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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Pena de muerte, pena de vida

Creo que la sociedad tiene derecho a defenderse como se defiende el individuo. Sólo el, santo -especie en peligro de extinción- se niega a reaccionar cuando está acosado. Los demás, ante un revólver o una navaja, si tienen con qué, reaccionan disparando o acuchillando, y la ley, al llamarlo legítima defensa, aprueba su actitud por natural. Uno de los casos, quizá el único, en donde el magistrado admite el instinto como justificación de un crimen.Estoy hablando muy concretamente de la defensa de la vida. Digo esto porque en Francia se está repitiendo últimamente el tomarse la justicia por su mano, la agresión a tiros contra quien intente entrar en una casa, situación en la que generalmente se presupone el robo y no el asesinato. Los procesos que por ese motivo se han llevado a efecto han visto a jueces intentando aplicar la ley al asesino contra la presión de los ciudadanos que han reivindicado el derecho de considerar su propiedad como sagrada y a cualquier intruso como merecedor de la muerte.

Tratándose de la existencia pura y simple (o turbia y complicada) de la vida de una persona, la sociedad, compuesta de muchas de ellas, reacciona ante el delito encerrando al delincuente. Tras unos años de cárcel el hombre sale y vuelve a matar. Es evidente que si le hubieran ejecutado no hubiese reincidido. Es evidente también que ninguna moral occidental puede aceptar ese castigo anterior al posible crimen, como no acepta la amputación de las manos del ladrón en tierras árabes para que no vuelva a robar.

No hace falta matarle antes -sostiene el defensor de la pena de muerte-: basta que sepa lo que le espera para que no atente contra la vida de nadie. Esto es totalmente incierto. Ningún asesino en potencia se detiene a pensar en ello cuando se encamina hacia el enemigo; es más fuerte la codicia del robo, la ferocidad de la ira, la soberbia que le impulsa a ajustar cuentas con quien le ofendió, el terror a ser reconocido, que le obliga a asesinar a la niña violada; todos están tan convencidos de la necesidad de su acción como de la posibilidad de rehuir el castigo. La vanidad natural del hombre le hace pensar que escapará fácilmente a la acción policíaca. Si es capaz de lo más difícil, matar, ¿cómo no va a ser capaz de lo más fácil, que es evitar la pena capital? (No hablemos ya del asesino ideológico, al que el posible castigo enardece más. Tras ser «héroe», ¿qué mejor que llegar a mártir?)

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Pero es que, además, los defensores de la pena de muerte olvidan que la alternativa tampoco es apetecible. Nadie mataría si estuviera seguro de que se va a pasar el resto de su vida encerrado en una celda. La pasión de matar obnubila; las consecuencias posibles se dejan en tono vago e, insisto, rosado, ante la seguridad del asesino en sus posibilidades de huida; por listo o por rápido.

Parece claro que la única razón de peso, si puede hablarse de razón en la atmósfera candente que rodea al problema, es que hay que matar al reo para evitar que éste mate; la falsedad está comprobada por las estadísticas, especialmente por las estadísticas donde no pueden jugar elementos psicológicos nacionales. Si al partidario de la pena de muerte se le demuestra que en la República alemana, sin pena de muerte, no hay tantos asesinos como en Francia, que mantiene la macabra silueta de la guillotina en sus cárceles, quizá lo explique por el carácter disciplinado del alemán, comparado con el individualista francés. El argumento puede tener validez, aunque el tipo de asesino resulte tan internacional como el ansia de comer y beber y por ello es más fiable, como se dice ahora, la comparación entre individuos de la misma procedencia racial y nacional. Este análisis ha sido posible sólo en Estados Unidos de Norteamérica, donde con gente idéntica las diferencias legislativas de estado a estado permiten comparar el proceder de un delincuente que sabe que le espera la silla eléctrica, la cámara de gas, la horca o el fusilamiento -las técnicas son varias; el resultado, el mismo con el que está seguro que quedará vivo, aunque sea en la cárcel. Los crímenes alcanzan el mismo número en los Estados con pena capital que en los otros. Los abolicionistas han señalado gozosamente que incluso se ha dado una mayor incidencia de muertes violentas donde al que mata se aplica la ley del talión; pero esa afirmación tiene el mismo valor que la contraria, es decir, ninguna. Sólo en casos psicopáticos muy aislados el criminal puede robustecer su intención asesina con la morbosa perspectiva de que al final de su camino le espera el verdugo. Creo, como he dicho antes, que quien va a matar no se para a pensar cuál será el final del violento camino que emprende. Lo cercano, la víctima, le obsesiona demasiado para pensar en las consecuencias lejanas. El cuerpo le pide matar y mata. Después...

El Estado civilizado no mata: entonces el Estado hace lo más próximo a ello: no destruye a un hombre físicamente, pero le impide que siga su camino delictivo encerrándole, y en este momento se plantea un curioso trasplante de personalidad: el agresor de la sociedad se convierte en víctima de ella. En un arco que va desde la copla desgarrada del preso, que llegó incluso a formar un género dentro del cante -las «carceleras»- al estudio filosófico-científico demostrando la monstruosidad de impedir a un hombre lo que «Dios ha dado a un cristal-a un pez-a un bruto-y a un ave», es decir, la libertad por la que clamaba el Segismundo calderoniano. El psicólogo, el cantante, el político, piensan que es inhumano mantener a un hombre encerrado, y ya resueltos los conceptos materiales comida, aire libre, sexo, a que tenía derecho, se habla ahora de los morales. Del daño que le causa la soledad, de la humillación que representa el paseo alrededor del patio. Rosa Montero, para mí, hoy, tras la retirada de Pedro Rodríguez, la primera pluma entrevistadora de España, pero a la que le gusta dar toques dramáticos en sus relatos - aquellos suramericanos pendientes del teléfono para que no les deportasen a su país de origen, como si estuviéramos todavía en tiempos de Franco y de Lavalha dado últimamente en estas páginas una descripción carcelera digna de Silvio Pellico. Seres que dan vuelta lentamente a un patio, en silencio, que son mantenidos aislados, que les cortan el pelo al cero, tras obligarles a que lo pidan... La escena era realmente impresionante; pero, leyéndola, yo no podía dejar de pensar en alguien que no podía ya pasear lentamente ni de prisa, que no podía leer, encerrado entre cuatro paredes, ni comer el poco apetitoso guiso carcelero; alguien, en fin, cuyos cabellos no se cortaban, pero que iban cayendo lentamente en el proceso de descomposición del cadáver. Me refiero a los que habían caído en una calle cualquiera, tras el mostrador de un banco, o de una joyería, cobradores de empresas intentando defender el caudal que les habían confiado, magistrados, policías, guardias y militares...

Unos muertos de verdad, no los «muertos en vida» de las cárceles españolas, de quienes Rosa Montero se olvida de contarnos lo que han hecho fuera, o en la misma cárcel, para ser tratados así.

El primer desgraciado de la cárcel es el preso; el segundo, seguramente, el oficial de prisiones, un funcionario que sabe de antemano que todo su trabajo lo va a desarrollar en contacto de gente, que le odia, como representante inmediato, visible' de una organización que le ha quitado la libertad. Y ese odio, además, es el más fácil de manifestar, porque en cierto modo esas paredes, si representan un castigo, representan también una salvación. La cadena perpetua es un burladero; ha terminado el acoso. Más allá ya no le pueden castigar; pueden, quizá, darle otra celda más oscura, más incómoda, pero ¿qué es eso comparado con la satisfacción de decirle al funcionario lo que se piensa de él y de lo que simboliza? Un burladero, sí, tremendo burladero, burladero definitivo. Sólo la mínima esperanza de que cambien las leyes y sea revisada su causa que un cambio de régimen, un acontecimiento internacional traiga una amnistía. Esa esperanza salva al preso, salva también al funcionario y a los demás presos del rencor del condenado de por vida. Porque si el castigo no puede ampliarse, si no existen más años que los de la perpetua -hoy se considera que treinta corresponden a ella-, ¿quién puede tener escrúpulos en dar suelta a su resentimiento contra el soplón o el guardia? Por ello, en algunas legislaciones abolicionistas se han hecho excepciones para quien mata en esas circunstancias. La medida tiene lógica, pero es peligrosa como todas las excepciones; hay siempre motivos para que el Estado mate.... como los hay para que mate el individuo.

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