Desobediencia civil y pago de impuestos
LA ASAMBLEA extraordinaria que reunió ayer en Madrid -y en Barcelona la semana pasada- a varios miles de empresarios de restaurantes, bares, cafeterías y salas de fiesta, para protestar contra el impuesto denominado impropiamente de gastos suntuarios, que autoriza a los ayuntamientos a gravar hasta en un 5 % las consumiciones en estos establecimientos, resolvió, nada menos, que una huelga de desobediencia civil para no pagar esa tasa. Las razonables dudas que podían existir acerca de la instalación ideológica y política de los promotores de esa decisión, demagógicamente rebozada con la consigna de la defensa de la pequeña y mediana empresa, se han desvanecido gracias a las virulentas críticas contra los ayuntamientos que han comenzado ya a aplicar el impuesto, contra el Gobierno que lo decretó y el Parlamento que lo sancionó, y contra los partidos políticos del arco constitucional.La conciencia de los españoles en lo que al pago de impuestos se refiere no se distingue precisamente por su nivel de exigencia. Esta actitud no ha cambiado, desgraciadamente, con el establecimiento de las instituciones democráticas, lo cual demuestra, por lo demás, la debilidad de las razones que solían esgrimirse durante el anterior régimen parajustificar la evasión fiscal. Será necesaria una seria reforma moral antes de que el ciudadano medio considere que su contribución al mantenimiento y funcionamiento del Estado -de la Administración central, de las comunidades autónomas y de la Administración local- es una obligación no sólo legal, sino también moral. Lo cual implica como paso previo, por supuesto, que los contribuyentes puedan controlar, a través de sus representantes en el Parlamento y en los ayuntamientos, el uso que se da a su dinero y que los encargados de administrarlo no lo despilfarren y le den el uso adecuado. En cualquier caso, en la España democrática, a diferencia del anterior régimen, nadie puede pretextar, para no pagar impuestos, que no existen mecanismos institucionales, aunque todavía sean deficientes o estén oxidados, para vigilar el gasto público y exigir responsabilidades a los gobernantes que eventualmente intenten desviarlo en su propio provecho.
Resulta, por ello, inaceptable que un gremio se constituya en cuerpo soberano, como si viviéramos en tiempos medievales, para negar al Congreso la facultad de establecer los impuestos, y a los ayuntamientos -en este caso-, el derecho a recaudarlos. El real decreto de 20 de julio de 1979, de medidas urgentes de financiación, autorizó a los ayuntamientos a gravar con un 5% las consumiciones realizadas en establecimientos del sector llamado de restauración, que podrán repercutirlo en las cuentas de sus clientes. De esta forma serían en última instancia los consumidores, únicos afectados por el gravamen, los que tendrían derecho a manifestar su malhumor, no los establecimientos comerciales, a quienes se asigna la función -ciertamente incómoda, pero no ruinosa- de servir de oficina recaudatoria de los ayuntamientos.
Todavía de peor gusto es que los poderosos utilicen como carne de cañón a los humildes, que son, efectivamente, los únicos para quienes la aplicación del gravamen podría tener negativasconsecuencias, tanto en lo que respecta a la administración de su negocio como a la posible retracción de la clientela. Ahora bien, precisamente el mismo día en que los asambleístas ponían el grito en el cielo, en nombre de los pequeños empresarios, el señor Leguina, concejal de Hacienda del Ayuntamiento de Madrid, recordaba que el gravamen no afectará a las empresas más pequeñas y será aplicado en una escala progresivamente descendente al resto de los establecimientos. Resulta difícil no darle la razón al concejal socialista cuando denuncia «la gran dosis de irresponsabilidad» que lleva consigo profetizar que el nuevo impuesto es un demiurgo de quiebras y de paro en el sector. Sería deseable, por lo demás, que el resto de los ayuntamientos españoles, cualquiera que sea la coalición que los gobierne, siguiera los mismos criterios, equitativos y razonables, que el madrileño.
Se podría tal vez criticar al Estado por haber utilizado esas medidas de financiación urgente -no sólo el gravamen hostelero, sino también el recargo del precio de la gasolina- para sacar del colapso económico a la Administración local. Ahora bien, aguardar a que la reforma y racionalización del gasto público haga posible otros sistemas menos complicados sería condenar a los ayuntamientos elegidos el 3 de abril a la quiebra. Los problemas del sector hostelero son importantes, pero no más graves que otros campos de la actividad empresarial en este país. En cualquier caso, el camino para afrontarlos y la vía para solucionarlos no son que, como grupo de presión, decida hacerse la justicia fiscal por su mano y se niegue a pagar unos impuestos de aplicación común en todo el mundo occidental. Digamos, Finalmente, que aquellos sectores de la opinión preocupados por la crisis de la autoridad tienen, en esta circunstancia, una espléndida ocasión para exigir al Estado que no haga dejación de sus derechos y no permita una manifestación de desobediencia civil que, de salir triunfante, se convertiría en el modelo a seguir para que otros sectores propugnaran sus propias huelgas como contribuyentes.
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