de la muerte de Fernando VII, lo que España -desde un soporte geográfico, y económico tan modesto como es nuestra Península en comparación con las ricas Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia- fue capaz de construir: una nacionalidad que siempre ha tenido que ser tenida en cuenta y que siempre ha dado juego.

Para quien conozca nuestro país, su geografía y su pasado, y el presente, es un ejercicio apasionante considerar qué criterio o criterios podrían aplicarse para desmontar la obra de la España liberal. ¿Criterio histórico, lingüístico, económico, sociológico, mitológico? Cualquiera de ellos plantea docenas de subpreguntas. ¿A qué siglo hemos de remontarnos para restablecer lo antiguo? ¿La España de 1931, o la de 1876, o la de la década de 1840? ¿O la que sustituyera la de los Hasburgo en los primeros años del XVIII? No hay razón objetiva para no plantearse la de los Reyes Católicos, o la anterior a ellos o, incluso, la división en Tarraconense, Bética y Lusitania. Adoptando criterios económicos es considerable la rama de especulaciones que permite imaginar si han de procurarse autonomías dentro de las cuales exista un equilibrio entre la demografía, las materias primas, las fuentes de energía, el nivel de vida a que se está acostumbrado, etcétera. En el terreno lingüístíco, las soluciones serían más claras y visibles; en cambio, en el mitológico sería el cuento de nunca acabar.

En la realidad histórica de España, con sus cinco siglos de funcionamiento, existe ciertamente un tema fundamental de estructura: el de Cataluña, que era una nación medieval, con su territorio, su lengua, su cultura y sus estilos diferenciadores, y que, unida en pie de igualdad con Castilla bajo el genio de unos reyes con cuatro ojos, se ha considerado en varios momentos cómo absorbida por un hegemonismo castellano y se «ha llamado a engaño». El poco conocimiento, la ignorancia que en el resto de la Península existe sobre este hecho básico de nuestra vida común, es francamente lamentable. En la crisis actual,. Cataluña está dando la lección abrumadora de su buen sentido, y Barcelona prueba una vez más su categoría de co-capital de España por la mesura con que conduce su fet difierencial, pese a los alegados agravios.

En la especie de desmantelamiento general de una realidad histórica que lleva durando cinco siglos, con raíces en otros cincuenta, realidad histórica de carácter político y administrativo con siglo y medio de existencia, no pensamos si 1808 no fue sino una triste necesidad y un ejemplo de lo bien que se nos trajina desde fuera en cuanto, cada Junta tira por su lado. Y como si 1822 -digo 1822- y 1873 no fueran ejemplos incuestionables de los resultados a que conduce toda desintegración. Esta sirve a los poderes coherentes de alrededor, buenos conocedores de que manejarán mejor al débil que al fuerte, al pequeño que al grande, y por ello hemos de atisbar si la obra política y administrativa de la España liberal produce, en su crisis, la complacencia de quienes han alentado desde antiguo este proceso, pero no promueven, por cierto, otros similares en su propio domicilio. Ya que no se dice, digamos aquí, ahora, que lo que está en definitiva amenazado es la España de Larra, la de Galdós, la de Unamuno, la de Valle-Inclán, la de Baroja, Machado, Ortega y tantos otros. Aquélla. que supone una realidad interdependiente con estos nombres, realidad que no necesita ser demostrada. Algunos saben que para cualquier realidad política digna de un hombre, el cimiento cultural es imprescindible.

Así que, ¿adiós a Espartero? Parece como si celebráramos el primer. centenario de su muerte, ocurrida en su refugio de La Rioja (2), sometiendo a una revisión sin precedente su pretensión igualitaria y racional de hacer posible un Estado europeo para el siglo XX y los siguientes. Si la máquina del Estado no ha funcionado siempre bien con sus cuatro ruedas, tengamos cuidado no vaya a funcionar peor multiplicándolas docena y media de veces, porque quizá tales rodamientos estén hechos con distintos materiales, diferentes llantas e incluso radios, sin descontar que tantas ruedas y ejes van a suponer un gasto de lubricante que a lo peor rebasa el del propio carburante. Y siga la noria dando vueltas al peso eterno del agua histórica.

Mientras se renacionaliza el país, mientras se le renace y se establece el buen sentido que necesitamos tener en las próximas décadas, quedémonos con el recuerdo de la figura de Baldomero Espartero, manchego algo menos que quijotil en su servicio a la libertad, algo menos que sanchopancesco, ya que no aceptó la ínsula que se le ofrecía. El debelador del absolutismo lleva unos años en baja, y, en 1939, sin duda por liberalote, quitaron su nombre a una calle importante de Madrid, aunque quedó su monumento en las inmediaciones. El cual monumento tiene un caballo impertinente que habría que jubilar también, pero no al caballero, al general del pueblo que fue al encuentro de su pueblo todo.

(1) Archivos Nacionales de Francia. Affaires d'Espagne. F. 7-12049, expediente 1579e.

(2) Refugiado en la intimidad de su hogar con su esposa, Jacinta Santa Cruz. La imbricación de la realidad galdosiana con la verdad histórica es de tal profundidad que en la novela-eje de Galdós, la que simboliza a la patria, la familia central suele usar el patronímico de Baldomero, y el último de ella se acoge a la tibieza de una esposa que también se llama, ¡oh, casualidad!, Jacinta Santa Cruz.

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