Las turbaciones de la derecha
Embajador de EspañaNo se puede poner en duda que UCD ha hecho -y hace- lo posible y, en ocasiones, lo imposible por mantener su imagen centrista. Con ello ha logrado cubrir un amplísimo espacio en el desarrollo político de la transición -¡nada menos que el del poder!-, prestando además, por encima de aciertos y errores, un delicado servicio. Los planteamientos de una política de equilibrios y equidistancias obedecían a una exigencia inesquivable: la de montar los artilugios y mecanismos precisos para salvar los múltiples peligros, y asechanzas del dudoso camino hacia una democracia representativa y coronada. El incierto y amplio conglomerado de votantes conseguido por UCD obedecía a un compromiso simple y de difíciles logros: el de organizar la moderación, como se dijo con frase oportuna.
Todo eso es cierto y de innecesaria controversia. La necesidad de un partido de centro -adaptándonos a una nomenclatura política tradicional- partía de la presunta aparición y desarrollo de un sólido bloque de derechas, consciente y dinámico. La estriategia surgía a manera casi de corolario. Supuestas unas radicalizadas organizaciones de izquierda, enardecidas al liberarse de los frenos de la anterior situación, y unas derechas a la intemperie tras la desaparición del franquismo, se hacía imprescindáble la creación de una fuerza contrabalanceadora, que actuara de almohadilla entre los dos presumibles y enconados enemigos.
La realidad vino a desvírtuar, en parte, este previsible esquema.
Para comenzar, los tradicionales partidos de izquierda -socialistas, comunistas y sus sucursalesprefirieron, en un principio, asentar sólidamente su base en la naciente democracia en lugar de lanzarse a una amedrentadora conminación revolucionaria. La hábil instrumentación de las dos centrales sindicales de inmediata adscripción partidaria -UGT y Comisiones Obreras- permitió una inteligente y doble maniobra: mientras los sindicatos mantenían en pie la lucha y el hostigamiento, a la par que cubrían el flanco proselitista, los partidos de la izquierda podían hacer gala de un comprensivo y táctico colaboracionismo en tanto prosiguiera el período de aclimatación democrática.
Mientras, la derecha reconocida y proclamada no concluía de hacerse con los papeles, de aprenderse la partitura. Se le han ofrecido los mejores pretextos para orquestar sus argumentaciones -terrorismo, inseguridad ciudadana, campañas independentistas, desbarajuste económico, paro creciente, etcétera-, sin que sobre ellos haya logrado montar una acción coordinada, ofrecer un panorama de soluciones. Las demagogias de munición y los desahogos nostálgicos, por más nobleza que éstos pudieran encerrar, no constituyen materia suficiente para instrumentar una política atractiva y prometedora.
Además, a la derecha consciente de serlo, creyente en una serie de sólidos principios tradicionales y de su imprescindible salvaguardia, le ha salido un ambiguo y aprovechado competidor: Unión de Centro Democrático. Desde un primer instante, la oleada de votos que acudiera a los reclamos de UCD procedía, en una fuerte proporción, de las masas que sirvieron de base sustentadora al sistema franquista. La suprema habilidad de Adolfo Suárez ha consistido en su ágil manera de asumir la figura del inevitable. Inevitable, para garantizar el ejercicio de la ponderación en la travesía del tránsito; inevitable, si se quería llegar a puerto sin excesivos traumas y alteraciones. El aprovechamiento y rentabilidad de esos condicionantes ha sido, hasta ahora, una de las razones decisivas de la fortuna política del presidente Suárez, sin que sea sencillo vaticinar la posible prosecución de estos beneficios en los replanteamientos del futuro.
La derecha -lo mismo la visceral que la racionalizada o la de los intereses- aún no se ha repuesto del choque emocional producido por la desaparición de Franco. Esta ha sido una de las causas de su desorientación y fragmentaciones. Mientras unos sueñan con el retorno a un franquismo sin Franco -cosa tan difícil de condimentar como un caldo de gallina sin gallina-, otros se debaten bajo la divisa de «una derecha civilizada», en desgastadoras marchas y contramarchas. Aquellos no hacen otra cosa que ilusionarse -fantaseando sobre una estrategia imposible- con un eventual golpe de Estado. De ahí su cortejo a los cuartos de banderas en lugar de entregarse a una operativa conquista de la calle, con todos sus albures y resultados.
La otra derecha -la que intenta revalidar el título de «civilizada»- tampoco ha acertado con su tono. Deja pasar, una tras otra, sus ocasiones, sin atinar con las respuestas al sinfín de problemas que implícitamente, desde la perspectiva de un conservadurismo tradicional o renovado, le están dando la razón. La política tiene esas paradojas. En tanto unos mecanismos de artificiosa elaboración y ambiguos postulados han podido hacerse con el poder -y hantenerlo- gracias a los más hábiles manejos y prestidigitaciones, causas y argumentos evidentes y reales permanecen poco menos que en el polvo, sin que surjan quienes consigan orquestar una voz adecuada y una argumentación actual y convincente.
La derecha desplazada -ya que existe otra bien establecida en los compromisos del poder no puede resignarse a una dialéctica de negaciones tal como la que -con recursos tronitonantes o lastimeros- viene practicando. Prohibirse la ostentación de sus tocas de viuda -por otra parte, ya fuera de uso- significaría el intento más serio de renovación de su imagen. La derecha anda necesitada de sacudirse sus complejos, lo mismo los de encubrimiento que los de vanos exhibicionismos y gesticulaciones. En política no vale taparse el rostro con las manos, ni tampoco servirse de él para aderezarlo con afeites o cirugías. Cada uno es quien es, sin disimulos ni prepotencias, ya que en el ruedo político todo el mundo es pecador, según como se le mire.
La sociedad, sin embargo, necesita de todos, máxime cuando se organiza democráticamente para ayudar a la convivencia y al cumplimiento del destino del hombre. La derecha debe encarnar aquellos rigores y cualidades que tiendan a sortear y prevenir los desconcertados peligros de la disociación, el despeñamiento. No se trata de detener la historia, aceptando el papel del hirsuto y bravío reaccionario, sino la de asumir- la integridad de los cambios del tiempo, practicando la salvaguardia de los titulados valores tradicionales, a los que ha de inyectar la dinámica propia del avance y la conservación.
Casi sin buscarla ha saltado una palabra clave, que la desparramada derecha española ha carecido de la gallardía para enarbolarla: conservadurismo. Lo que aquí sucede es que, dentro de una ya aceptada nomenclatura política, el espíritu y mentalidad conservadores se extienden mucho más de lo que parece. Si se prescinde de algunos grupos que se autocalifican de liberales progresistas, la generalidad de los corazones de UCD no pueden acallar su latido conservador, que prosigue hacia la derecha con palpitaciones de alternada aceleración.
A la descentrada derecha de este país y esta hora le vendría muy bien decidirse a una leal y coadyuvante definición, al margen de nostalgias y pasionalidades. Pero estas reflexiones se han alargado con exceso. Día habrá de volver sobre ellas.
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