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Reportaje:

Profundo desencanto entre los franceses en el umbral de una década crítica

En el umbral de los años ochenta, además de una crisis económica que afecta a todo el mundo industrializado, Francia se enfrenta con una crisis de confianza no sólo política. Para los franceses que aún creían en su presidente, el escándalo de los diamantes supuestamente regalados por el emperador Bokassa a Giscard d'Estaing ha empezado a minar su confianza en la institución presidencial. Enfrente, la izquierda desunida desde septiembre de 1977, no ofrece ninguna alternativa. La década de los setenta ha sido en el «hexágono» la de las ilusiones frustradas. La de los ochenta será probablemente, como la definió el propio jefe de Estado, «una era que no controlamos».

A Raymond, camarero de un bar-restaurante próximo al barrio de la Bolsa, de París, en donde están ubicados casi todos los diarios de la prensa parisiense, sus copains periodistas le llaman cariñosamente «el Loco», porque aparentemente responde «a lo loco» a todas las preguntas que se le formulan, pero, como buen francés medio ilustrado, da en el clavo muchas más veces de lo que parece. Fue a él a quien le hicimos, a quemarropa, la pregunta: ¿Qué va a ocurrir en Francia durante la década de los 80? Respuesta: «Cambiaremos de Gobierno varias veces. Nada más. ¿Qué quiere usted que ocurra?»...Tanto escepticismo intentaba explicarlo la semana pasada, el semanario Les Nouvelles Literaires a lo largo de una amplísima encuesta sobre lo que, globalmente, ha sido en Francia la década de los años 70: en 1975 había 11.000 presos en las cárceles francesas; a finales de 1979 hay 13.000, es decir, 2.000 más. «Sin embargo, dice la revista, nunca se habló tanto, como se ha hecho durante la década que termina, de la imperfección de nuestro sistema penitenciario.» El Parlamento acaba de liquidar con una ley la famosa reforma univetsitaria provocada por las barricadas de mayo del 68: «Esto y legislar en vano es igual», sentencia la misma revista.

Hace siete años, el entonces ministro de finanzas, Valéry Giscard d'Estaing, se rodeó de sabios internacionales para denunciar un modo de producción basado en la creación permanente de deseos superfluos. Desde entonces, el debate aún no ha cesado: «Han pasado siete años, el ministro Giscard es presidente, pero el denunciado sistema de producción no ha cambiado en nada absolutamente», dice el mismo semanario. Durante los últimos diez años toda la oratoria imaginable sobre la supresión de la pena de muerte «no ha servido para nada». Y en el mismo orden de cosas: «Diez años de disgresiones académicas, totalmente inútiles, para redefinir la finalidad del crecimiento»; «Diez años de disertaciones, fallidas, sobre la urgencia de repensar una política de transportes que no se funde en el imperialismo del automóvil»; «Diez años de informes y contrainformes, para nada, destinados a luchar contra las desigualdades sociales», etcétera.

¿Qué importa?

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A la vista de este panorama, el mismo estudio concluye: «¿Qué importa, en consecuencia, que Georges Marchais haya roto las últimas amarras que le anclaban a una aparente verdad, o que los socialistas hablen sin ton ni son, o que los gaullistas no tengan ni la tercera parte de los militantes que dicen, o que los comunistas también mientan en un 50% cuando se atribuyen más de 700.000 militantes, o que el primer ministro, Raymond Barre, padezca de amnesia creciente, o que el presidente de la República se haya tragado los diamantes que le regalaron? ¿Qué importa todo esto, si la década que termina esta enterrada en la mentira?

Para muchos franceses, sin duda, la década de los 70 ha sido una «mentira» más o menos matizada. Pero no sólo eso. No hay más que escuchar a los «profetas», de diversos horizontes, de lo que va a ser la continuación de la «mentira», es decir, la década de los 80.

Françoise Giroud, ex ministra, «la mejor periodista de Francia» para muchos, reflexiona con ironía sobre lo que puede ser el futuro: «En un diario del año 1910 he descubierto los títulos de los libros que fueron publicados en el espacio de pocas semanas: El americanino, que llevaba por subtítulo, Los progresos del americanismo en Francia y en qué medida ha modificado nuestras costumbres. Otro título, La fealdad de la tierra, sobre la civilización y el progreso como destructores de la naturaleza. Otro título: La natalidad decrece en Alemania y en Francia, y la impunidad del crimen. Título siguiente: ¿Es igual la mujer al hombre?, con el subtítulo La mujer pretende la independencia total. Y, por fin, Si China se renueva, libro subtitulado Las fuerzas disciplinadas de China y Japón serán una amenaza terrible.

A la ironía de la sensatez le sigue la «provocación» de un grupo de sociólogos, economistas, periodis tas, biólogos, que ha fabricado un informe sobre las «explosiones» que se van a producir a partir de los años ochenta en el mundo entero y que, cada día in crescendo, condicionarán el futuro de cada país: la explosión demográfica, la científica, la tecnológica. En Francia, afirman estos expertos, como el resto del planeta, «la reina de las ciencias, cuyas aplicaciones van a do minar la próxima década y las siguientes, será la biología»; «la telemática será los nervios y el cerebro del nuevo organismo mundial»; «ya está a la vuelta de la esquina el día en que se conseguirá que una vaca sea capaz de parir dos terneros a la vez»; «la medicina del futuro será menos espectacular, pero más eficaz y, en definitiva, menos costosa»; «por primera vez en la historia de la especie, todos los hombres soñarán las mismas cosas al mismo tiempo»; «la emancipacion de las mujeres será el affaire moralde los años que vienen»...

A estos nuevos tecnócratas del humanismo del ordenador se ha enganchado el etriólogo Serge Moscovici para pronosticar los cuatro «escenarios» posibles con los que, a partir de los años ochenta, tendrán que contar Francia y el resto del mundo: el escenario político de una guerra mundial; el escenario carismático de un retorno a las grandes religiones; el escenario tecnocientífico de una convulsión bio-informática (telemática, sistema, manipulaciones genéticas, etcétera) y el escenario ecológico deuna transformación radical de las relaciones sociedad-naturaleza.

El economista y escritor, consejero del Partido Socialista, Jacques Attali, piensa que la noción clave de la década que va a empezar es «la autonomía»: los pueblos del Tercer Mundo van a autodirigirse; las colectividades locales o las regionales, cada día más, rechazarán la tutela del Estado global y arbitrario. Los individuos desearán, más y más, controlar su tiempo y su cuerpo. «Pero esto», advierte, «no aporta necesariamente la imagen ideal del futuro que se esta construyendo en la crisis, porque la autonomía es un concepto ambiguo: tras la autonomía de los pueblos puede esconderse la barbarie del dictador autártico; tras la autonomía de las regiones puede enmascararse el renacimiento de las feudalidades.»

El presidente de la República, Valéry Giscard d'Estaing, en un reciente discurso sobre «Informática y sociedad», advertía que «estamos entrando en un mundo que no controlamos». Un sociólogo: «El mundo ha vivido hasta ahora gracias al equilibrio del terror, pero al alba de los años ochenta nos damos cuenta que el terror no basta para garantizar el equilibrio. » El escritor René Victor Philhes: «El despertar del Tercer Mundo es igual al fascismo en Occidente.» Otro sociólogo: «Es significativo que Giscard, Juan Pablo II y Carter se unan a los izquierdistas para condenar la sociedad de consumo.» Un futurólogo francés: «Las batallas del porvenir que está empezando se concentrarán en el derecho al conocimiento y en la igualdad de acceso a la información ... »

Y el francés de la calle, el ciudadano de «la Francia profunda», como se le denomina, el francés como el camarero Raymond, que, en apariencia, sólo prevé el cambio repetido de Gobierno a lo largo de los años ochenta, ¿cómo percibe este cataclismo que anuncia la recta final hacia la cúspide del siglo XX?: «Crisis petrolífera, crisis económica, crisis de valores, crisis de civilización.» Sólo se oye hablar de crisis en todos los aspectos de la actividad humana, y esta crisis abarca a todas las naciones y a Francia particularmente.

Frente a este declive progresivo, en apariencia al menos, no se ve más que indiferencia y una serenidad inconsciente. «Pero nosotros tenemos confianza en el hombre. Y nosotros, los gaullistas, tenemos confianza en nuestros compañeros para levantar a Francia detrás de Jacques Chirac. ¡Adelante, compañeros! ¡Viva Francia! » Así se expresa el secretario general del movimiento gaullista, Bernard Pons, al afrontar las perspectivas «terroríficas» del paro creciente, de la natalidad decreciente, del petróleo caro, del declive del estado-nación, de la «locura» inexorable que aparenta ser la dictadura de la tecnología de punta.

El gaullismo y sus fieles, símbolos de lo arcaico durante el último lustro de los años setenta, encaran la próxima década menos «desesperados». El giscardismo y su «gente bien», personificación de la triunfante tecnocracia multinacional de la época del crecimiento salvaje, han sido heridos por la crisis. Al francés rico de nacimiento y, en consecuencia, listo y conservador, si la crisis perdura, sólo le queda lo que ha heredado de la historia: « La France». Y esto, incluso a lo que se llamó la izquierda; es decir, la que se pretendió la íuerza de progreso: el aborto de las ilusiones generadas por el discurso periclitado de la gauche francesa, gastado en los años setenta, será una dominante de la década entrante. Si la década que acaba fue «una mentira», la que se avecina, en Francia, alguien la ha bautizado como la «madre de lo precario».

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