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Don Fernando de los Ríos: notas para un centenario

Los socialistas españoles cumplen el gustoso deber de conmemorar el centenario de don Fernando de los Ríos, pero sería una lástima que la conmemoración no rebasara ampliamente esos límites. Yo quisiera evocar en estas notas algunos rasgos que pueden completar un poco la silueta de un intelectual comprometido políticamente desde su juventud. Aparte de las alabanzas lógicamente partidistas, observo que se acude como fuente casi más a las Memorias de Azaña que a las mismas obras de don Fernando, a sus intervenciones parlamentarias; y a los testimonios personales. Yo tengo siempre que ponerle el don a Fernando de los Ríos porque, para los de mi edad, su figura es inseparable de la cátedra. El grupo de estudiantes muy católicos y muy de acción veíamos -mejor dicho, nos habían enseñado a ver- a don Fernando como muy enemigo; pero eso era antes de oírle explicar; en la cátedra nos conquistaba por su gran elegancia, no incompatible con una gran pasión, pasión que alcanzaba el grado más alto al hablar del humanismo español vertido hacia nosotros a través de la afirmación continua de una religiosidad un tanto abstracta, pero hondísima. El gran profesor que fue Jiménez de Asúa no nos era simpático y no caía bien tampoco a los que eran más suyos, por su aspereza, por su inclinación hacia el sarcasmo: me alegró mucho saber, hace años y por Laín, que Asúa había encontrado en la amargura del exilio y en la madurez de sus trabajos el camino de la simpatía y del ennoblecimiento. Los jaleos en la universidad de los años treinta, muy dividida, podían armarse a la hora de la clase de Asúa; pero más tarde, cuando aquellos pasillos hervían en gritos, insultos, bofetadas y estacazos, se hacía un hueco de silencio y de respeto porque don Fernando pasaba.El curso que con él seguimos era una ampliación de las conferencias que dictó en América durante la dictadura. Era un retrato de la religiosidad «política» de la España de Carlos V. Si, años más tarde, el libro monumental de Bataillon contribuyó enormemente a crear en los curas universitarios una mentalidad muy admiradora de Erasmo, mentalidad preconciliar, la raíz española de ese buscado humanismo evangélico era doble: el recuerdo de las clases de don Fernando y el magisterio vivo de Gregorio Marañón.

De ninguna manera quiero trampear minimizando la importancia de un libro tan actual como El sentido humanista del socialismo; pero es que lo otro, siendo menos político en apariencia, contribuía a algo muy trascendental y llamado a influir en el posible y distinto talante del cura español que hombreaba un clima de tolerancia, de decoro intelectual: no identificar la esencia de lo español con la gloria y la tragedia de la Contrarreforma, ir más allá para querer mucho a ese humanismo español, era ganar una gran batalla. Allá por los años cincuenta y con motivo de una fiesta de Santo Tomás se renegó desde la iglesia de la Ciudad Universitaria de la expresión «martillo de herejes»: lo oía, gozoso, Marañón desde el cuarto banco y sufrió con. nosotros por la inevitable incomprensión que quería convertirse en denuncia y que lo fue. Podrían dar testimonio de esto algunos que ahora proclaman su incredulidad, y hasta la afirman con cierto rencor, para colocarse en la cresta o a los lados de ciertas olas. Recuerdo, en cambio, y con ternura el pequeño coro de gratitud de la familia Uña y de los Azcárate, que estaban en Madrid.

Como en los años treinta había enorme pasión política y, como consecuencia, vivísima pasión cultural, hacíamos horas de cola para tener sitio en la tribuna pública del Congreso. Recuerdo bien los discursos de don Fernando, oídos siempre con el mismo respeto que las palabras de clase, respeto patente incluso en las aceradas intervenciones de Gil-Robles. Cuando un jabalí pidió que desapareciera el Derecho Canónico de la facultad de Derecho, don Fernando replicó señalando, junto al absurdo de lo pedido, el no menor absurdo de que se enseñara de tal manera que los mismos católicos sentíamos rubor al escuchar la doctrina. El recuerdo se me hace muy vivo en torno a un pequeño paréntesis. La República, como es sabido, abolió los títulos nobiliarios y era un lío, porque de muchos no se sabía el apellido y hubo que recurrir a la muletilla del «ex». Yo le oí decir a don Fernando, y estará en el Diario de Sesiones: «El señor conde de Romanones, Yo no voy a cometer la pedantería de llamarle "ex conde"... Muchísimos años más tarde, pues casi cuarenta, pude oír en la Academia y dar fe como secretario de unas palabras del romanonista Cort: «La Calcografía Nacional, arrumbada en la Escuela de Artes Gráficas, pasó a la Academia gracias a una gestión personal de Romanones con don Fernando.» Repaso ahora esta razón de gratitud leyendo el trascendental libro de Antonio Gallego sobre la historia del grabado en España. Algo más hay que decir: don Fernando, como ministro de Instrucción Pública, quitó el calificativo de «real» para las Academias, pero no se le ocurrió intrigar para que el conde de Romanones o el duque de Alba no siguieran siendo directores.

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Hay el peligro de quedarse con la silueta que de don Fernando da el Azaña presidente del Gobierno: Azaña, discípulo y admirador de Giner, no lo era tanto del tono de los institucionistas porque Azaña nunca se sintió profesor, y su vida, tanto la de soltero-solterón como después la de hogar, llevaba muy distinto aire; pero en las Memorias del Azaña grande, del Azaña dolorido, la entrevista con don Fernando revela un más alto entendimiento, en un diálogo de mutua amargura y de mutua grandeza. Merece la pena citar este párrafo que lo dice todo: «Otra tarde ha venido Fernando de los Ríos. No nos veíamos desde hace más de un año. También se le conoce el tiempo transcurrido. Parece como nunca un modelo de El Greco. El encuentro le impresiona. Me dice cuánto se ha acordado de mí, y cree comprender lo que estoy pasando. No lo dudo. Mejor que casi todos lo comprenderá él, por ciertas analogías de formación intelectual que apenas ningún otro político tiene conmigo.»

Poco antes de morir, don Fernando coincidió en un viaje y en el mismo avión con el entonces director general de Bellas Artes, marqués de Lozoya. Lozoya -él me lo dijo- no le saludó, pero sí le espió, y el espionaje era cariñoso porque don Fernando iba leyendo a Luis Vives. Parece que don Fernando llenó el renglón de alguna ficha de emigrante, definiéndose como «cristiano erasmista». Lo creo y ojalá tuviéramos más detalles y matices de esa agudizada religiosidad. ¿Por qué escribo yo de esto habiendo ya escrito largamente de su labor musical en el Ministerio? Porque pienso que no es necesario reñir si los liberales, si los no socialistas, si los del centro -para entendernos, del centro tan desprovisto de pasión cultural- aciertan a sentirse, a merecer ser herederos de un talante liberal, de un humanismo no en las nubes, sino volcado sobre las necesidades materiales y espirituales del hombre español. Si se quiere encauzar políticamente y en serio el invocado «humanismo cristiano» habrá que incorporar buena parte del llamado «socialismo de cátedra», denominación un poco antañona, pero no importa. «De cátedra», sí, pero con los riesgos asumidos de la cárcel, y de algo peor que la cárcel, para un corazón sensible: la lejanía, la enemistad de los que antes eran compañeros y amigos. En esas conferencias americanas, don Fernando hasta se enternece al evocar las figuras sacerdotalmente ejemplares de Asín Palacios y de Zaragüeta. A ambos les ayudé a misa y ambos devolvían respeto y afecto a don Fernando.

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