Galileo, nueva imagen
No se trata de la imagen dramática viva, declamatoria, del Galileo de Brecht. Ni de la estampa de un Galileo en la hoguera ofrecida en un «desliz» periodístico por un escritor político de resonante éxito. Es la imagen real del instaurador de la ciencia moderna, que el papa Juan Pablo II quiere reivindicar ahora en nombre de la Iglesia, que en su día le condenara y humillara tan injusta y obcecadamente. Pretexto este feliz para evocar a Galileo no solamente como uno de los constructores de la ciencia moderna, sino de algo todavía más importante y actual: el pensador moderno que sabe unir los destinos de la ciencia a los destinos de la filosofía.Para comprender el lugar que ocupa Galileo en la historia de la ciencia, en sus relaciones ontológicas con la filosofía, conviene proyectar su obra y su personalidad, en primer lugar, en la perspectiva de la revolución cosmológica, que acepta y defiende con espíritu altamente especulativo, una revolución en la que le preceden, de forma inmediata, Copernico, Ticho Brahe y Kepler. La ciencia será, para Galileo, especulación matemática de estructura mecánica, pero también será epistemología. Con razón se ha dicho que Galileo es el primer científico en un sentido especulativo, pero también el primer epistemólogo moderno. Si se tiene en cuenta también el valor estético de sus escritos, igualmente se le puede considerar como una encarnación de la plenitud del espíritu humanista. Tras la obra de Galileo y de sus antecesores inmediatos, hay, como ha observado con gran agudeza y espíritu de intuición Koyré, como una especie de misterio de la ciencia. Nada explica la revolución copernicana desde el punto de vista de la lógica misma de la ciencia. La explicación conviene buscarla en un terreno extralógico, en una especie de auténtica metafísica del misterio. No fue una necesidad experimental ni filosófica, en el sentido lógico, sino una necesidad física, de tipo mecánico. Desde el punto de vista de esta necesidad, la explicación ptolemaica era inexplicable. Llega un momento en que filosofía y ciencia se demuestran incapaces de ofrecer una imagen coherente del Universo. Por una necesidad que permanece fuera de la lógica, la revolución copernicana se realiza fuera del ámbito de la ciencia. Se ha dicho, y no en vano, que por razones estéticas y metafísicas, en busca de una nueva armonía del Universo, Copérnico realiza su revolución. Todo se mueve, a través de Copérnico, Ticho Brahe y Kepler, en la inseguridad. El gran trío precursos de Galileo se centra en el error de la finitud. Por una curiosa paradoja de la ciencia misma en su gestación, es un metafísico, Bruno, el que corrige su error y proclama, en virtud de razones metafísicas, la idea del infinito.
La física de Galileo lo hace, a su vez, por razones físicas y por razones de identidad, entre el espacio geométrico y el espacio real, para que, luego, Newton proclame la infinitud del mundo por una doble serie de razones: razones científicas y razones teológicas.
Galileo proclama la autonomía de la ciencia moderna no en nombre de la experiencia como tal, sino en nombre de su autonomía teorética. La buena física, que es la nueva ciencia del método experimental, no es simplemente la ciencia deductiva de los resultados de la experiencia. Cuando Galileo enuncia el principio de la relatividad física del movimiento; cuando realiza, incluso, sus experimentos, algunos de los cuales, como el de Pisa, han sido puestos en duda, no hace alusión alguna a la experiencia. A los aristotélicos que le preguntan si ha hecho para tal principio una experiencia, Galileo les contesta que no tiene ninguna necesidad de hacerla y que puede afirmar sin experiencia alguna que es así, que no es necesario hacerla, que no puede ser de otra forma. La buena física es una teoría apriorística, es una ciencia de la hipótesis, de la experiencia imaginaria, de los «síntomas», del lenguaje matemático de las leyes físicas, que hace n que la naturaleza tenga una escritura geométrica, que «escriba en caracteres geométricos». La nueva ciencia, la nueva física, es la geometría del movimiento formulado a priori según el principio de la hipótesis y de la experiencia imaginaria. Se trata, por encima de todo, de un nuevo lenguaje especulativo. Esta es la gran revolución de Galileo. Las matemáticas son la nueva sintaxis de la ciencia física, de acuerdo con una estructura-racional de la naturaleza, en una concepción apriorística de la ciencia experimental moderna, que solamente de esta forma puede constituirse como algo autónomo de la filosofía y de la teología. El tema de la experiencia imaginaria es una idea de grandes anticipaciones en Galileo, que se encontraría de cara a la física de la relatividad con la experiencia del pensamiento de Mach y Popper. Como fundamento de esta forma anticipadora de experiencia imaginaria, Galileo implica en su doctrina de la ciencia el concepto de inercia, que aparece en forma explícita en Descartes y Newton, y que culmina en Einstein y su teoría de la relatividad. Newton atribuye a Galileo el descubrimiento del principio de la inercia, pese a las contestaciones posteriores. De acuerdo con su teoría física de carácter especulativo, Galileo sabe identificar el espacio real con el espacio geométrico y admite, platónicamente, de acuerdo con la intuición metafísica de Bruno, y en desacuerdo con Copérnico, Ticho Brahe y Kepler, la idea de Universo infinito.
En este sentido, el lugar de Galileo en la historia del pensamiento es revelador. Su teoría de la ciencia en cuanto método experimental, accede a la metafísica, no en cuanto residuo de una mentalidad medieval, sino en cuanto intuición anticipadora que hace que la propia autonomía de la ciencia lleve (proceso en marcha en nuestra época de «superación» de la metafísica) a su encuentro real con la filosofía. Protagonista de una ciencia moderna en gestación, Galileo intuye los ulteriores excesos de la concepción puramente mecanicista de la ciencia, y logra, de esta forma, por un salto histórico notable, encontrarse con los principios actuales de la física cuántica e indeterminista, que rompe con la tradición de la ciencia clásica y vuelve a la tentación galineana, que reside en una especie de inmanencia metafísica de la ciencia misma.
En uno de los congresos en que coincidí con el entonces cardenal Wojtyla, éste desarrolló, en forma brillante y veraz, en términos de viva modernidad, su tesis sobre la filosofía de la praxis. Praxis y espiritualidad, concretamente vivida, han impulsado al nuevo Papa, compatriota de Copernico, a la reivindicación de Galileo y de la ciencia moderna en la radicalidad humana de sus fundamentos.
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