La Orquesta Mondragón: un cabaret de fin de siglo
La Orquesta Mondragón se presentaba por primera vez en Madrid después de la edición de su «elepé» Muñeca hinchable. El Alcalá-Palace estaba repleto en la sesión del martes por la noche. Los medios de comunicación, que después protagonizarían una rueda de prensa algo más que alucinante, hacían sentir su presencia distanciada en el patio de butacas, gestando un ambiente poco dado a respuestas inmediatas, ese enfriamiento de la espontaneidad que dan años de escepticismo.
Es difícil saber si por esta misma razón las evoluciones de la orquesta no resultaron todo lo convincentes que pueden ser. Porque en un concierto donde se establece una mayor comunicación dentro del público, el espíritu crítico puede ser suplido por las santas ganas de divertirse, pasando ampliamente de consideraciones y yendo al grano de lo que allá arriba está ocurriendo. Y lo que ocurría era un despliegue sorprendente, que de una manera sencilla podría ser tomado por un cabaré de finales de los setenta.Debido a ello, la música sólo es una parte de un espectáculo en el cual se incluía mimo, cine, parodia, disfraces y todo cuanto convierte un tinglado escénico en algo diferente de un simple concierto. Pero ante todo, la Orquesta Mondragón es canciones. El grupo sonaba bien, aunque a un volumen capaz de destrozar muchos tímpanos. A la formación habitual, dentro de la cual es de destacar el piano de Alfredo Cocho (hizo un instrumental en trío precioso), se sumaron otros músicos especialmente para la ocasión, aunque en el caso de Luis Cobos, su saxo fuera parte principalísima de todo el cotarro. Esto de que la parte instrumental funcionara permitía a Javier Gurruchaga lanzarse al canto sin demasiadas (si alguna) inhibiciones; le dejaba mostrar su sonrisa malsana detrás de su maquillaje, contorsionarse como un epiléctico pasado en las partes instrumentales y llevar, estrella del espectáculo, el peso escénico del mismo junto a las apariciones de Pedro Ayestarán, alias Popocho, alias Johnny Zimbel. Por allí aparecían helados gigantes, porros enormes y osos de peluche. Detrás, tres películas que eran otros tantos cortos inteligentes, subversivos y, sobre todo, preciosos.
Todo parece así muy positivo hasta llegar al ritmo del espectáculo, que decaía en muchas ocasiones gracias a cortes entre número y número que pueden ser superados. Las canciones, por su lado, no son nada del otro jueves, aunque es de agradecer que hayan metido aún más rock and roll del que presentaban en un principio. Unas canciones cuyas polémicas letras (debidas a Eduardo Haro Ibars) no se escuchaban, o mejor, no se entendían para nada.
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