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Aborto y realidad social

De la Coordinadora de Organizaciones Feministas. Miembro del comité federal del Movimiento ComunistaEl eje de la actual campaña antiabortista se centra en la defensa del llamado «derecho a la vida». Según ésta, el aborto debe ser considerado un crimen muy horrible, merecedor a buen seguro de la cárcel y, en todo caso, de la más radical reprobación.

Reconozcamos que resulta verdaderamente conmovedora esta preocupación que ciertos estamentos de nuestra sociedad muestran por el «derecho a la vida» del feto, aun desde sus primeros días de existencia intrauterina. Preocupación conmovedora y, a la vez, desconcertante.

Seré sincera: pienso que el derecho a la vida habría de aplicarse, antes que nada, a la vida de quienes vivimos una existencia social. Y lo cierto es que vivimos en un sistema social que no es precisamente muy respetuoso para con ese derecho. Veamos nuestra realidad de frente y sin hipocresías. Esas fábricas en las que el proletariado deja trabajo y vida, obteniendo poco más que un permiso de subsistencia. Esos campos desertizados y míseros. Estas ciudades monstruosas en las que la vida es un paquete de humo, ruido y hastío. Esa infancia hija del agobio; esa juventud empujada hasta el desplazamiento; esa vejez convertida en triste espera del ocaso final. Esos gritos de «¡Viva la muerte!»; ese culto de la guerra, a cuya diaria preparación se dedica lo más sustancial del Presupuesto del Estado. Esa cultura sintética, plastificada, en la que las más viejas formas del oscurantismo ultramontano vienen a mezclarse con el nuevo oscurantismo de importación...

¡Tal ferocidad en la defensa del «derecho a la vida» del feto y tanta indiferencia en el derecho a la vida -a una vida digna- de las personas! ¿Cómo no pensar que detrás de ello viene a esconderse la hipocresía más pura y más simple?

Las mujeres, por nuestro lado, estamos obligadas a plantearnos el problema desde un ángulo completamente diferente. Partir del hecho primero y principal: tenemos la capacidad de dar vida, de poner en el mundo a nuevas personas. Una capacidad cuya trascendencia evidente reclama que, de ejercitarse, se haga consciente y responsablemente.

Porque los hijos e hijas tienen sus derechos, nada abstractos. El derecho a unas condiciones de existencia dignas. El derecho a ser queridos, a nacer porque se desea que nazcan. Derechos que son complementarios de los de la mujer y, en particular, de nuestro. derecho a dominar la capacidad que la naturaleza ha puesto en nosotras: el derecho a controlar nuestra propia naturaleza, en definitiva.

Sin duda que esto resulta extraño a la tradición cultural de estas tierras. No olvidemos que vivimos en una sociedad de tradición católica, confesión que no se ha distinguido históricamente por tener una alta consideración de la mujer. Aun durante la Edad Media, los padres de la Iglesia discutían con calor si la mujer debía ser considerada como persona o, más sencillamente, como animal. Incluso cuando, contrariando las enseñanzas de San Pablo, decidieron atribuirnos la posesión de alma, nos la dieron de segunda categoría: el Concilio de Nicea decidió que el alma le llegaba al feto masculino a los cuarenta días de la gestación, en tanto que el femenino la recibía a los ochenta. Y no se trata solamente de un problema de creencias religiosas, sino de la tradición cultural que se ha forjado al calor de ellas. ¿No fue Linneo, padre de la moderna medicina, el que inició el estudio de los órganos genitales en su Historia natural, diciendo: «No me ocuparé de los órganos femeninos, porque son abominables. »

Lo que define la vida humana es la existencia social: es el ser social el que determina la conciencia, y ésta la que distingue la vida humana de toda otra forma de vida animal. Las consideraciones metafísicas delante de esa alubia que es el feto en sus primeras semanas de existencia, tratando de dar una dimensión humanística al tema, serían sencillamente cómicas, si no tuvieran tan trágicas consecuencias. Atribuir humanidad al feto desde el momento mismo de la concepción, como optan por hacer nuestros antiabortistas, entra de lleno dentro del surrealismo. Si así piensan, ¿por qué no dan cristiana sepultura a los abortos? (No desprecien la idea: el negocio de pequeñas cajitas mortuorias podría ser redondo.) O bien, ¿por qué no solicitan el bautizo intrauterino, en vistas a asegurar al feto la vida eterna en caso de aborto?

Recordaba antes el Concilio de Nicea, y su especulación sobre el día específico en que el feto recibía la visita del alma: sin duda que hoy la cosa tiene un lado abiertamente cómico. Pero no nos riamos demasiado: especulación absurda por especulación absurda, aquella era mejor. ¡Dejaba mes y medio, o casi tres meses, según el sexo, en que el aborto quedaba más allá de la ira de la autoridad! Hoy basta ya con que un óvulo reciba la visita de un espermatozoide y que alguien frustre tan biológica unión para que la ley se dispare a hablar de «crimen».

Dejémoslo en todo caso claro. nuestra defensa del derecho al aborto no implica que ignoremos sus inconvenientes. Estos, que son relativamente escasos, técnicamente hablando, si el aborto se aborda en las primeras semanas de gestación, son mucho mayores, en términos generales, en nuestras condiciones concretas: perseguido legalmente y proscrito socialmente, el aborto suele ser realizado aquí tardíamente y en condiciones frecuentemente malas.

En cualquier modo, no es posible ignorar que el recurso al aborto viene multiplicado aquí por la presencia de diversos factores sociales.

Así, la desinformación en materia de anticonceptivos. Es cierto que hoy es menos dificultoso que hace unos años acceder al uso de uno u otro sistema de anticoncepción; no menos cierto es, sin embargo, que las dificultades siguen siendo grandes y que muchas, muchísimas mujeres siguen sin tener acceso a la información indispensable, por no hablar ya de la consecución de los anticonceptivos mismos. Esta es una situación particularmente dramática para las mujeres de los sectores sociales económicamente más modestos y también para aquellas que habitan zonas agrarias, que son también a su vez, las que luego se ven aboca das a abortar clandestinamente y en las peores condiciones.

No olvidemos que la anticoncepción, en tanto que campo de investigación médica, adolece de un particular atraso. Los métodos más usuales, amén de no proporcionar garantías absolutas, tienen en ocasiones repercusiones nocivas sobre la salud de la mujer, obligando a hacer «descansos» en su uso, con el consiguiente peligro -dada la forma dominante de relación sexual- de embarazo no deseado. Al atraso de los anticonceptivos de uso femenino se añade la notabilísima falta de interés por la puesta a punto y la extensión de la utilización de anticonceptivos de uso masculino, hecho que obliga a reflexionar sobre la circunstancia de que la investigación médica se encuentre, prácticamente, en las manos de médicos de sexo masculino. Por otro lado, siguen siendo muchos los médicos que, tomando su consulta por un confesionario, se dedican a sermonear a las mujeres que solicitan de ellos las necesarias recetas, practicando una labor de obstruccionismo (tanto ideológica como material, puesto que también niegan su colaboración práctica) de grandes dimensiones.

A la presión social, cultural, se añade también -¡cómo olvidarlo! - la presión legal, ejercida sobre la mujer por todo un cuerpo legal retrógrado.

Unas leyes que perjudican a la mujer en toda la línea: por su actitud ante los anticonceptivos (ahora simplemente tolerados, y no todos), por su actitud ante las madres solteras y sus hijos, discriminados vergonzosamente... La penalización del aborto no hace sino añadir leña al fuego: impidiendo la interrupción precoz del embarazo, persiguiendo el aborto realizado en condiciones clínicas idóneas, lo único que consigue es precipitar a las mujeres a la práctica de abortos tardíos y en condiciones que, en ocasiones, llegan a poner su salud y hasta su vida en peligro.

Las mujeres sabemos muy bien que el aborto no tiene nada de placentero. Quisiéramos no tener que abortar. Sin embargo, la exigencia de una maternidad libre y responsable pasa por encima de ello. De existir una anticoncepción libre, gratuita y de sencillo acceso, la gran mayoría de los abortos se podrían evitar: es una grave responsabilidad de la sociedad. Por eso planteamos las cosas así: no quisiéramos abortar, pero necesitamos, tal y como está esta sociedad, que se reconozca nuestro derecho a abortar, como consecuencia directa de nuestro derecho a una maternidad libre y consciente.

EL PAIS ha aportado estos días el estremecedor testimonio de las once mujeres de Bilbao, que, forzadas al aborto por un conjunto de condiciones ajenas, pueden ir ahora a la cárcel. Ojalá estas líneas puedan contribuir a hacer comprender hasta qué punto eso es monstruoso: hasta qué punto se está a punto de condenar a la víctima.

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