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Reportaje:

La calle de Preciados, último refugio los músicos en paro

Ir de compras cualquier día por la calle de Preciados puede suponer la doble satisfacción de disfrutar, de oír en vivo, desde las últimas notas del rock más duro hasta la suavidad de la música medieval. Los músicos en paro, que han sido expulsados de los subterráneos, se han refugiado a la entrada de los grandes almacenes.

En Preciados, según la temperatura ambiente del día, suele haber una media mínima de seis o siete músicos, que han aprovechado la marcha forzosa de los vendedores ambulantes para instalarse con sus instrumentos y partituras. Llegan a las diez, y poco antes de las dos recogen la manta con el dinero del día.El espectáculo se extiende desde Sol hasta Callao. Están distribuidos y colocados en orden, de manera que las notas clásicas no interfieran a las jaleosas rumbas o a lo último en rock marchoso. Tan ordenados están, que podría decirse con toda tranquilidad lo de «tercera esquina, departamento de medieval».

La llegada de los músicos ha sucedido hace apenas un par de semanas. César, que, sentado a la, mitad de la calle con su mujer y su hijo, toca música clásica, llegó hace diez días. Margarita, su mujer, es también trompetista, pero en Preciados solamente forma parte del espectáculo. «César vive de la música desde hace dos años, pero la mayor parte del tiempo está sin trabajo. Todos los que estamos aquí venimos de las cloacas del Metro. El suele tocar más música moderna, pero aquí le da a la clásica, porque parece que es lo que más hace que la gente se pare», dice Margarita.

Sin embargo, donde la gente se para de verdad y hace grandes grupos palmoteadores es con tres gitanillos de no más de catorce años que le dan incansables a la rumba. Uno de ellos, Perico García Fernández, canta a la vez que toca una guitarra naranja Junto a ellos también están los vendedores de pipas para hacer pompas de jabón, que consiguen dar al espectáculo un aire de cuentecillo infantil. Un poco más allá, un vendedor de perritos de plástico que pueden nadar en el agua grita sobre un pequeño barreño las delicias de su mercancía.

Luego se puede optar por escuchar el violín de Paco, un chico de larga meleta encoletada que trabajó unos días en un pub de la zona de Malasaña, pero que, «como no existen permisos para poder tocar música clásica en estos sitios, pues con el menor pre texto te tienes que ir, para que no cierren el local. Por eso, de los pasillos irrespirables del Metro he salido aquí, aunque en cuanto aumente el frío no sé dónde nos vamos a meter ninguno de nosotros».

Se nota entre ellos un fuerte desencanto, no solamente por el dinero que consiguen recaudar -raramente llegan a las mil pesetas-, sino más bien porque se les trata exactamente igual que a delincuentes. «Es increíble», comenta, indignada, Margarita «que si sacas la guitarra o cualquier otro instrumento en la calle pueda venir un policía y, si está de buenas, te echa de ahí, pero si está de malas puede llegar hasta a detenerte.»

El alcalde y el gobernador civil son el constante objeto de sus iras. «Luego, además, no estamos organizados, ni siquiera tenemos un sindicato de músicos. Y así nos tratan como si fuéramos vagos, poco menos que a palos. Hemos intentado organizar un festival y el único sitio que nos ha dejado Tierno es el parque del Retiro. No sé si es un problema de incultura o de algo peor», se lamenta Margarita.

Y lo cierto es que a la gente que por cualquier motivo tiene que pasar por Preciados le gusta el espectáculo. Se hace una pequeña pausa en la carrera para escuchar a alguno de los músicos, si no es posible detenerse con todos. Se les echa especialmente de menos cuando sigues tu camino, entras en El Corte Inglés y oyes a Julio Iglesias cantar a Galicia.

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