Gran Bretaña, en busca de un modelo de sociedad para el año 2000
Gran Bretaña inicia la década de los ochenta con el convencimiento de que en ella decidirá qué tipo de Gobierno y qué estilo de sociedad van a prevalecer en el país hasta el año 2000. La afirmación puede parecer exagerada a primera vista, sobre todo si se considera la historia política reciente británica, donde siempre han triunfado las posiciones de compromiso y equidistantes de los extremos. Pero si se profundiza en el análisis, no es dificil llegar a la conclusión de que el tradicional esquema en el que se movía este país desde la terminación de la segunda guerra mundial ha cambiado sustancialmente como consecuencia de una combinación de circunstancias, entre las que hay que destacar el continuo declinar del Reino Unido, el desmoronamiento de las posiciones moderadas del laborismo y la llegada al poder de Margaret Thatcher.
El 3 de mayo de 1979 será recordado en el futuro como una fecha importante en la historia política británica. Ese día, el electorado británico no sólo eligió como primer ministro a la primera jefa de Gobierno del mundo occidental, sino que, quizá sin darse muy bien cuenta de lo que hacía, puso al frente de sus destinos a uno de los «animales políticos» más tenaces, perseverantes, determinados y firmes que ha producido Inglaterra en lo que va de siglo.
El mesianismo de la Thatcher
Margaret Hilda Thatcher, de soltera Roberts, hija de un tendero, licenciada en química y derecho fiscal, de 53 años, empuñó las riendas del Gobierno con un objetivo mesiánico en su mente: cambiar el signo de la sociedad británica, según ella «hundida por veinte años de gobiernos laboristas», y volver a convertir al Reino Unido en un país rico y próspero.
La gigantesca tarea va a dominar la mayor parte del panorama político en la próxima década. En primer lugar, hay que conseguir que los ingleses vuelvan a trabajar, objetivo este digno de un Hércules. Porque, acostumbrados a un Estado proteccionista e intervencionista, la población británica, en su base, se dejaba mecer por el concepto del «estado de bienestar», mientras que en su cúspide perdía a sus mejores ejecutivos que emigraban al extranjero para escapar a los impuestos de los sucesivos gobiernos laboristas y también conservadores, que no se atrevían a romper con la espiral estatalista.
El Gobierno Thatcher no se anduvo por las ramas, y el 12 de junio produjo su primer presupuesto. considerado por los especialistas como el más « revolucionario » de los presentados al Parlamento en las últimas décadas.
El presupuesto era claramente monetarista en la clásica línea del profesor Milton Friedman y la Escuela de Chicago. El Estado debe limitarse a encauzar esfuerzos y no a convertirse en patrono, la iniciativa privada es la única capaz de crear riqueza y bienestar, el sistema tributario debe estar basado en los impuestos indirectos y no en los directos, la inflación es el principal enemigo de la estabilidad económica y la masa monetaria debe estar controlada y el gasto público reducido.
De acuerdo con esta política, el impuesto sobre el valor añadido pasó del 8% al 15%, los impuestos sobre trabajo personal se redujeron del 83% al 60%, en las bandas superiores, y del 33% al 30%, en las inferiores, y se elevó el tipo básico de descuento del Banco de Inglaterra del 11 % al 14%.
"Austeridad", palabra clave
La clave del arco estaba resumida en una palabra: «austeridad». Y, en efecto, los resultados hasta el momento no han podido ser más «austeros». La inflación que; a principios de año, era del 8 %, había llegado en septiembre al 16%, y se espera que termine el año rondan do el 20%. La masa monetaria ha crecido más de lo que se esperaba, obligando al Gobierno en noviembre a volver a elevar el tipo básico de descuento hasta la cifra récord del 17%. La balanza de pagos sigue en continuo deterioro, a pesar del petróleo del mar del Norte y de la llegada de capitales a la city atraídos por la fortaleza de la libra; y el desempleo, que se mantiene, estaba estabilizado en torno a los 1.350.000 parados, de una población activa de veintiséis millones, tiende a crecer.
Naturalmente que el signo negativo de estas cifras no puede ser atribuido en exclusiva a la gestión de un Gobierno que sólo lleva siete meses en el poder. En el tema de la inflación, el buen récord laborista del 8% hubiera quedado destrozado a mitad de año como consecuencia del fracaso de la congelación de salarios, que motivó el «invierno negro» de huelgas, causa principal de la derrota de James Callaghan en las elecciones.
A pesar de los signos desalentadores, Margaret Thatcher piensa seguir adelante con su política monetarista. Convencida de que la suya es la única política que puede salvar a Inglaterra del desastre, su mensaje y el de todos los miembros de su Gobierno se repite machaconamente por todos los medios: «No solamente estamos mal, sino que vamos a estar mucho peor. » Su carta política es clara. La única forma de conseguir resultados espectaculares a largo plazo es apretarse el cinturón a medio y a corto plazo. Su abrumadora mayoría en la Cámara le permite arriesgar esa jugada política.
La prudencia de los sindicatos
¿Qué puede hacer fracasar la actual línea conservadora? La acción de la oposición o la de los sindicatos. En estos momentos, ninguna de1as dos parece estar dispuesta a hacerlo.
El Labour Party está inmerso en la actualidad en una lucha por encontrar su verdadera identidad, experimento que los laboristas intentan por tercera vez en lo que va de siglo, tras las experiencias de Ramsay Mac Donald en los años treinta y de los «bevanistas» en los cuarenta. No repuesto todavía de su derrota electoral, su actual líder, James Callaghan, de 67 años, tiene que enfrentarse, de una parte, a una lucha por su sucesión, y de otra, a una rebelión del ala izquierda del su partido, encabezada por su ex ministro de Energía Anthony Wedgood-Benn, que pretende un corrimiento del partido hacia posturas socialistas marxistas. Un partido dividido no presenta nunca una alternativa seria de poder.
Por su parte, los liberales poco pueden hacer para cambiar la situación, a la vista de la actual mayoría conservadora de 43 diputados.
Quedan los sindicatos, que sí podrían provocar una crisis política nacional. Pero sus dirigentes, aunque no lo digan, saben que el pueblo británico no secundaría una nueva ola de huelgas salvajes como las del invierno pasado, que hicieron que nada menos que seis millones de afiliados a las trade unions (sindicatos) votaran al Partido Conservador.
Todos los síntomas parecen indicar que las bases, aunque no les gusta nada la política del actual Gobierno, no están dispuestas todavía a ir a una confrontación total. A este respecto hay que recordar la decisión abrumadoramente mayoritaria de los trabajadores de la Leyland de apoyar el plan de supervivencia de la compañía, en contra de la recomendación de sus enlaces sindicales; el rechazo por parte de los mineros, también en contra de su ejecutiva nacional, de una huelga en apoyo de sus reivindicaciones salariales; la actitud moderada de los sindicatos siderúrgicos y el absoluto desamparo en que se ha encontrado un famoso enlace sindical de la Leyland, el comunista Dereck Robinson, por parte de su sindicato y compañeros de trabajo en su enfrentamiento con la empresa.
Los observadores creen que, si el Gobierno Thatcher consigue pasar un invierno relativamente tranquilo en el campo laboral, su situación se consolidará a partir de mediados de año, aunque su popularidad descienda varios puntos, como consecuencia de las drásticas medidas económicas adoptadas. Las previsiones indican que la inflación comenzará a descender después del verano, para situarse en torno al 10% a finales de año. El descenso de la inflación producirá un efecto saludable en el resto de los índices económicos.
Los efectos de la crisis económica mundial afectan a Inglaterra en todos los capítulos menos en uno, el suministro de crudos, como consecuencia de sus reservas de petróleo y gas natural en el mar del Norte. Una vez más, la teoría de Toynbee de que Inglaterra siempre sobrevive por causas exteriores (imperios) o interiores (revolución industrial) se confirma. Gracias a esos recursos, Gran Bretaña se encontrará en 1985 con la envidiable situación de poder autoabastecerse de crudos con una producción de tres millones de barriles diarios.
Pero la planificación es consustancial a los pueblos sajones y en eso Inglaterra no es una excepción. Las autoridades británicas saben que a mediados de los noventa los recursos energéticos del mar del Norte están llamados a extinguirse y, cubriéndose en salud, se han embarcado en un ambicioso programa de expansión nuclear destinado a conseguir que el 40% de la energía eléctrica producida sea de procedencia nuclear en 1992. Para ello construirán un total de doce nuevas centrales, a un ritmo de una por año y con un coste global de tres billones de pesetas.
Dos problemas:
Ulster y Europa
Aparte de la situación económica, el Gobierno conservador tendrá que enfrentarse a dos serios problemas que pueden erosionar grandemente su trayectoria: Irlanda del Norte y Europa.
A pesar de la presencia en el Ulster de 13.500 soldados británicos y de más de 6.000 miembros de la policía local, 1980 contemplará un recrudecimiento de las actividades terroristas, no sólo en la provincia, sino también en Inglaterra. Aunque el secretario de Estado para Irlanda del Norte, Humphrey Atkins, ha convocado a los partidos para una nueva serie de conversaciones a principios de enero, pocos esperan un resultado positivo de las mismas, a la vista de los fracasos anteriores y de las posiciones enconadas.
La lucha por la reducción de la contribución neta británica al presupuesto del Mercado Común, que ascenderá en 1980 a 1.200 millones de libras, puede poner en serios aprietos a la señora Thatcher en un país donde los entusiasmos europeístas son frágiles. Los laboristas han pedido ya, por medio de su ejecutiva nacional, dominada por la izquierda, que se estudie la salida de Gran Bretaña de la Comunidad Económica Europea.
Como Winston Churchill en 1940, Margaret Thatcher sólo va a poder ofrecer a su pueblo para 1980 un conjunto de «sudor, afanes y lágrimas».
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.