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Reportaje:La cultura española y los cambio políticos/ 12

Madrid cambia de cara

En Madrid coinciden las grandezas y las miserias de la gran ciudad, y más cuando ésta es la capital, la sede del Estado central. Por una parte, coinciden y se interfieren, en una actividad cultural mucho más amplia que la de las provincias españolas, las iniciativas de la Administración central, de la local y de las instituciones privadas. Por otra, la democracia ha favorecido el surgimiento de fórmulas culturales marginales, de las que la gran ciudad es el campo de cultivo. Todo esto es fuente de las contradicciones que se analizan en este reportaje y en su segunda parte, que se publicará mañana. Escribe

Nuestra capacidad de olvido y acostumbramiento es peligrosa: ahora casi ningún madrileño -exceptuando, claro, los interesados en aquel mundo- recuerda siquiera las carteleras cinematográficas, los escaparates de las librerías o el aspecto de las calles de esta ciudad hace cinco años. Ni la presencia de aquellos inconfundibles delegados gubernativos en los tímidos primeros actos comunitarios en los barrios, ni la frecuencia del cartel de prohibido en recitales, conferencias, o presentaciones de libros, ni siquiera la de veces que las iglesias se convertían en auditorio improvisado de líderes sindicales, intelectuales comprometidos o cantantes folk -políticos.De cinco años a esta parte, las cosas han cambiado en Madrid. Y la referencia a lo anterior es, en el terreno de la cultura, absolutamente necesaria para entender el doble clima de esperanza y desencanto que sacude distintos sectores de esta ciudad, y también para entender los problemas con que tropiezan los animadores culturales, sean éstos privados, de la Administración local, o de las asociaciones de vecinos. Una parte no escasa de estos problemas encuentra su origen en la confluencia, aquí, de esos organismos que plantean sus intervenciones a nivel de todo el Estado, del aparato mismo de la Administración central y de las fuerzas locales. Eso sin contar con que cuatro millones de habitantes, de alguna manera privilegiados en tentaciones culturales respecto a sus compatriotas, ofrecen público para todo. Así que, aparte de la ola de erotismo que nos invadió, del reverdecimiento del café-teatro y el género revisteril, de la prensa porno y las películas S, que es la fachada popular y reciente de la democracia española, ha habido otros cambios que despertaron tanto entusiasmo entonces como aburrimiento ahora: vivirnos la operación retorno de los exiliados, y aquí están. Hemos vivido el boom de la literatura política, y ya se acabó. Se han vendido algunos libros prohibidos durante el franquismo, de autores prohibidos durante el franquismo y, aunque todavía se siguen prohibiendo algunos, disfrutamos un aire saludable de libertad.

Junto a la estética del doberman, línea dura y retro de la alta burguesía, profusamente mostrada en las paredes madrileñas, dos sectores fundamentales en la vida cultural de esta ciudad dan la espalda al miedo y miran esperanzados al futuro: el de los trabajadores culturales de los barrios y del municipio, de las instituciones privadas y de la Administración -que a veces parece huir hacia adelante, pero que al fin organiza cosas- y, sobre todo, los más jóvenes y los que se ocupan de darles lo que van pidiendo.

La revuelta del "rock"

Manolo M., por ejemplo, tiene dieciséis años. Sus padres son intelectuales de izquierda. El está descubriendo ahora la poesía barroca y modernista, y se enrolla con Garcilaso y con Las Soledades a partir de determinada música: de Pink Floyd, pudiera ser. Tiene la posibilidad de hacer el COU en Estados Unidos, pero lo duda mucho: «Ahora las cosas están pasando en España. Perdería un año; no podría volver a conectar seguramente nunca.»

Las cosas a que se refiere no son, desde luego, las que salen en primera página de los periódicos, y tmapoco las que no ocurren casi nunca en provincias: son esos primeros recitales masivos de rock, marchosos, 8.000 personas en el pabellón del Real Madrid, que oyen y ven con las pupilas muy dilatadas y huelen esa música cargada de humo dulzón; son las mañanas de domingo en el Rastro, donde los jóvenes punkies van a encontrarse, a intercambiar miembros de sus conjuntos musicales y liarse un porrte y pasar de discutir, pero mantener posiciones sólo formalmente disciplentes.

El nuevo rastro de los punkies es, como Kings Road ahora, como Carnaby Street en el 69, un punto de cita y comunión europea. «Vienen vestidos normalitos», dice Manolo M., «pero son punkies o les gusta esto. Es igual que cuando yo voy a Chelsea, en Londres...» Allí ha aparecido un lenguaje nuevo, el de la ropa que rompe con el gris franquista, incluso con esos estilos entre camperos y románticos que llevábamos las generaciones freak. Decadentes y duros, mitómanos y tímidos, escandalosos e infinitamente dulces, los más jóvenes no pueden añorar mayo 68, pero tienen ilusión revolucionaria; pasan de la política parlamentaria y partidista, pero no de la revulsión de los cimientos del sistema; pasan de la historia, pero no de la salvación. Es la suya una moral nueva y sus conflictos también lo son: ahora los padres somos nosotros. Y la ilusión la tienen en sus cosas: festivales de música, nuevos conjuntos por millares, fanzines ciclostilados dando cuenta de lo que pasa. Algo más que un negocio de las casas de discos.

Los jóvenes padres

Los que están desilusionados son los jóvenes padres, la última generación del alcohol. Pero, pese a todo, dirigen colecciones de libros, diseñan actos social-literarios, ponen bases y se siguen encontrando en las terrazas de moda. El año pasado hubo más presentaciones de libros que días, una auténtica furia. Y tres librerías al menos -Antonio Machado, Los Cuatro Caminos y El Pub- se convirtieron en centros de encuentro.

El caso de la última de ellas, en la que confluían el alcohol discretamente, las tertulias poéticas y revisteriles, las presentaciones y hasta el mundo de los toros y el arte ha desaparecido: los primeros quebrantos vinieron de lo municipal: ordenanzas comerciales, y horarios que pese a la aparente liberalización de los cierres del comercio no permitían a una librería-pub-galería de arte, primero existir; luego, mantenerse abierta hasta la medianoche.

Algo paralelo le ha ocurrido a La Aurora en el reducto freak madrileño, el barrio de Malasaña, que ha sufrido cierres parciales que interrumpen, entre otras cosas, la academia de Agustín García Calvo. En ese barrio, donde, como contaba Bel Carrasco en su reciente serie sobre las tertulias literarias, el Café de Ruiz conoce la reunión de los martes que encabeza Fernando Olivera, y en La Vía Láctea se ven, entre el humo y el ruido, todos los no tan jóvenes escritores, cineastas, pintores, periodistas, editores, la copa libre tras el día de trabajo. Cultural, casi siempre.

En Madrid, claro está, la ciudad masiva de desconocidos, se divide y parcializa lo que de universal y global tiene la cultura. Por ejemplo los partidos políticos -más de padres que de hijos- lanzan alternativas globales, muchas de ellas nativas globales, muchas otras hechas de principios grandes y poca concreción. Y, lo que puede ser más interesante a nivel cultrual, las organizaciones de marginados también organizan sus cosas o responden a las corrientes cultural-sociológicas. por ejemplo, nunca hasta ahora habían funcionado tanto las mujeres en la literatura, en las artes plásticas y en la cultura en general.

Próximo capítulo: «Los problemas del centro»

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