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Después de la dimisión de Argan

La política italiana es tan viva, tan polémica, tan traviesa, tan charlatana y tan tramposa a veces, que resulta imposible, estando en Roma, colocarse al margen. Entre los dimes y diretes, los escándalos de los negocios, la tremenda decadencia ideológica de los partidos, era un descanso ver y oír a Giulio Carlo Argan, el alcalde de Roma, muy agudo e incisivo, pero siempre correcto, con apariencia de profesor cansado, pero dándonos cuenta de que los infartos no venían del cansancio, sino de la doma, del castigo continuo de los nervios. Se ha ido y no parece que el Partido. Comunista, que lo presentó como «independiente», vea con dolorosa claridad el significado de su adiós. En el programa relativamente moderado que sustenta al eurocomunismo, el capítulo de la incorporación de intelectuales «mayores» puede ser táctica sólo, pero a la larga debería ser culturalmente positivo. Decía Eugenio d'Ors que cuando el despotismo es ilustrado casi deja de ser despotismo; a la inversa, y hasta cierto punto, cuando la izquierda incorpora de verdad, sin trampa y sin condiciones, con la estimación objetiva de un hombre y de una obra, pierde, sí, aristas, ciertas aristas, pero gana en dignidad, en capacidad de puente, de manera especial hacia la juventud que, siendo contestataria, todavía estudia. A mí me parece que el triste tono de mediocridad intelectual, la falta de pasión intelectual en los partidos políticos -no me refiero sólo a Italia- pone en entredicho la operación de atraer a los verdaderos intelectuales, insobornables si son auténticos, alérgicos a la demagogia, depositarios de toda tradición cultural digna de ser mantenida. Yo no sé si con susto o con disgusto el mundo de la curia vaticana vio al alcalde de Roma visitando al Papa, esperándole en la plaza de España el día de la Inmaculada: no, no era «cumplir con desgana un rito», sino ejercer con señorío una función seriamente aceptada.Se habla, se escribe del fracaso de Argan, del fracaso del gran historiador del arte como alcalde de Roma. Vayamos despacio. Argan, como humanista ciento por ciento, tiene en programa lo que tantas veces he señalado como Característica esencial de todo humanismo verdadero: partir del «imposible-necesario» o, si se quiere, de la necesidad de encarnar la utopía. En el esfuerzo para que lo necesario se haga en parte posible, queda, primero, el arrojo como testimonio y luego realidades de las que y no se puede prescindir. Imposible en una ciudad como Roma cuidar al máximo sus monumentos y hacerla transitable: imposible, pero necesario, y el arrojo de Argan contra la especulación, el haber impedido cerrar uno de los más bellos horizontes sobre San Pedro, la constante denuncia contra abusos de príncipes negociantes y de constructores sin escrúpulo, ahí está. Imposible parece que la burocracia deje de ser «estructura de poder» para hacerse «estructura de servicio»: imposible, pero necesario, y algo y aun algos quedará de la lucha del alcalde Argan. En el gran libro, libro-joya, dedicado a los testimonios sobre Roma de viajeros ilustres, Argan escribe un prólogo donde el tirón de la melancolía y el tirón de la irritación consiguen un equilibrio límite, una tensa objetividad. El prólogo se hace casi manifiesto al decir: «El problema de la conservación cultural no es secundario ni marginal respecto a los otros, los de la especulación autorizada y abusiva, los de las casas vacías y los de las gentes sin casa, los barrios sin verde y a veces sin escuela, sin desagües, sin agua. En un sistema social ordenado la burocracia tiene una función subordinada y realmente terciaria, no dirigente. La vivificación de una cultura retrasada y decadente no puede llegar a través de la propaganda y de la divulgación, sino sólo mediante la reforma estructural de todos los aparatos de la misma sociedad. Hay que excluir un simple ponerse al día, a remolque de culturas más avanzadas: es necesario encontrar otros módulos culturales. Hay ciudades industriales y ciudades comerciales, pero Roma no puede desenvolverse en esa dirección: se lo impide su pasado; pero ésto no es algo pasivo, sino que puede ser una gran fuerza progresiva si se piensa con una mentalidad histórica moderna.»

Alguno se dirá: ¿qué pinta un crítico musical escribiendo sobre un alcalde? Pues sí: modesta, pero realmente, pinto, y no me meto donde no me llaman. Antes de venir a Roma, el Argan historiador del arte, crítico del arte contemporáneo, nos había enseñado el equilibrio entre la contemplación desinteresada de la obra de arte y el trasfondo sociológico. Al llegar a la dirección de la Academia recogía una herencia de cortés diálogo. Argan, antifranquista en continuo ejercicio, admirador exaltado del Alberti romano, visitaba los estudios de la Academia y quería conocer y conoció a Enrique Lafuente Ferrari en uno de sus viajes a Roma, invitado por Pérez Comendador. ¿Y ya alcalde? Pensionados y becarios, artistas e investigadores, me urgían para que le trajese. Había que esperar una ocasión que no fuera solamente protocolaria. Un día, después de una llamada telefónica, la más trabajadora, entrometida y bachillera de nuestras becarias corría por los pasillos gritando: « ¡Que viene Argan!» Claro que vino, y con media hora de anticipación y en uno de los peores días del secuestro de Aldo Moro: vino porque Alfonso Pérez Sánchez iba a hablar sobre Goya. Volvió y con tiempo para contemplar despacio los dibujos del Maratta, pero prolongando adrede el recorrido para hablar con los artistas de la casa. Cuando se inaugure a principios de octubre la exposición antológica de la Academia de Roma, el catálogo madrileño llevará un prólogo de Argan, escrito cuando era alcalde, escrito con verdadero cariño. Y en cada visita, en cada encuentro, la impaciencia por saber la fecha de la exposición que tanto le ilusiona: la de la obra grabada de Goya realizada por la Fundación Juan March. Ya no vendrá como alcalde, pero será el mismo Argan: la verdadera razón de los « independientes » dispuestos a servir políticamente es que, cuando se van, cuando vuelven a su modestia dorada, son los mismos. Bueno, los mismos...: con dos infartos a cuestas, con libros sólo en proyecto y sin consejos de administración como recompensa.

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