Con Celibidache llegó el clamor
Volvió Celibidache. Ya estamos todos -la Nacional, el público- en máxima tensión. La que provoca, de una parte, una cuota límite de exigencia; de otra, una carga extrema de expectación. Asistimos, una vez más, a la gran experiencia: la persecución denodada de lo perfecto. Como consecuencia, la constante enseñanza, la lección permanente. Que esto son, en principio, los conciertos de Sergiu Celibidache: largas, intensas, profundas lecciones.Bastaba escuchar los primeros compases mozartianos para advertir la transfiguración de la orquesta, la suma de cuidados individuales y colectivos para que no hubiera mancha sobre la blanca superficie. Más tersa que la de la primera serenata Haffner no cabe.
Teatro Real
Temporada de conciertos de los Coros y Orquesta Nacionales. Director: Sergiu Celibidache. Solista: Víctor Martín, violinista. Obras de Mozart, Debussy y Ravel Conciertos de referencia: 30 de noviembre y 1 de diciembre.
Es música nacida en la intersección de lo camerístico y lo sinfónico, de lo leve y lo trascendente, de lo social y lo artístico. De los ocho fragmentos que conforman la pieza, servidores de una espontánea unidad estilística antes que de una organización periódica, Celibidache ordenó cinco: los tres que protagoniza el violín solista (catalogados con el número 250 c, bajo el nombre de Piccolo concerto), antecedidos por el espléndido allegro inicial y seguidos de la pieza conclusiva de toda la serenata: un allegro assai con introducción en adagio.
Quedaron fuera dos minuetos y un andante por no hablar de la marcha compuesta para la misma ocasión que la serenata: el matrimonio de Elisabeth Haffner, hija del burgomaestre de Salzburgo. La función de estos pentagramas y sus mismas características -música al aire libre para circunstancia festiva- los convierten en algo abierto que permite, sin ningún escándalo, este juego entre los diversos fragmentos, a lo que se unía la habitual contribución del solista en las cadencias. En ciertos números de la obra (tal los extremos) nos parece estar ante el Mozart operístico (El rapto, Las bodas), y en todo momento asombra pensar en el poder creador de un músico veinteañero que portaba, como un don, no sólo el genio, sino la más anticipada madurez.
Celibidache domeñó cuantas dificultades de todo orden presenta la música de Mozart, a partir de la consecución de un «ideal sonoro» específico, servido por la ejecución más perfecta que nuestros profesores pueden dar, entregados con entusiasmo, casi temeroso a veces, a las enseñanzas del maestro. Víctor Martín, concertino de la ONE, asumió la muy comprometida parte solista de modo admirable.
Después, El mar, una de las grandes obras debussianas. Celibidache consigue una gama de colores y matices sorprendente aun cuando la esperamos; sitúa y desarrolla las diversas «superficies» sonoras de manera que el entramado sinfónico, la constitución orgánica del tríptico aparece evidente, explicada desde sí misma, inmersa en una lógica a través de la cual se alcanza la magia de la poética debussiana. Pegado como está el mar, por origen de la estética y por temática, a lo pictórico y lo literario, Celibidache llega a exponerlo como hecho artístico autónomo. Sirve a la música desde la música y por la música. La audición, así, se convierte en un proceso fascinante que, en contra de lo que tantas veces se ha dicho en torno al impresionismo, no sólo encanta, no sólo sugiere, sino que compromete al auditor.
Como a los profesores de la gran orquesta, también al público lo lleva Celibidache como de la mano para explicarle con razones musicales lo que en otros casos es preciso adivinar.
Terminó el concierto con el Bolero, de Ravel, esa extraña invención que sigue subiendo de valor con el paso del tiempo. ¿Quién mejor que Celibidache puede tratar, medir y expresar una de las más formidables «situaciones límite» que la música nos ha dado? El ritmo persistente -formidablemente llevado por Rigoli- del aire español nos da una dimensión; otra, el proceso dinámico e instrumental. Es un largo «tirar de la cuerda» y, cuando va a romperse, la salvación de la modulación final, resplandor de un momento antes de la crisis conclusiva, vueltos a la tonalidad de la obra. Los crescendo, la ligadura entre unos y otros instrumentos, la ordenación calculada en la suma progresiva de «superficies sonoras» hasta llegar a la acumulación, todo fue resuelto por Celibidache de forma magistral. La ONE respondió con perfección virtuosística. Todos y cada uno de los solos sonaron impecables. Y el Real, después de El mar, tras el Bolero se convirtió en un inmenso clamor. El maestro, después de recoger las ovaciones en unión de la orquesta, hubo de salir solo a escena hasta tres veces en la repetición del sábado.
Babelia
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