Asociacionismo judicial: miedo al sector crítico
Abogado fiscal de la Audiencia Territorial de Madrid y miembro de Justicia DemocráticaEn el mes de mayo de 1870, Montero Ríos presentó a las Cortes un proyecto de Código Penal que «en dos días, pocas horas y corto número de diputados fue aprobado». Tal hemos estudiado en los libros de texto en las facultades de Derecho. Eso sirvió para que Silvela le calificase de «Códigos de verano». Dudoso es, sin embargo, que el proyecto de ley orgánica del Consejo General del Poder Judicial, aprobado por la Comisión de Justicia del Congreso en dos templados días otoñales, en muy pocas horas y ante un número no muy excesivo de diputados, dure tanto como aquel Código Penal que, salvo las reformas introducidas como consecuencia de los cambios políticos habidos en el país -1928, 1932 y 1944-, sigue rigiendo en la actualidad, sobre todo por lo que a la materia asociativa se refiere, ya que la misma, una vez más, convierte a los miembros del poder judicial en niños pequeños, al lado de los que pertenecen a los otros dos poderes del Estado, según la división tripartita de Montesquieu.
Si el Pleno del Congreso o el Senado no lo remedian -y no hay, por el momento, motivo alguno para pensar que ese acontecimiento se vaya a producir-, se va a consagrar algo difícilmente conciliable con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los tratados internacionales ratificados por España, que proclaman el derecho de las personas a la libertad de asociación y el no estar nadie obligado a pertenecer a una determinada.
¿Por qué ha tenido interés el partido mayoritario en separar a magistrados y fiscales, exigir un mínimo de un 20% de miembros judiciales para formar una asociación y que las que se constituyan han de tener carácter nacional, lo que no deja de ser chocante en un régimen de autonomías?
Lo primero que habrá de tenerse en cuenta es si a los españoles que desean asociarse se les exige un tanto por ciento del censo que sea. Hoy por hoy, si ello se exigiera en materia política, no habría más de dos partidos con representación parlamentaria, pues sólo dos superan ese tanto por ciento entre quienes ejercitan el derecho al voto. Y todavía más. Si fuera necesario para constituir un partido político contar con un número de afiliados equivalente" al 20% de 36 millones de españoles, no existirían en nuestro país partidos políticos.
De otra parte, parece lógico pensar que teniendo en cuenta las peculiaridades de los pueblos y nacionalidades que integran el Estado español se puedan constituir en las mismas asociaciones judiciales, sin perjuicio de federarse con las que pudieran formarse en otros lugares.
Pero el verdadero motivo de poner tantos inconvenientes en materia asociativa, del que no hay que excluir la separación de jueces y fiscales, que, con evidentes funciones distintas persiguen un interés común, actuando unos y otros objetiva e imparcialmente, no es ese. El verdadero motivo -y que lo desmienta quien se considere aludido- es evitar que en lo sucesivo siga existiendo un sector crítico dentro de la magistratura, sector crítico que hasta ahora ha tenido nombres y apellidos: Justicia Democrática.
Lo malo es que no se tiene en cuenta que la discrepancia es lícita en una democracia y que ese sector crítico de la magistratura ha luchado siempre por un Estado de Derecho y por las libertades públicas, que acata todas las leyes emanadas del Parlamento y que respeta al Gobierno salido de las urnas, porque cree precisamente en la democracia, sin perjuicio de exponer sus puntos de vista, que, por encima de todo partidismo, piensa que es lo mejor para el pueblo. Ojalá que en todos los cuerpos, organismos e instituciones del país se pudiera contar con unos «críticos semejantes». Más bien parece que los «discrepantes» no son los enemigos del sistema y sí que los enemigos están en otros lugares y perfectamente localizables.
Pero vivimos tiempos de confusión. El problema no es que unos funcionarios se proclamen centristas, socialistas o comunistas. No. El problema es que quienes simplemente se proclaman partidarios de la democracia y, por tanto, demócratas, no están bien vistos. Los militares que públicamente defendieron la democracia están expulsados del Ejército (¿hasta cuándo?). Los funcionarios de prisiones demócratas no se atreven a decirlo ni en voz baja. Los policías que tal se consideran no parece que lo pasen muy bien, ni en Madrid ni en Alcobendas (mis respetos al señor comisario). ¿Porqué habría de ocurrir lo contrario en la magistratura? Llama la atención el hecho de que en una democracia no del todo consolidada -palabras de líderes políticos- tenga un demócrata poco menos que sentirse avergonzado.
El «divide y vencerás», que, al parecer, persigue el proyecto de ley que se comenta, no es el indicado. Triste será que quienes han defendido, entre otras muchas cosas, la libertad de asociación, ante tantas trabas no puedan asociarse. Pero tampoco será una tragedia. Al fin y al cabo, el asociarse es un derecho y no una obligación. Hubo una época en que unos hombres de este país, con lo que demostraron su buen gusto, no hicieron uso del derecho -es un decir- de asociación que les brindaba el entonces presidente del Gobierno. Surgieron así los «Tácito», «Fedisa», «Godsa» y «Libra», esperando mientras tanto tiempos mejores. Tal vez, y como quiera que se dispone de la libertad de expresión -conquistada no sin pocos disgustos-, en espera de mejores vientos, sea necesario inventar la «Libra judicial» (que en una época en que se debaten las remuneraciones económicas no es mal nombre).
Por lo que se refiere al fraccionamiento que se produciría dentro de la magistratura, que es el argumento que se esgrime para impedir la plena libertad asociativa, no parece que ello debiera preocupar al ejecutivo ni al legislativo. Hasta el momento se han ignorado las asociaciones que, integrando a magistrados y fiscales, venían funcionando de hecho en Baleares, Cataluña, Andalucía, Galicia... Los madrileños no tuvimos tanta suerte, ya que se nos impidió utilizar los locales de los juzgados y fiscalía para ejercitar un derecho constitucional. Pues bien, uno tiene derecho a preguntar ingenuamente (quien esto escribe es de una ingenuidad terrible): ¿No se puede respetar un poquito -sólo un poquito, ¡eh!, sin pasarse- a los miembros del poder -que en esta materia poco puede- judicial?
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