Amanecer en el tópico
El malestar. El malestar de esas olas lejanas y del que toda la carne se acuerda. El malestar de lo venial. Los desalientos silenciosos, mientras Jorge Sepúlveda sueña mirando al mar -que no, que no es morir-. El malestar. Cuando un amigo va y se ofende por alusiones que aquí hice a la figura de Miguel Bosé. Cuando la casa-columna-cosa pasa ya a ser, en vespertino y torpe tope, un palacio estival de madera, del que otro amigo dice al punto: Deja eso, que quema.» Cuando ciertos delirios son tomados, ¡uf!, al plano pie de la sangrienta letra por lectores la mar de colgadisimos. Cuando ayer, sí, ayer mismo, dentro de esta pilastra, otra vez, se esfumaba la frase final: «De repente, la bailarina se dio cuenta de que una mano incoercible, empezaba a apretar sus caderas.» Cuando uno ya no sabe si hay palabras directas y transparentes, ¡oh, Berceo!, que no se vuelvan amarilla mezcla. Cuando uno se pone montaraz y paliza en plena traca. Cuando se silba entre zarzales verdes. Cuando el oasis nunca llega.Hay días, ya lo ves, en los que no se puede estar despierto. Vacilación de la palabra íntima sobre la página pautada. El muermo, titi, el muermo. Recordando palmeras y peñascos de otro setiembre menos negro, mientras la agencia Tass, imperturbable, proclama que Alexander Godunov ha desaparecido- y el que cita no es traidor «en circunstancias que siguen siendo oscuras hasta el presente... » Corre, corre, conejo, que viene Jimmy Carter.
Y sí, corremos, pero en plan soviético, por la Casa de Campo. Amanecer. Un cielo azul resplandeciente, lavado por la humedad y el fresco de la última noche, de la última noche de agosto. Una nubecilla se movía lentamente y su sombra redonda caía sobre la refulgente agua del lago.
Por el estanque nadaba un cisne negro.
Allí había aves de muchas clases: desde el flamenco de rojas alas floreadas hasta los gorriones eróticos que hizo volar Silvestre Codac del nido de Cátulo al de Villena. Todas ellas se ocupaban de sus asuntos o, simplemente, permanecían agrupadas en una isleta sin obelisco. Tan sólo el cisne negro se movía, incansable, por el agua; su orgullosa cabeza, con el pico rojo como una brasa de Valencia y fina cual culebra sevillana, aparecía ya en un extremo ya en otro del estanque.
En la pequeña isleta, no lejos de la orilla, graves y pensativos, estaban lbs pelícanos. Permanecían contemplando, durante largo rato, el agua; y luego, sin prisa, descendían al líquido y nadaban sin perder la voluntariosa y zarzuelera formación. De cuando en cuando, como a voz legionaria de mando, bajaban las cabezas, abriendo sus enormes picos. Los pececillos, atolondrados por los picassianos pregones de fray Tierno, iban a parar derechos a los picos; los pelícanos movían la cabeza, como si hiciesen una reverencia kurda, y seguían adelante.
En aquella hora temprana no había casi nadie en el zoo. Un transistor destartalado radiaba, sin parar, canciones de María Jiménez y del Fary; pero también de Baccara, esas que son las Marx y Engels de las derechas discotequeras. Los animales, sordos a ideologías musicales, parecían pasárselo de virgen madre a solas con el agua milagrosa; las hojas y las hierbas, salvadas de losporros barrionuevos con regadera socialista y crítica, disfrutaban de la resucitada luce cita del sol.
Un águila bicéfala permanecía inmóvil en una gruesa rama, que sus poderosas garras habían pulido hasta dejarla lisa como un espejo futurista. De detrás de una piedra, pisando silenciosamente con sus blancas patas, salió un oso sin madroños, que se puso a caminar, balanceándose.
Por el camino avanzó una mujer de la limpieza. Un pequeño elefante empezó a dar vueltas a su alrededor. Y la mujer le decía en tono de reproche: «¿Quién se comió ayer el bocadillo de un niño? ¿Te parece bien eso de ir por la vida comiéndose los bocadillos ajenos? ¡Estamos arreglados con esta democracia! »
Me fui alejando del lugar. Y ahora vas tú y me dices: «¿Pero por qué ese relato gris, ocupando un espacio que debieras consagrar al placer? » Yo podría decirte: « Como estímulo para seguir en pie.» Pero millares de lectores gritarían con no poca razón: «¡Morbo! ¡Queremos morbo!» Oasis.
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