Edward Kennedy: "Me niego a creer que nuestra potencia vaya hacia su ocaso"
Pregunta. ¿Hemos llegado ya al fin del «siglo americano»? El presidente Carter piensa de manera afirmativa. ¿Qué responde usted?Respuesta. El «siglo americano» no es sino una fórmula. La inventó, durante la segunda guerra mundial, Henry Luce, fundador de la revista Time, aunque jamás haya correspondido a la idea que nuestros más importantes dirigentes se hacían sobre el papel que nos correspondía representar en el mundo. Y hoy, menos todavía. El verdadero problema con el que hoy nos enfrentamos no es, por supuesto, el que indica esta fórmula vacía. Se trata más bien de saber si poseemos la fuerza y voluntad de contribuir a la paz mundial. Yo creo que el pueblo americano sí tiene esa fuerza y esa voluntad, aunque, para enfrentarse a los diferentes y más complicados retos que le plantea la década de los años ochenta, necesita dirigentes nuevos y determinados.
P. Parece, sin embargo, que durante los últimos años los americanos han perdido la fe. ¿Es así?
R. En absoluto. El pueblo americano no ha perdido su fe ni ha cambiado su opinión sobre el lugar que su país debe ocupar en el mundo. Los americanos quieren que Estados Unidos sea un país poderoso, eficaz y responsable. Nuestra nación ha aprendido que las soluciones a los diferentes problemas no son necesariamente rápidas ni fáciles. Sin embargo, está dispuesta a hacer lo que sea necesario para que la posición que en el mundo ocupa Estados Unidos sea mantenida. El pueblo americano comprende que está fuera de toda cuestión el batirse en retirada. Aunque, como ocurre hoy en día, se encuentre intensamente preocupado por los serios problemas de índole interior que le aquejan, sabe que no puede renunciar a su responsabilidad internacional.
No debería existir duda alguna sobre los compromisos contraídos por EE UU con Europa'
P. En cualquier caso, Europa occidental tiene grandes dudas sobre el valor que Washington concede a sus compromisos militares con ella. ¿Cuál es su postura con respecto a este punto?
R. No debería existir duda alguna acerca de los compromisos adoptados por Estados Unidos en lo relativo a la seguridad de Europa occidental. Emplearemos todos los medios que se encuentren a nuestro alcance para proteger a los miembros de la OTAN, sea para disuadir al enemigo, en el caso de un posible ataque, sea para defender la Alianza, en el caso de que, a pesar de todo, tuviese lugar en ata que dirigido contra ella.
P. ¿Cuál es su opinión personal sobre la amenaza que representa el aumento del poderío militar soviético en Europa?
R. Comprendo que nuestros aliados europeos se muestren inquietos ante el fortalecimiento soviético: tanto en lo relativo a las armas convencionales como en lo que atañe a las armas estratégicas nucleares, el aumento del arsenal soviético podría constituir una seria amenaza para Europa occidental, en el caso en que Estados Unidos y'sus aliados no respondiesen de la manera apropiada... Creo que podríamos resolver nuestros problemas si pusiésemos en práctica una política de seguridad que permitiese la consecución de dos objetivos paralelos. Se trata, por un lado, de aumentar nuestro potencial bélico y, por otro, de negociar acuerdos para el control del armamento. Acuerdos que, insisto en estas palabras, deberán ser tan eficaces como justos.
Me felicito por el modo constructivo con que el canciller Sclimidt ha enfocado este problema, apruebo los esfuerzos de la OTAN para modernizar sus armas estratégicas nucleares y espero que se adopten medidas en este sentido durante la próxima reunión de los ministros de Asuntos Exteriores de la Alianza, pero soy de la opinión de que también deberíamos explotar todas las posibilidades de abocar a una disminución equilibrada de las armas atómicas tácticas: tanto las del Pacto de Varsovia como las de la OTAN. Deberíamos estudiar activamente los aspectos positivos de la iniciativa tomada en Berlín, el pasado octubre, por el presidente Brejnev. Al mismo tiempo, habría que insistir en que cada bando adoptase otras medidas concretas, con el fin de reducir la amenaza de una guerra nuclear, tanto en Europa como en el resto del mundo.
P. ¿Cómo ve las relaciones entre Estados Unidos y Europa occidental?
R. Nosotros, los americanos, no deberíamos conducirnos con Europa como si pudiéramos permitirnos el lujo de abandonarla a su suerte. Las superpotencias suelen sucumbir con frecuencia a esta tentación, y prestan más importancia a los enfrentamientos dramáticos que a las amistades fleles. Para Estados Unidos, la libertad de Europa, su seguridad y su prosperidad, representan un papel fundamental, y debemos recordar que, en un gran porcentaje, tanto la confianza de los europeos en sí mismos como su dinamismo constituyen la mejor garantía de dicho papel.
Por otro lado, los europeos no deben olvidar el papel que representan para Estados Undios y para nuestra mutua dependencia. Desde el momento en que los europeos se van dando cuenta de que su poder va en aumento y de que su compromiso se hace cada vez más global, debemos cooperar tratándonos de igual a igual. Tan verdad es esto para Europa y para la Alianza Atlántica como para otros sectores de actividades. Lord Carrington ha demostrado cómo se podían realizar progresos en Rodesia. La crisis iraní proporciona asimismo una ocasión esencial para hacer más firme esta cooperación entre América y Europa.
P. ¿Y las relaciones entre Estados Unidos y Francia?
R. Las relaciones son excelentes, lo que, en gran parte, se debe a la contribución de ese hombre de Estado que es el presidente Giscard d'Estaing. Soy de la opinión de que estas relaciones podrían ser mejores si Estados Unidos demostrase iniciativa y responsabilidad en los problemas críticos con que se enfrenta el mundo occidental, muy especialmente aquellos que se refieren a la crisis monetaria y energética.
Personalmente, soy absolutamente partidario de que las relaciones entre Estados Unidos y Francia se intensifiquen, para hacerse todo lo estrechas y fructíferas que sea posible. Estas relaciones deberían basarse sobre un respeto mutuo y un ideal común, que no se reflejen solamente en la cooperación bilateral, sino que, tanto en Europa como en el resto del mundo, hallen otras ocasiones de ponerse de manifiesto.
'No conozco ningún general americano que prefiriese mandar la maquina militar soviética"'
P. Incluso en el caso de que Estados Unidos fuese tan poderoso como dice, Europa tiene que competir con una Unión Soviética que, al menos desde un punto de vista militar, no deja de reforzarse.
R. Es verdad que desde hace diez años, la URSS realiza un constante esfuerzo para aumentar su potencial militar. Sin embargo, durante todo ese tiempo Estados Unidos no se ha quedado con los brazos cruzados, y, además, desea continuar la modernización de sus fuerzas.
Es de todo punto necesario que no seamos superados en el plano militar. De todas maneras, no debemos olvidar nunca que poseemos sobre la Unión Soviética una superioridad inigualable: la de la solidaz y fidelidad de nuestros aliados. Constituye un gran error el comparar la potencia de la Alianza Atlántica con la del Pacto de Varsovia sin tener en cuenta esta fundamental diferencia.
No conozco ningún general americano que prefiriese mandar la máquina militar soviética en vez de la que posee Estados Unidos.
P. Habida cuenta de la agresividad de que la Unión Soviética ha hecho gala en Africa, Cuba y Oriente Medio, ¿es usted partidario de vincular la ratificación de los acuerdos SALT por el Senado a un cambio de actitud por parte del Kremlin?
R. Los acuerdos SALT II son demasiado importantes para la vida de cada hombre, mujer y niño de este planeta para que su suerte sea vinculada a cualquier otro de los problemas que nos separan, sean éstos de índole política, económica, militar, o incluso que ataña a los derechos humanos. Cuando visité por última vez la Unión Soviética, en septiembre de 1978, me vi profundamente impresionado y afectado por la importancia que los disidentes soviéticos concedían a los acuerdos SALT y a la limitación de armamentos. Cuando me entrevisté con ellos, Andrei Shajarov y otros conocidos disidentes insistieron muy especialmente sobre este punto. Para ellos, el evitar la guerra nuclear constituye un objetivo de tanta importancia que los acuerdos SALT Il deben juzgarse por sus propios méritos y sin vincularlos a la cuestión de los derechos humanos.
De lo que sí tenemos necesidad en nuestras relaciones con la Unión Soviética es de una nueva óptica, en el sentido del equilibrio, de la moderación y de la confianza. No debe sorprendernos que nuestros intereses sean conflictivos en diferentes partes del mundo. Lo importante es evitar las alteraciones brutales que en el pasado. emponzoñaron las relaciones entre Washington y Moscú. Hay que dejar de columpiarse, de una vez por todas, entre la euforia y el enfrentamiento.
'Los norteamericanos son conscientes de la erosión que sufre América en el mundo'
P. Habla usted como si fuese el último paladín del liberalismo, en un momento en que la opinión pública americana se muestra cada vez más conservadora. Sus críticos -y muy en especial la Casa Blanca- arguyen que no se encuentra usted en el mismo diapasón que el país.
R. No creo que en el mundo actual las etiquetas tengan significado alguno. He sido yo quien ha propiciado varias leyes que tenían como objetivo el restablecimiento de la libre competencia, como, por ejemplo, en el caso de la aviación civil y de los transportes por carretera. Actualmente me ocupo de una refundición del Código Penal, que algunos consideran demasiado estricta. ¿Se puede decir acaso que se trata de temas liberales o, por el contrario, conservadores? Debemos romper las etiquetas, los clichés y los eslóganes. A partir de ahora hay que resolver los problemas de forma práctica.
Creo que la gente está indignada con la ineficacia de la burocracia gubernamental. Y tiene razón. Pero también estoy convencido de que las necesidades sociales preocupan de la misma manera al país. Desde mi punto de vista, estas dos preocupaciones no se contradicen.
P. ¿Cuál es la moral actual del pueblo americano?
R. Mis conciudadanos no esperan grandes cosas del Gobierno. Lo que piden es sumamente sencillo. Quieren precios en el supermercado que sus presupuestos puedan permitirse. Quieren intereses razonables para la adquisición de sus viviendas. Quieren escuelas que den a sus hijos una educación digna. Quieren, por la noche, poder andar por las calles sin verse amenazados por ningún peligro. Para terminar, son conscientes de la erosión que sufren el poderío y la influencia de América en el mundo.
Al llevar a cabo mi campaña por todo el país, he advertido que la gente se pregunta en todos sitios por qué los precios siguen aumentando, si los sueldos no lo hacen. No comprende por qué no podemos resolver estos problemas. No comprende por qué sus líderes no hacen nada para disipar la morosidad y el pesimismo. Por qué no hacen nada para tomar nuevamente la iniciativa.
P. Al expresarse así, da la impresión de convertirse en abogado de una filosofía política pasada de moda: la del Estado providencia.
R. En absoluto. Mi intención no es la de sucumbir a la nostalgia del pasado y de dar marcha atrás. No quiero resucitar el New Deal, del presidente Roosevelt, ni la Nueva Frontera, del presidente Kennedy. Al contrario; mi objetivo es hacer que renazca ese espíritu de empresa que ha constituido el genio de Estados Unidos. Rechazo la idea de que la acción del Gobierno es, necesariamente, la mejor. No estoy de acuerdo con quienes afirman que la planificación por parte del sector público sea, por esencia, mejor que la del sector privado. El sentimiento general en todo el país -sentimiento que comparto- es el de que la intervención de los poderes públicos en la economía debe realizarse sólo como último recurso y únicamente cuando las fuerzas que participan en el mercado no llegan a satisfacer las necesidades básicas de los ciudadanos, muy especialmente en lo que se refiere a su salud y seguridad.
La liberación de las tarifas de la aviación civil ha constituido el mejor ejemplo en este sentido. Cuando, en 1974, comencé mi investigación sobre la estructura de los precios de este sector, me di rápidamente cuenta de que la oficina administrativa encargada de regular el transporte aéreo, la CAB (Oficina de Aviación Civil), constituía, de hecho, el principal obstáculo para el desarrollo de este sector. Era la CAB la causante de las tarifas excesivas y del insuficiente servicio. La inmensa energía competitiva de las compañías aéreas iba dirigida a detalles frívolos; menús de lujo, películas a bordo, uniformes de azafatas, etcétera.
A partir del momento en que se restableció la libertad de competencia, los pasajeros comenzaron a pagar menos, y las compañías a ganar más. El descenso en las tarifas ha representado para los usuarios un ahorro de 2.500 millones de dólares durante 1978. Sin embargo, los beneficios de las compañías han aumentado en un 54%. Todo porque el Gobierno se ha retirado y ha permitido que el mercado compita libremente. Se trataba de una idea simplísima. De hecho, volvimos a inventar la pólvora. Lo que redescubrimos fue la competencia.
Veo cinco soluciones para el problema energético'
P. La energía constituye otro de sus desacuerdos con el presidente Carter. Ha pronunciado usted palabras muy duras para su plan energético.
R. Me pregunto qué interés puede tener para Estados Unidos el plan de energía defendido por el presidente. Su primer efecto no es el de ahorrar energía o, por el contrario, el de aumentar su producción, sino más bien el de aumentar, como consecuencia, los ya extraordinarios beneficios de la industria petrolífera y el de obligar a millones de usuarios a apretarse un poco más el cinturón.
El presidente afirma que la liberación de los precios del petróleo de origen nacional constituye el mejor medio de favorecer simultáneamente la economía de la energía y la búsqueda de nuevos yacimientos, pero esta tesis no se ve justificada por los números. Las ventajas que representa la liberación de precios son marginales, como puede verse con la reducción en las compras de carburantes que se ha impuesto a los consumidores mediante la elevación de las tarifas en las gasolineras. Lo mismo ocurre con el aumento de producción que trae consigo el incremento en los beneficios de las compañías. En mi opinión, el lastre económico que representa la liberación de precios no se ve compensado por las modestas ventajas que nos proporciona.
Veo cinco soluciones que nos hagan desembocar en lugar seguro en cuanto al problema energético. Un lugar seguro no solamente para los Estados Unidos, sino también para Europa, Japón y todos los aliados con que contamos a lo largo y ancho del mundo.
1. Debemos instaurar un sistema de incitación al ahorro de energía mediante la fijación de metas conservadoras más ambiciosas que las actuales.
2. Debemos establecer una reserva estratégica de productos petrolíferos. Esta precaución nos permitirá enfrentarnos a cualquier caso de alerta.
3. Debemos diversificar nuestras fuentes de abastecimiento. No podemos permitirnos el lujo de aceptar el statu quo. Es imposible que nuestro destino dependa de un puñado de emiratos del golfo Pérsico.
4. Debemos explotar nuevas fuentes de energía. Hay que desarrollar de forma sistemática la industria del carbón y las energías hidroeléctrica, solar y geotérmica. Hay que construir también centrales nucleares, aunque bajo la reserva de que sean seguras.
5. Debemos fomentar la competencia en la industria energética. No debe ocurrir que el cartel extranjero sea vencido para ser reemplazado por una organización monopolista de nacionalidad americana que, sin embargo, se persiguiese solamente intereses privados.
P. Con independencia de la manera en que se juzgue su doctrina política, es muy probable que sus adversarios no cesen en sus preguntas para que explique una vez más su actuación en el asunto de Chappaquidick. ¿Piensa usted que, tras diez años de transcurrido el suceso, los americanos le han perdonado?
R. Se trata de una tragedia que no solamente vivo cada aniversario. Es una tragedia que vivo todos los días. Aunque espero que los americanos no me lo tengan en cuenta toda la vida y durante toda mi carrera, sino que valoren también el conjunto de mis aportaciones al país. Espero que su juicio se base en el total del balance.
'Me niego a creer que nuestros mejores años están a nuestras espaldas'
P. Jimmy Carter dice que cualquier presidente hubiese pasado por las mismas dificultades que se le reprochan y dice que Estados Unidos no se ha repuesto todavía de la depresión nerviosa en que le sumió la guerra de Vietnam y Watergate. El país, según él, sufre una enfermedad crónica. ¿Cómo la diagnostica usted?
R. Me niego a creer que Estados Unidos sea relegado a una segunda fila. Me niego a creer que nuestra potencia va hacia su ocaso y que nuestros mejores años están a nuestras espaldas. Hay quienes se empeñan en hacernos creer que somos incapaces de mostramos a la altura que requieren las dificultades actuales y que los problemas de la recesión, la inflación, de nuestra dependencia petrolífera con respecto a otros países son demasiado complejos para que nuestro país pueda superarlos. Cuando ocurrió la gran crisis, no dijimos que los problemas eran demasiado complejos o profundos. Tampoco dijimos que el pueblo americano sufría una enfermedad. Nos remangamos las camisas y...
Watergate y Vietnam no son sino dos excusas, dos muletas que Estados Unidos hubiera debido arrojar hace ya tiempo. Rechazo totalmente tales ideas, porque no conducen sino a la derrota y a la desesperación. No son sino la coartada de los líderes fracasados, de los líderes que no han cumplido con su misión.
(Copyright Le Figaro)
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