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Reportaje:

Jackson Pollock: cita, en Lisboa

La vida y la obra de Jackson Pollock, uno de los grandes de la pintura moderna, entraron pronto en la leyenda. Entraron en ella antes incluso de 1956 y de aquella muerte suya a lo James Dean. Desde que se habla del action painting como del momento más fuerte de un siglo que empezó con Matisse y Picasso, el nombre de Pollock es emblema mítico. La Fundación Calouste Gulbenkian, de Lisboa, alberga actualmente una gran exposición del artista, organizada por el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Sobre el pintor, sobre esta exposición, escribe Juan Manuel Bonet.

Lisboa. Agosto. Frente a los cipreses de San Jorge, sobre la animación del Rossío, Exil, Paulhan y sus incertidumbres radiofónicas del lenguaje, Céline -el Céline más crudo-, Sudoeste decía Almada, Dominique de Roux en la desesperada melancolía de Maison Jaune, y el mar y el Quinto Imperio de Messagem. Todo esto para decir lo poco en la pintura que se puede llegar a estar, por obra de la palabra (palabras francesas, portuguesas), en una ciudad -no se olvide- toda ella luz y oda marítima. Y en aquel escenario predilecto, súbitamente la más inesperada cita: exposición Pollock, en la Gulbenkian. Salas neutras, ya conocidas de otras veces; garantía MOMA, largos y enjundiosos ensáyos incluidos. Contexto inmejorable: al lado otra muestra, también del sello MOMA, con varios MotherweIl, varios Rothko, varios De Kooning. La muestra Pollock en sí inmejorablemente montada. Relativamente reducida, pero intensa. Varios drippings -no los mejores-. Centrada en el Pollock más dibujante, más sordamente figurativo. La fábrica, la tramoya, el laboratorio. Y aquellas deslumbrantes pinturas en blanco y negro, en las que emerge otra vez la figura, expuestas en Betty Parsons, Nueva York, 1951. Pollock, tan americano (never been in Europe, casi despectivo), en lo más extremo de este Occidente nuestro. Pollock, tan supranacional desde un cierto punto de vista («los problemas fundamentales de la pintura contemporánea son independientes de toda nacionalidad»), en el reino de la saudade.Panteón de los excesivos

Su vida, breve y violenta, violentamente truncada por una muerte simbólica. Un sistema fulgurante, ritual, cuerpo a cuerpo, inmerso en la pintura, rompiendo los modos y maneras del oficio (al menos, en apariencia). Afición, tan literaria, tan Faulkner, al alcohol. Todo ello conducía al mito, al lugar aparte, al panteón de los excesivos. Harold Rosenberg pudo ironizar en su día sobre lo hollywoodiense que le resultaba el tinglado. La obra misma, tan radical en determinados momentos, tan dubitativa en otros. La escenografía. Las fotos tremendas, perfectas, de Hans Namuth, convertidas ellas también en obra, comentario, lectura. Pollock, mito existencial, humano, en un primer y americano tiempo. Para nosotros europeos, mito cultural, a rastrear en las referidas aproximaciones modernas, en Pleynet, en los prirrieros Peinture tan dados a los puntos de no-retorno, en el Lyotard de Discours, Figure, o en la lectura artaudiana, ballada, vehemente y lúcida de Guy Searpetta. Antídotos contra el mito, también, antídotos contra la manía de la demostración excluyente: las intuiciones de Rosenberg (The American action painters, 1952), pero, sobre todo, el fervoroso y eficaz Clement Greenberg. Es en Greenberg, en su larga cadena de textos pollockianos (los dio hace poco la revista Macula), en el crítico denostado por libros estúpidos como La palabra pintada, de Tom Wolfe, donde, extrañamente, encontraremos el mayor respeto, la mayor veracidad ante lo que, en la pintura de su admirado amigo, desbordaba cualquier previsión, cualquier codificación. No en vano comentó Greenberg, y en temprana fecha, que era porque Pollock aún solía inspirarle, que vacilaba siempre a la hora de analizar más a fondo su arte.

«Ahí está el Pollock, blanco, el daño/ no caerá, su perfecta mano/ y los muchos viajes breves. La hilera de plata/ jamás la cercarán», dice Frank O'Hara en su Digresión sobre Number 1, publicada ahora por Poesía dentro de un completo dossier sobre el crítico y poeta. La palabra de O'Hara traduce con temblor de verdad, con precisión lírica, la primera impresión que un cuadro de Pollock suele producir en un espectador mínimamente sensible. La primera impresión que nos produce, por ejemplo, al penetrar en las salas de la Gulbenkian. «Ahí está el Pollock.» Previo a toda otra consideración, el reconocimiento de que sus cuadros presentes, dotados de una fuerza y claridad cegadoras. No conozco las capillas, auténticas capillas para auténticos cultos, concebidas por Rothko y por Newnian. Pero no es la primera vez que, ante la pintura laica de la gran generación americana, me siento como en un santuario, testigo de algo sólo definible, o indefinible, como sacralidad.

Decir Pollock y pensar dripping, chorrear, es todo uno. La mayoría de las lecturas de Pollock están centradas en el dripping, en el all over que éste inaugura. Y al hacer así, la crítica ha obrado sin duda con lógica: ahí está el Pollock más arriesgado, el del espace dépensé (Scarpetta), el del espacio de carga máxima (Lyotard). El dripping es para Pollock la experiencia última de la pintura, una experiencia durante la cual no se da cuenta de lo que hace; una experiencia que tiene algo de ballet, allo de teatro de la crueldad; una experiencia (estar inmerso en la pintura, decía él) en la que se ponen en cuestión la forma (automatizada, disuelta, producida en vez de concebida), el color sistematizado, banalizado, horterizado), el espacio unifocal (disuelto), la tela (fragmento), la pared (pintura sobre el suelo, por los cuatro costados). Se ha repetido hasta la saciedad, pero es la pura verdad, que por el dripping estrena Pollock un nuevo espacio.

Precisamente porque todo ello es cosa sabida, o que debiera serlo, lo sorprendente de una exposición Pollock, de una exposición como esta (no centrada, antes al contrario, en el dripping) es que nuestras convicciones sobre el gesto, sobre la gesta pollockiana, salen más bien debilitadas, replanteadas, interrogadas por la obra expuesta. Y recordamos entonces, una vez más, a Greenberg («lo que menos se ha entendido de Pollock es su inteligencia y su sutileza»), a Lee Krasner, que ha contado lo mucho que volvía su marido sobre los cuadros. Lo mucho que los repensaba analíticamente.

Pollock-Picasso: Guernica, la mueca, pero también el espacio cubista a trabajar en el lodo. Pollock-Miró: los muñequitos, pero también las pinturas azules de los últimos años veinte. Pollock-Cultura india: totems revisitados por Jung. Pollock-Siqueiros (aunque parezca inentira): la.ocupación del muro. El artista desarrolla, a veces en un flash, virtualidades escondidas en las obras que reforma. Se revela así no sólo privilegiado espectador de los exiliados surrealistas, sino también, y ante todo, actor excepcional junto a otros actores. Actor fascinantemente inteligente, aunque su manera de trabajar sea menos cerebral que la de su amigo MotherweIl. Contra el decadente picassianismo de París, contra la representación de los sueños, contra los muralismos posmexicanos, contra la quincallería posmironiana, Pollock va poniendo en marcha el sistema Pollock, va decantando, abriendo campos, practicando a Picasso hasta el absurdo, haciendo massons mejores que el propio Masson, dejando espacio cubista nunca muerto... O sea, ¿que era esto lo que había debajo de los drippings? ¿era esto lo que tapaba el muro del santuario?

Ya he dicho que en esta muestra hay varios drippings, varios cuadros, chorreados tan deslumbrantes como horteras (o quizá, tan deslumbrantes porque maravillosamente horteras). Son drippings típicos, casi demostrativos, casi de academia. Drippings para ejercicio escolar de joven en busca de la pulsión y sus trucos, como hay newmans que parecen temas para Devade, y otros que no. Y no se piense que no me gustaron los drippings, que sí me gustaron. Pero el punto fuerte, en esta exposición de Lisboa, lo constituía la serie de pinturas en blanco y negro que Betty Parsons expuso en 1951. Si Pollock ha tenido siempre (Greenberg, y perdón por la insistencia, dixit) mucho de «dibujante en blanco y negro», si su obra ha sido siempre «menos abstracta de lo que parece», la serie de 1951 representa un retorno, un riesgo, un abandono del radical invento del espacio nuevo. Por otra parte, Pollock, que a pesar de¡ aluminio y sus hileras de plata nunca fue un gran colorista, aquí renuncia deliberadamente al color. ¿Qué queda entonces, si no hay color, si «vuelven a la superficie las primeras imágenes? (carta del pintor a Alfonso Ossorio), si la forma ya no es exceso como en los drippings? Difícil decirlo, en verdad. Queda un corte, una violencia ejercida sobre el propio desbordamiento, una magistral vuelta atrás. Pollock, que se arriesgaba a perder fans, sale victorioso de la apuesta. Luego vendrán las recaídas, el silencio. Pero aquí, en este retorno a los cuerpos, al dibujo automático, convertido en gesto amplio, al arazesco que no crea all over sino emerger de figuras, la vuelta atrás ha triunfado. Y es porque ha triunfado que nunca más pensaremos en Pollock sólo como dripper. Considerar a Pollock como uno de los más increíbles y desesperados excesos de nuestro siglo no nos impedirá entender sus vueltas, su no-conformidad consigo mismo. Y el que, otros, tras él, vuelvan.

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