¿Donde está el público?
No es que ya vuelva/el columnista donde solía (o sea a Larra), sino que con la fiebre del sábado noche me metí a ver a mis amigos Adolfo y Llovet en el Tartufo, bordeando primero la plaza del Carmen, ejercida de meretrices jóvenes y oradores de banco municipal, y allí, entre el público municipal, espeso, sabatino y rubeniano, a medida que avanzaba el bello espectáculo con sus risas, tuve el espanto de volverme y sentirme doctor Jekyll, míster Hyde, Mariano José de Larra y más gente.A ver si me explico/aclaro. En mí es frecuente que hacia las doce de la noche me transmute en algo, como el vampiro Hamilton que ahora se ha paseado en carroza fúnebre por Madrid. Pero lo cotidiano es que yo, hacia esa hora bruja (que decían los radiofonistas de la escuela Bobby Deglané) me transubstancie en pasota, marxista proustiano, obseso sexual, jugador frenético de parchís que le gana toda la pastizara a Otero Besteiro, rojo, lector de Vizcaíno-Casas o desdoncellador a soplete de la doncella a mano. Lo que me ocurrió en el teatro Príncipe es que me convertí en Larra (consecuencia de mis malas y primerizas lecturas románticas, que tanto daño me han hecho luego o han hecho a mis biógrafos, aunque ahora reincida -ay mísero de mí- con una Antología fugaz de Mariano José, que es casi tan hermoso como llamarse Carlos Luis). Yo me llamo Francisco de Jerónimo, pero no suena igual.
Ello fue que, de pie entre el público, subido en el peluche rojo de mi butaca, exclamé con la voz ronca de las transformaciones:
- ¿Dónde está el público?
Porque aquel/ este público de sábado se reía sólo con los chistes contra Suárez, la democracia, la reforma, la transición, la libertad y el erotismo. Las insistentes referencias al «abuelito que murió y lo dejó todo bien sellado» caían como pájaros de papel a lo Braque, desaladas contra el cristal de la indiferencia, el malestar y el rechazo del público, un cristal hermético, doble y esmerilado que la genialidad de Adolfo y la habilidad de Llovet no traspasaron en toda la noche:
- ¿Dónde está el público? -clamé de nuevo, larrianamente, hasta que Carmen Troitiño y un acomodador vinieron a sentarme.
El público, desocupado lector, está con Franco, el público febril y familiar y matrimonial y madrepórico del sábado nigth está con el franquismo, con el vizcainismo, es el mismo público que ha hinchado de billetes ciertos libros y ciertas comedias, ciertos cafés y teatros. Un público que ríe contra Suárez, contra la democracia, contra el mogollón políticosocial/autonómicosindical en que estamos metidos. Pero ¿desde dónde ríe? Desde la doble penumbra de la sala y la secreta melancolía franquista que no se atreve -o se atreve- a decir su nombre.
Querido Haro, tú hiciste, maestro, la crónica/crítica de la obra, englobándolo todo en un tartufismo de culpabilidad. Permíteme a mí que haga la crítica del público, de un público que pronto será el de las pieles, el té/Embassy y los automóviles silenciosos de Un cero a la izquierda. Querido Adolfo, admirado Llovet, habéis hecho una obra progresista para un público reaccionario (el que paga tales precios), y esto no es sólo inercia franquista/ burguesa, sino que, en el mismo escenario, la contrapartida de tanto tartufismo centrista, el contrapeso, el pueblo, sólo está representado por un actor cheli y falsísimo (como ya viera, relampagueante, mi querido Cándido), un tronco muñido de argot pasota, Carlos Arniches, sainete chulo, perfil afelipado, anacronismo y ambigüedad juvenil, más algun «chorva» y «un suponer» que me suenan -ay- a mí mismo.
Marsillach/Llovet, sin embargo, han hecho de la comedia un campo de minas antifranquistas. Pero el público no pisa esas minas. Sólo pisa las antisuarecistas o antidemocráticas. En el mitin de Carrillo, entre el barroquismo goyesco de la fiesta, el orador dijo: «A los que han gritado contra Suárez quiero verles que alguien podría cambiárnosle por un sepulcro blanqueado.» El público de Tartufo se reía desde el sepulcro.
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