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Una matinal en el Circo Ruso sobre hielo

El viajero está cansado. Llega a Madrid por una carretera excesiva en todo, tanto, que no sabe si ya está o todavía le quedan unos kilómetros. Pero pronto ve ese descampado familiar que poco a poco se va llenando de edificios mastodónticos, pero que dejan todavía un espacio libre, siempre misterioso por inútil. O tal vez no, tal vez no sea tan inútil cuando sobre la arcilla de esta plaza comienza a levantarse la gran carpa del Circo Ruso sobre Hielo de Angel Cristo.

Los circos caen en la ciudad como una gota de agua que genera una excitación poco usual. Niños y padres, progres e intelectuales, hacen una vez más un proyecto de asistencia, de recuperación de unos años donde aquello era magia, la magia por definición. De todos esos, sólo los niños tienen el empuje suficiente para convertir el proyecto en práctica, y así, después de los churros mañaneros, una multitud a dos alturas (padres y niños) comienza a penetrar bajo aquella inmensa lona que oculta el sol otoñal y proteje del viento serrano.

El ambiente de una matinal en el circo es el circo. Los acomodadores, con su acento moro, van acomodando a la gente, mientras otros endosan a quien se deja los papeles de una rifa que tendrá lugar al final de la función. De esta manera se va creando un cierto suspense y todo está preparado para cuando se encienden los focos y en la pista central (de hielo) aparecen unas señoritas enfundadas en lamé de plata que evolucionan por el recinto hasta que se da paso a un señor que viste de cosaco y que tiene, al parecer, tres piernas, con las cuales patina airosamente.

Después, y en las tres pistas a un tiempo, tres contorsionistas (ellas) se vuelven sobre sí mismas y toman una flor de un vaso de cristal. Una se cae un poco, o sea todo, pero el presentador dice: « ¡Fantástico!» (el otro suele decir: « ¡Extraordinario! », y la juerga sigue, porque entran los elefantes. Son tres moles, dominadas por la joven pero recia mano de Garrido Cristo, que, con sus catorce años, es presentado como el domador más joven del mundo. Un elefante hace el pino, que es muy bonito, y enseguida vamos a La familia Segura, que son saltadores de cama elástica. El padre, que es el portor; la madre, que ayuda, y dos niños (él y ella) que deben andar en los diez años. Hacen cosas increíbles (« ¡tan pequeños! ») y alguna vez, la niña rubia se cae, porque lo tiene difícil de veras. Aquello resulta emocionante. Bastante más que los chimpancés patinadores, que patinan más bien poco y no hacen nada del otro mundo, excepto, tal vez, cuando uno de ellos maneja una máquina de hacer salchichas, sin relación alguna con el contexto.

Ya se ve venir el descanso (lo de las salchichas), pero antes aparece en plan de patinaje La fantasía sobre la Isla del Tesoro, una especie de ballet sobre hielo no muy sugerente, pero que acaba con una divertida y ruidosa batalla entre el barco pirata y una indefinida armada. Pero antes del descanso han de aparecer también los dos cuartetos de trapecistas, que, como siempre, están bien. Luego, una samba sobre hielo, pues, como había dicho el presentador, «Brasil es un bello país; para amar, sentir y dansar la samba».

Y los espectadores, al mortecino y claro sol de noviembre, para intentar ligar una coca o un perrito. Y otra vez adentro para ver a Tarzán de las fieras, es decir, al domador, que tiene un par de leones bonitos de veras. El gran faraón es ese tipo que mete a una señora dentro de una caja y hace con ellas mil perrerías, y al que nunca se le cole el truco. Asombra mucho de puro durar. Luego, unos osos de los Cárpatos que, sobre todo, resultan muy grandes, y son lo único ruso (¿lo son?) del circo. Y así todo, hasta que los payasos (el clown con un traje precioso y brillantísimo) cierran la matinal con el concurso y el follón y el desfile final, mientras la gente huye con sus niños para llegar a la paella del domingo. Los niños van con buena cara y un algodón de caramelo embadurnándoles; los padres, también, que la alegría y la ilusión pueden ser contagiosas.

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