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Pertini, Zeffirelli y la izquierda "chic"

Ya antes, siempre, la verde y gloriosa ancianidad de artistas y políticos era casi una constante de la cultura italiana. El viejo Verdi, bien ochentón, caminando de la Scala al hotel después de la ópera, vestido con elegante austeridad decía a las furcias que le acosaban, y se lo decía descubriéndose cortésmente: «Gracias; esta noche, no.» En mi primera estancia larga en Roma, hace treinta años, tenía cerca de mi asiento, en los conciertos, a Orlando, el viejo político liberal, tan campante con sus noventa. Y Croce. En esa constante hemos de colocar a Pertini, presidente de la República italiana, Sí; Tito es aún mayor y también viaja, pero aparece teñido, inflado, un tanto semejante a lo que querían ser los viejos «glandulares» del doctor Voronoff. Pertini, no: cara de sus años, calva plena pero el andar ligero, la mirada viva, la pipa al punto y los besos prontos y rápidos para el protocolo dé alcaldesas, lentos para las muchachas en y con flor. No era ya popular cuando fue elegido, muy pasada la edad de la jubilación; ahora, popularísimo, salvo para fascistas y terroristas.No ha sido fácil para muchos el paso del exilio al poder, el paso de la modestia al rango. No es este el caso de Pertini: lleva consigo un singular señorío, muy distante de lo que Zefirelli llama y denuncia como «izquierda chic»; pues si de algo puede sentirse lejano el viejo obrero es de ese mundo que tiene el radicalismo como plumero de una vida opulenta. Hay en su vestido, sencillo y bien puesto, un no se qué residual de obrero en domingo; hay el buen poso de muchos años franceses; hay, sobre todo, una muy honda conciencia del cargo. Gronchi, impetuoso, muy hombre de partido, famoso por viejo verde, fracasó en un intento de reforma constitucional desde la presidencia, y es muy posible que Pertini no fracase en el intento: sólo partiendo de la difícil, ejemplar nobleza de contar con la muerte no lejana, se puede pedir con eficacia que se acorte el período del mandato presidencial. Algunos murmuran pero muy por lo bajo cuando dirige mensajes donde se urge la garantía necesaria para luchar contra el terrorismo de la matralleta y contra el terrorismo de los negocios sucios: se pide la honestidad, la limpieza de vida y la necesidad de la denuncia. Esos tres capítulos podrían también señalarse en Argan, y no en vano en su discurso de despedida se puso al borde del tercer infarto al insistir en lo que Pertini debe significar para los italianos.

Lo de Pertini, lo de su popularidad, tiene una explicación. La simpatía hacia él, la confianza «de que puede hacer algo», no es adhesión a un partido, sino a una persona; el desligarse del partido ya es una prima de popularidad, porque la gente, no sólo la joven, ejercita el cotidiano desdén contra esos partidos equilibristas, palabreros hasta la náusea, con Dios sabe qué vasos comunicantes, pero con la tónica general de la penuria ideológica -también señalada por Zefirelli, cada día más politizado- de la repetición de las personas cumpliendo el dicho español de los perros y los collares. Queda la personal pero no en un insustancial Olimpo representativo, no en un retiro glorioso ni tampoco con la barrera ante las críticas: es un jefe de Estado constitucional, pero «jefe», porque habla y actúa no como un maniquí, sino desde una personalidad generosa, siempre en activo; jefe, pero absolutamente lejano de cualquier postura dictatorial, de cualquier gesto concesivo o farolero, pues su señorío y su prestigio son incompatibles con la demagogia. Desligado de partido, sí, pero con las huellas de su historia socialista. Dicen que parece un socialdemócrata por su continua llamada a la libertad dentro de un orden -saltó reales barreras para felicitarse de la firmeza de los magistrados de Parma-, pero el nervio, el lenguaje para los obreros, incluso su talante liberal, le vienen del viejo luchador. Laico, sí, pero con detalles de muy fina compostura para la Iglesia, fina compostura que a veces tiene su matiz de muy peculiar iniciativa: ahora, cuando se revalida el dramatismo de la vida de Pablo VI, su atormentada timidez, su adiós a la vida, marchándose como de puntillas para no molestar, hay el recuerdo para la visita de Pertini, al que se sabía ya moribundo (¿se lo dijo antes por teléfono? Podría ser). Se salta a veces el protocolo para ver con calma una exposición de pinturas, y pongo esto como detalle: quien sigue, como lo hago yo, sus palabras y sus gestos, ve claramente cómo la elegancia y la viveza, la firmeza y la aguda curiosidad, le vienen de una cultura inseparable del vivir, cultura del autodidacta que no se apaga ni se cansa porque es pulso de ese mismo vivir.

Tenía tanta ilusión como Argan en una posible exposición de Goya en Roma: se lo dijo al embajador Cañadas en la presentación de credenciales. Las consabidas «fuentes bien informadas» hablan de su interés por el proceso español; de sus ganas de hacer el viaje. Yo creo, por instinto y sin beber de esas fuentes, que el viaje a España le ilusiona, y ya me lo imagino pasando del Museo del Prado a tirar de las orejas a algunos políticos. ¡Es tan delicada, tan llena de matices, esa jefatura cuando quiere ser democrática! Nuestro don Niceto Alcalá-Zamora vivía en su casa e iba a Palacio como quien va a la oficina; fue ejemplarmente honesto, devolvía el sobrante de los gastos de representación, pero le faltaba esa « representación » que tan clara vio Azafia y que se hizo dramáticamente imposible ya antes de la guerra civil. Francia, durante la III República, impuso el tono que Azaña quiso imitar: tono de etiqueta y de sombrero de copa. Lo del republicano Pertini es otro estilo, es de nuestro tiempo, y por eso cae bien a buena parte de la juventud: siempre de chaqueta, con traje oscuro y bien cortado, muy italiano en el gusto por las corbatas, hablando sin cuartilla al lado, se le ve con fácil sonrisa, pero las familias de los asesinados reciben abrazos y lágrimas de padre y de amigo.

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