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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El sepulcro de Pavía

DESDE QUE el señor Guerra sacó el sábado pasado de su establo histórico al caballo de Pavía, una parte de la clase política española -en activo o en espera de colocación- se ha dedicado a manosear hasta el desgaste la ominosa metáfora. Y no, sorprendentemente, para estrechar codos ante esa posible amenaza, sino para acusar a la competencia de eventuales connivencias o presuntas responsabilidades en la disolución del Parlamento y la abrogación de la Constitución mediante un acto de fuerza. En ese espectáculo, no exento de cierta frivolidad, han participado como estrellas el vicesecretario general del PSOE y el secretario general de UCD. Y, dicho sea en su honor, se ha negado a intervenir el secretario general del PCE, cuya intervención del domingo pasado en la Feria del Campo constituyó, en este aspecto, una demostración de buen sentido.Como se recordará, el señor Guerra se preguntó retóricamente, en su intervención en el Congreso Extraordinario socialista, si en el caso de que un nuevo general Pavía entrara a caballo en el Parlamento «el actual presidente del Gobierno no se subiría a la grupa de su caballo para acabar con la democracia». Por supuesto que el vicesecretario general del PSOE es muy dueño de expresar esa sospecha y de atribular a sus compañeros con la sombría profecía de que el presidente del Gobierno constitucional estaría dispuesto a mudarse de camisa y a reorientar sus lealtades hacia la dictadura si los vientos antidemocráticos soplaran con avasalladora potencia. Como los «ultras» recuerdan en sus aquelarres, Suárez cantó el Cara al sol, fue jerarca del Movimiento Nacional e hizo su carrera política bajo el franquismo. ¿Por qué entonces confiar en la firmeza de sus convicciones y descartar la posibilidad de su vuelta a los orígenes? Una respuesta tranquilizadora para la opinión democrática podría buscarse, fuera de la psicología profunda y del análisis de carácter, en el tipo de explicaciones a los que, al menos este año, eran proclives los teóricos de esta tradición marxiana de la que oficialmente se enorgullece el PSOE. Á más de que el señor Suárez, con independencia de su pasado y de su carácter, ha cruzado ya el Rubicón y alcanzado el punto de no retorno al autoritarismo después de la aprobación de la Constitución y de los Estatutos de Guernica y de Sau.

Todavía más peligrosa es la contrarréplica dada por el señor Guerra a la destemplada y torpe crítica que le ha dirigido el secretario general de UCD por su intervención en el Congreso Extraordinario. Ciertamente, el señor Arias Salgado se ha equivocado al exigir, con palabras crispadas, a Felipe González que desautorice públicamente al señor Guerra y al enredarse en una deslucida contrametáfora para poner en manos de los líderes socialistas las riendas del molesto cuadrúpedo.

Y mientras socialistas y centristas discuten, como liebres, acerca de la identidad de los lebreles qué les persiguen, empiezan a salir de sus guaridas los zorros. ¿Pues no hay ya quien sostiene que, a diferencia del abominable carácter del caballo decimonónico, un golpe de fuerza podría tener, en España y a finales del siglo XX, el elogiable objetivo de salvar la democracia y la Constitución?

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La historia, en suma, de esta desafortunada exhumación del general Pavía no debe quedar sin comentario y sin intentar al menos extraer de ella alguna lección política. Lo primero que aparece en el horizonte inmediato es el descarado y grosero planteamiento constante y machacón de los antidemócratas sobre las debilidades de los sistemas políticos parlamentarios. Por supuesto que esas debilidades existen; de otro modo no serían las democracias un porcentaje mínimo en el concierto de las naciones. La tolerancia, la cultura, una actitud común progresiva de la existencia, el respeto por la vida y los derechos de los demás, la aceptación de ese imperfecto, pero civilizado, sistema de gobierno a base de elecciones libres y periódicas en las que los ciudadanos expresan su opinión mediante un voto, conllevan siempre mayor carga de fragilidad que las dictaduras cerriles de cualquier signo. Ya sabemos que la democracia es frágil. Ni más ni menos frágil que la vida. Hacen falta nueve meses para hacer un hombre, pero sólo basta un segundo para matarlo. Y siempre parecerá más brillante el cinismo napoleónico («Yo siempre he marchado con la opinión de cuatro o cinco millones de hombres») que la máxima de un jefe de partido, humanista y estadista como Gladstone («Yo soy su guía; luego debo seguirles»).

Y lo que no se puede hacer -mucho menos desde los dos grandes partidos del país- es entrar en fuegos de artificio dialécticos sobre hipótesis golpistas. Lo menos que se les puede pedir a los demócratas es que crean en la fuerza y legitimidad de sus ideas y tengan mayor confianza en el respaldo popular que han obtenido. Este país ha optado repetidamente, en un referéndum y varias elecciones, por los postulados de la democracia parlamentaria y huelgan las discusiones a que nos quieren llevar los partidarios de la involución, que, sabiéndose en minoría, optan por la provocación. Si alguna vez, y con razón, se sugirió la necesidad de cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid, parece llegado el momento de echarle algunas llaves también al más modesto sepulcro del general Pavía. Aunque sólo sea para que los palafreneros de su caballo se queden sin tan pobre argumento para seguir soliviantando a una sociedad que sólo pretende resolver sus problemas en libertad.

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