El regreso de Pink Floyd
Desde sus primeras apariciones en el UFO londinense y pasando por casi todos sus elepés, hasta Animals, Pink Floyd han sido lo que se llama un grupo de rock vanguardista. En un principio, la presencia de Sid Barret y sus visiones alucinadas y a un paso del delirium tremens (la portada de uno de sus discos en solitario aparece llena de preciosos insectos) le dio al grupo un cierto carisma de imprevisibilidad que pos eriormen e se fue convirtiendo cada vez más en un sonido digno representante de la música obnubilada inglesa. No es que los Floyd fueran en su segunda etapa (que abarca hasta Wish You Were Here) un grupo altamente experimental; en Inglaterra estaban sucediendo cosas de mucho mayor interés musical y que abarcaban grupos tan dispares como Soft Machine, King Crimson, Maching Mole, Hetfield and The North o Henry Cow, que no tuvieron en ningún momento la intuición comercial de Pink Floyd. El por qué éstos comenzaron a vender grandes cantidades sólo puede explicarse por la extensión y la intensificación en el uso de la marihuana, al tiempo que se extendía también su influencia social.Si el porro generaba pautas de comportamiento muchas veces traídas por los pelos de una realidad bastante menos esotérica, Pink Floyd eran el aditamento ideal para no se sabe qué viaje privado. El hecho de que sus composiciones fueran siempre pequeñas canciones superdesarrolladas en estudio podía dar lugar, y de hecho así ocurría, a las más diversas identificaciones que en el caso de una gran parte de la gente fueron las primeras. Un sabio equilibrio entre lo experimental y lo mayoritario, entre el bombazo y la insinuación, lo complejo y lo aparentemente bobalicón, y, sobre todo, un inmenso sentido de la oportunidad es lo que ha hecho de Pink Floyd uno de los grupos más influyentes del rock, no sólo en cuanto su música se identifica con unas vivencias muy concretas, sino también porque en lo musical presentan indudables hallazgos en los estudios de grabación.
The Wall llega en un momento difícil, tras la explosión de los punks, la nueva ola y el pop electrónico (técnico y apocalíptico). Estos finales de los setenta han dado lugar a los únicos movimientos renovadores desde hace casi diez años y Pink Floyd son el paradigma de ese pasado.
Tal vez por eso mismo ha an buscado huir de suites más o menos elaboradas y ofrecen nada menos que veintiséis canciones que intentan, y lo consiguen, destrozar esa imagen de viaje hippy que tal vez vuelva algún día, pero que hoy está cerrada al tráfico.
El problema es que todas estas canciones parecen poco más que una sucesión de apuntes de diferente calidad, pero a los que falta la más mínima cohesión. En general, los temas (¿canciones?) reciben tratamientos desiguales y lo mismo van desde un pop clásico hasta la introducción de unos grandes coros, pasando por un tema disco que, al estilo de Mike Oldfield, intenta sacar el grupo del mayoritario ghetto intelectual en el que se veía inmerso.
No hay casi nada que destaque demasiado y no porque el doble elepé sea plano, sino porque se le corta tantas veces el ritmo al oyente que es difícil seguir la escucha con una cierta ligazón. Así, The Wall puede degenerar en un aburrimiento muy importante, sacudido de cuando en cuando por un buen solo de guitarra (Confortably Mun) o ambientes interesantes (Vera, Don't Leave Me Now), buena marcha (Run Like Hell) o melodías majas (Goodbye Blue Sky y otras varias).
Es una pena, pero, a pesar de esos aciertos, el disco no se sostiene. Eso sí, como de entrada van a vender una gran cantidad de ejemplares, las múltiples escuchas obligadas tal vez lleguen a hacerlo familiar y ayuden a descubrir sus posibles matices.
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