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¿Debe un empresario meterse en política?

No hace mucho tiempo se celebró en Ginebra un coloquio que llevaba como título la siguiente pregunta: «¿Debe un empresario intervenir en política?» Este tema fue objeto de estudio en una reunión celebrada recientemente en Madrid por el World Business Council, y es seguro que volverá a tratarse en el coloquio sobre Un nuevo lenguaje político que se ha convocado en Divonne-Les Banis, con el propósito de analizar «la fosa de incomprensión que se está creando progresivamente entre los electores y sus elegidos y las dificultades de los políticos para hacer comprender a los ciudadanos el significado de los debates parlamentarios y de las elecciones». Creo que el tema merece ser debatido en profundidad, y por ello me atrevo a resumir mis ideas sobre el mismo desde un punto de vista empresarial y con referencia a la situación europea en su totalidad.La pregunta difícil de responder no es la de si un empresario de hoy debe intervenir en política. El empresario de todas las épocas, y bajo cualquier sistema de gobierno, ha participado en alguna forma en la vida política, y el empresario de hoy, lo quiera o no, le guste o no, tendrá que seguir haciéndolo. En la época en que vivimos, no cabe ni la neutralidad, ni el abandonismo, ni el absentismo ideológicos o políticos. Todas y cada una de las facetas de la actividad humana están politizadas, desde la religión y la cultura, hasta el deporte, el ocio o la vida sexual, pasando incluso por el amor, la esperanza, el derecho a nacer y el derecho a morir. Y como el empresario -aunque algunos lo pongan en duda- es un ser humano, no tiene otro remedio que sentirse comprometido, cuestionarse su situación y hacer algo. Y ahí nace la dificultad. El problema, en efecto, no es si debe intervenir, sino cómo intervenir en la vida política. Y antes de decidir la forma de su acción o la calidad, o la intensidad de la misma, el empresario debe ser, de un lado, consciente de su situación actual, y de otro, definir con la claridad que le sea posible cuáles son de verdad sus objetivos y sus aspiraciones.

En primer lugar, el empresario tiene que aceptar el hecho de la relación que existe entre sistemas políticos y modelos económicos y la influencia decisiva de las tácticas políticas sobre la viabilidad de la libre empresa. En segundo lugar, el empresario tiene que aceptar que el margen real de actividad de la libre empresa está quedando reducido a unos márgenes raquíticos, como consecuencia de la creciente intervención estatal en el sistema económico a través de las planificaciones, las nacionalizaciones y la burocracia administrativa. En tercer lugar, el empresario tiene que aceptar que la teoría de la economía de mercado no cuenta ya con un apoyo intelectual y periodístico claro, y que su imagen está deteriorada profundamente ante la opinión pública. En cuarto lugar, el empresario tiene que aceptar que el juego de fuerzas políticas se ha alterado radicalmente, y que su supervivencia como tal empresario libre requiere acciones concretas de carácter político.

Todo esto no ha sucedido porque sí. El empresario europeo tiene que aceptar sus culpas. Lo que ha sucedido, en definitiva, con el capitalismo europeo es que ha vivido más de los abusos que de la ortodoxia del sistema. Sin justicia fiscal auténtica, sin igualdad real de oportunidades, sin libertad natural de iniciativa, sin ambiciones filosóficas, el capitalismo no es, desde luego, justificable. Un capitalismo que hubiera aplicado estrictamente sus principios teóricos habría resuelto el problema de la educación, de la seguridad social, de la formación cultural sin el menor esfuerzo. Pero el capitalismo ha tenido miedo y se ha limitado a operar con el estándar de un hombre raquítico y conformista en el marco exclusivo de las cosas materiales. Ha despreciado la filosofía como ciencia práctica y ha convertido el ocio -es decir, el único refugio de la libertad de la especie humana- en una estupidez institucionalizada.

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Pero las cosas tienen que cambiar, y van a cambiar. Las nuevas generaciones están llegando al convencimiento de que el idealismo y la imaginación sólo son peligrosos para los que no tienen ideas ni imaginación, para los que entienden que el poder sólo vale para proteger su poder y para los que creen que la humanidad tiene miedo a la libertad. El capitalismo, para que pueda sobrevivir -sin necesidad de recurrir a la violencia ni a la tentación del imperialismo tal como y como prevén los marxistas-, habrá de producir su revolución cultural, es decir, la producción de bienes culturales auténticos y no mediatizados ideológicamente. Tendrá, por descontado, que hacer más drástica y más efectiva la superación de los intereses individuales en beneficio del bien común, pero no para destruir la libertad individual, sino, precisamente, para asegurarla. En todo lo demás, el capitalismo tendrá que ser verdadero y auténtico capitalismo, respetando al máximo la doctrina de la economía del mercado y combatiendo los abusos con rigor.

Ante esta situación, ¿qué debe y qué puede hacer el empresario? Yo soy radicalmente contrario a la acción política directa, es decir, a la participación del empresario en funciones o actividades políticas convencionales, especialmente cuando se comparten en mayor o menor grado con la actividad empresarial. Creo sinceramente que el empresario debe aislarse de la política para poder ejercer sobre ella una acción eficaz. El empresario no debe dejarse envolver en un juego dialéctico, en un oficio para el que no está preparado. Esa no es su misión en la sociedad actual, y correría grave peligro de perder su independencia, su objetividad y sus posibilidades de defensa profesional. Ello no obsta, desde luego, para que, al igual que el resto de los ciudadanos otorgue su voto, su apoyo financiero y su capacidad de proselitismo en beneficio del partido político que le merezca más confianza, pero sin dejarse atraer por esa suave erótica del poder, que le obligaría a compromisos y a renuncias contrarias a sus objetivos. Ese ha sido el error de los empresarios italianos en su conjunto, que, de una manera inconsciente, se han visto envueltos en acciones políticas directas de las que ya no tienen salida.

En estos momentos, las acciones concretas a las que debe limitarse el empresario son, en mi opinión, las siguientes:

- Unificar la acción empresarial, actualmente diluida en multiplicidad de organizaciones que, teniendo el mismo objetivo común, reducen sus efectos positivos aplicando tácticas distintas y a veces contradictorias. Es preciso clarificar la misión y las interrelaciones entre patronales, cámaras de comercio y asociaciones de defensa ideológica o de estudios económicos.

- Concentrar los esfuerzos en mejorar la imagen de la empresa y del sistema económico en el que puede operar libremente utilizando intensamente los medios de difusión, especialmente los dirigidos al gran público.

- Forzar a la clase política a una clarificación de sus posturas en cuanto sistemas o modelos económicos. El privilegio de la clase política de evitar cualquier concreción y compromiso tiene que cesar inmediatamente.

- Iniciar un proceso de renovación de la clase empresarial rejuveneciéndola, porque en estos momentos de confusión ideológica es preciso contar con personas que tengan sentido del futuro, vitalismo, imaginación y generosidad.

- Institucionalizar la relación con los sindicatos obreros -cuyo comportamiento en su conjunto ha estado lleno de moderación y realismo-, mediante la creación de una cámara de representación de los intereses económicos de la nación -paralela a las cámaras políticas-, que permita elevar el nivel de las discusiones, clarificar posturas y delimitar las verdaderas discrepancias.

Nuestra misión como empresarios y directivos de organizaciones empresariales no está, desde luego, al margen de la política, pero sí fuera de su ambiente y de sus circunstancias. Puede ser que las cosas cambien en el futuro, pero en estos momentos no haríamos otra cosa que enrarecer aún más la situación. Aceptemos además que los políticos son ya conscientes de que en un mundo como el actual su misión, su organización y sus métodos requieren un rápido proceso de adaptación para evitar que la confusión que se está creando y la falta de credibilidad que, justa o injustamente, están sufriendo pueda poner en peligro el futuro de los sistemas democráticos europeos. La clase política tendrá que renunciar a una serie de actitudes, privilegios y prerrogativas históricas que ya no tienen mucho sentido y que nunca podrán recuperarlo. La coordinación entre el poder político y otros poderes fácticos, la revisión del poder de las mayorías, el control del abuso de las minorías, la excesiva personalización de los sistemas electorales, la necesidad de evolucionar hacia una democracia más directa y la profesionalización del oficio son temas que provocarán un nuevo estilo y un nuevo lenguaje políticos. Ya no es posible un aislamiento elitista y cómodo en una situación cambiante y dura; ya no es posible separar la ignorancia de la irresponsabilidad; ya no es posible confundir el ingenio con la inteligencia. La sociedad necesita, en resumen, una clase política mejor. Pero dejémosles a ellos que la hagan a su estilo y manera. Los empresarios ni podemos aceptar esa responsabilidad ni sabríamos llevarla a cabo. Tenemos, además, otros problemas más urgentes. Renunciemos tranquilamente a ser políticos.

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