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Crítica:LOS CONCIERTOS DEL REAL
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Barenboim: de la "Patética"a los "Años de peregrinaje"

De pronto, Alfonso Aijón parece haber resucitado usos y costumbres de la vieja Sociedad Filarmónica: aquellas series de recitales de Eduardo Risler, de Alfred Cortot, de Rubinstein. Eran tiempos en los que se viajaba más despacio y los artistas se instalaban en cada ciudad por un par de semanas.Daniel Barenboim lleva en la cabeza y en el dominio de sus dedos muchos programas, sin que la duplicidad de funciones -pianista y director- los hayan limitado. No en vano estamos ante una capacidad musical asombrosa. Pero también ante una calidad artística cada vez más evidente en sus hondísimas dimensiones. Tres recitales ahora y otros tres después de Navidades son, junto a las actuaciones al frente de la Orquesta de París, una presencia importante de Baremboim en Madrid. Y, por supuesto, cada programa, tan apretado de contenido, supone una experiencia musical completa: las tres últimas sonatas de Beethoven, la Patética, la Appassionata y las Variaciones Diabelli y los Años de peregrinaje (Suiza y Sonata-Dante), han tenido en Barenboim un intérprete ejemplar, por rigor, humanidad, seguridad de pensamiento y dominio técnico.

La «familiaridad» del público con el pianista fue subiendo de grado: primero eran grandes ovaciones, estentóreos bravos; al final, una suerte de diálogo afectivo. Barenboim, en la séptima propina de su recital Liszt: «Esta es la última.» Diversas voces en las alturas: «Gracias», «gracias.» Yo no recordaba este tono cordial desde las series de Rubinstein (solían ser tres conciertos: presentación, despedida y despedida definitiva). La corriente de comunicación entre artista y público hace bien a ambos, pues los acerca hasta destruir la idea mitificadora del «divo» encaramado en, su alto pedestal, rodeado por lo que los cronistas de antaño denominaban «simples mortales» o «común de las gentes».

Las sonatas de Beethoven

Las tres últimas sonatas beethovenianas (compuestas entre 1820 y 1822) pueden ser vistas como una sola e inmensa obra. Es más, Barenboim dice que le gustaría tocarlas sin intermedios que implican desconcentración en el intérprete y el auditorio. Se trata de una de las grandes «sumas» beethovenianas en las que la idea rompe la forma para abrirla al futuro (un futuro en el que, entre otros, está Franz Liszt).

Esa idea, capaz de crear la técnica -como dice Fischer-, esa «sustancia», que diría Falla, adquiere tal entidad y tan compleja problematicidad como podamos hallar en los últimos «cuartetos» o en la Novena sinfonía. Hizo bien Bareriboim en programar, después del gran tríptico, dos antecedentes tan decisivos como la Patética (1799) y la Appassionata (1805), pues ellos anuncian el sentido, el carácter y la evolución técnica de las sonatas postreras.

En el «alma» del conflicto habitan dos principios que, a modo de protagonistas, no abandonarán el dramatismo de Beethoven: los que Jolivet denomina «principio implorante» y «principio oponente» («contestatario», diríamos hoy). Lo «patético», que suele confundirse con lo trágico, se mueve en la sonata octava dentro de sus términos exactos: aquellos que se balancean entre la tristeza y la melancolía. En la «appassionata», adjetivación acertada, pero que no es de Beet hoven, sino del editor hambur gués Cranz, se alcanzan, para Berlioz, cimas más altas que sus más grandes sinfonías, a la vez que aparece maduro el sistema evolutivo de la música beethoveniana a partir de un par de células. Ideológica, sentimental y técnicamente, el camino está preparado y el compositor lo andará, paso a paso, hasta ascender al formidable resumen de las «opus» 109, 110 y 111. Un analista español poco glosado, Felipe Pedrell, se refiere, al escribir sobre la introducción a la última sonata, y asegura: «Nada puede ponerse al lado de esta música impar. El tiempo grave de la Patética parece, a su lado, un niño.»

Daniel Barenboim se enfrenta con cuantos interrogantes plantean las creaciones pianísticas de Beethoven; desentraña su contenido, objetiviza su expresión, evidencia unas estructuras que no son mera cuestión técnica, sino derivación lógica de un estilo de pensar y de sentir la música. Y, ante todo -ese todo que se da por supuesto en un virtuoso de tantos quilates- está el «milagro» de crear mundos sonoros. Barenboim «desmecaniza» el piano para crear un sonido personal, transparente, directo en su calidad y enormemente flexible en la organización de los procesos dinámicos.

En Barenboim, la música ¿continúa el silencio?, ¿lo contradice, lo interrumpe o lo asume?. En el borrar los límites entre silencio y sonido, en hacer musical lo que en otros es expectativa indefinida, reside acaso uno de los grandes secretos de nuestro pianista. También en enfrentar lo que Liszt denominaba «potencia asimiladora» del piano con el «verdadero carácter de la voz humana», que pedía Casella. Se comprende bien que quien interpreta las «sonatas» de Beethoven o de Liszt como lo hace Barenboim sintiera la tentación, más aún, la necesidad de acercarse a la voz humana y a la orquesta, a la acción del drama musical y a la diversidad tímbrica ,de lo sinfónico. ¿Cabe una traducción más perfectamente «dramática» que la de Barenboim en las variaciones-Diabelli, nacidas accidentalmente como dedicación exterior y utilitaria, y maduradas en la mente de Beethoven como gran obra de arte?

Liszt ante los lagos suizos

Y, después, Liszt: meditativo ante el paisaje de los lagos suizos, escuchando en su intimidad la «naturaleza impenetrable» de Oberman, serenando en sus pentagramas las agitaciones de Sénancour, «el pensador más trágico, incluido Pascal», al decir de Unamuno, complaciéndose a orillas de un manantial o con la música, aérea y grave, de las «campanas de Ginebra». Y el Liszt que canta al Dante a través de la sugestión poética de Víctor Hugo: «Su vida, sombra fugitiva perseguida por espectros». Siempre el mismo y siempre otro, el piano de Franz Liszt plantea distintos problemas. Hay que entenderlo, como Barenboim, desde el futuro que profetizó en sus pentagramas: narración, intensidad expresiva, melodía continua, casi infinita, armonía en movimiento, nuevo «¡deal sonoro».

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