La otra crisis del Estado
EL INGRESO en la Administración pública a través de unas oposiciones o por la puerta falsa, ha sido uno de los objetivos tradicionalmente más codiciados por las clases medias españolas. La propiedad vitalicia de un puesto de trabajo, la seguridad en el empleo, el lento pero firme ascenso en el escalafón, los ritmos de trabajo menos exigentes que en la empresa privada y los privilegios, grandes o pequeños, de la titularidad de funciones públicas constituyen la trama de ese modesto sueño que alimenta a nuestra burocracia, notablemente engordada en los últimos años, pese a la crisis, por la repesca de los funcionarios sindicales y del Movimiento del antiguo régimen. El enmadramiento en el Estado no sólo protege de los expedientes de crisis, despidos y cancelaciones de contrato del sector privado -por algo los funcionarios quedarán excluidos del Estatuto de los Trabajadores-, sino que también suaviza los molestos controles de productividad, cumplimiento de horario y disciplina de las fábricas y empresas de servicios. Confiere, además, poderes sobre el resto de los ciudadanos, no despreciables cuando se ejercen a través de una ventanilla o estampando sellos de caucho y considerables en los casos en que es la libertad o la integridad física de las personas las que se hallan en juego. Finalmente, la función pública en algunos sectores garantiza incluso ingresos mayores que en el sector privado, sobre todo si se toma en cuenta el trabajo realizado.Las campañas de la ultraderecha y de esa derecha conservadora cada vez más próxima al extremo del espectro insisten últimamente en la «crisis de autoridad» de la situación política española. Sus denuncias de las violencias terroristas y del deterioro del orden público, en sí mismas justificadas, resultarían más convincentes y útiles si aportaran, a la vez, un diagnóstico racional de sus causas y unas propuestas no apocalípticas de solución. Pero, paradójicamente, las frecuentes jeremíadas sobre, la «crisis de autoridad» rara vez toman como motivo para sus lamentos otro aspectos alarmante de ese fenómeno: el alzamiento de algunos cuerpos de funcionarios contra el Parlamento y contra el Gobierno, que en última instancia representan, con los defectos y torpezas inherentes a cualquier actuación humana, a los ciudadanos que los han elegido mediante sufragio universal y que, por medio de sus impuestos, sufragan las elevadas partidas presupuestarias necesarias para pagar a los funcionarios públicos.
El pasado lunes concluyó la prolongada huelga de auxiliares de la Administración de justicia -hay que decir que en las motivaciones económicas esta huelga siempre resultó razonable, pero sólo en ese aspecto-. Se anuncia para este mismo mes otra huelga de funcionarios de la Administración local. Excluidos de la normativa laboral ordinaria y pendiente aún el Estatuto de la Función Pública, estos paros se mueven en un impreciso limbo instalado entre la legalidad y la ilegalidad. Sin embargo, parece lógico aventurar que las responsabilidades comunitarias de la función pública y sobre todo las privilegiadas condiciones de seguridad en el empleo y régimen laboral de sus titulares exigen criterios más restrictivos para declarar legal una huelga y hacen imposible su carácter indefinido. Las empresas castigadas por un paro ininterrumpido que les lleva a la bancarrota recurren al lock-out o terminan por cerrar sus puertas para siempre. El Estado sólo en circunstancias revolucionarias entra en quiebra; como patrón, por tanto, debería disponer de algo más que de toneladas de resignación para defender el bien común. No deja de ser irritante para los ciudadanos que trabajan en el sector privado, y posiblemente también para las centrales sindicales, a quienes se exhorta moderación y responsabilidad ante la crisis, ese espectáculo asombroso de las huelgas sin riesgo de funcionarios públicos que además son propietarios vitalicios de su empleo.
Pero no siempre se trata de dinero. El encierro de los funcionarios del cuerpo de prisiones en Herrera de la Mancha, ayer concluido sin que conozcamos los acuerdos establecidos con el Ministerio de Justicia, ha sido un peldaño más en la preocupante escalada del asedio al Estado desde dentro. Los funcionarios encargados de impedir sediciones y revueltas organizan la suya propia como incongruente respuesta a las denuncias por supuestos malos tratos a los presos formuladas por un grupo de abogados. Los funcionarios que cuidan de reclusos que sólo pueden ser privados de la libertad por resolución judicial buscan ahora el atajo de una investigación administrativa que haga superflua la actuación de los tribunales exigida por los denunciantes.
Y aunque sea desde otra instalación política e ideológica, también los funcionarios del Tribunal de Cuentas han decidido proclamarse independientes y paralizar su trabajo en nombre de los intereses colectivos. Agradecemos su desvelo por la falta de garantías de las actuales instituciones para el control y fiscalización del dinero de los contribuyentes, pero su propia huelga no es sino una manifestación de ese despilfarro del gasto público que tratan de evitar con su denuncia. No era un dato confidencial, sino un secreto a voces, que el Tribunal de Cuentas, tal y como ahora existe, es un trasto viejo incapaz de ejercer sus competencias. Si la huelga de sus funcionarios hubiera, sido declarada bajo el anterior régimen, tal vez se hubiera podido elogiar el valor cívico y la audacia de sus promotores. Ahora, cuando el artículo 136 de la Constitución confía a una futura ley orgánica la composición, organización y funciones del Tribunal de Cuentas, que «dependerá directamente de las Cortes Generales y ejercerá sus funciones por delegación de ellas en el examen y comprobación de la Cuenta General del Estado», ese gesto es cuando menos impaciente. Y a estas crisis. sí que es preciso poner coto desde ya en defensa de la supervivencia del propio Estado.
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