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Las despedidas de Europa

Juan Cruz

El continente europeo termina en occidente en una roca que parece un flequillo del mapa: el cabo de Roca, en Portugal. La Europa política culmina en Orchilla, en la isla de Hierro. En un caso, el fin de Europa recibe el olor de los casinos y las villas de los ilustres retirados ibéricos o anglosajones En el Atlántico canario, Europa se acaba de manera mucho más sobria y humilde: despedida por las sabinas, un árbol milenario y retorcido como la geografía que lo alberga. En muchos casos son dos historias las que despiden a los barcos que se benefician de la luz que dan los faros respectivos. En ninguna de las dos cabe insertar metáforas sobre los modos de terminar que tiene Europa. El cabo de Roca es demasiado explícito y lo señala en una placa: «Aquí acaba Europa», como hacen los ingleses para situar el domicilio de los escritores muertos.En Orchilla no se dice nada, porque allí el silencio es tan atormentado como el adiós que ensayan los barcos cuando se van de aquel desierto litoral.

Donde Europa, el continente, termina más a pico, a mayor distancia de la parte oriental, es en el cabo de San Vicente. Allí terminan Europa y algunas de sus obsesiones, aunque no todas. La del comercio, la manía europea de tocar, de comprar, de adormecerse con recuerdos del lugar, persiste. Olvida Europa la manía de hablar, de discriminar las lenguas, de comunicarse con verbos. El silencio es multinacional, habitado por jóvenes de todas las nacionalidades, que se comunican por señas, o gracias a algún otro idioma universal, lo que les preocupa conseguir en aquel rincón recóndito.

La visita al faro del cabo de San Vicente es la visita al primer monumento al silencio europeo.

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Lo primero que impresiona desde allí es la simplicidad de las rocas: conscientes de haber llegado al final -al fin de Europa, eso es-, abandonan el barroquismo, a veces cursi, de las costas intermedias; la amabilidad amarilla de las playas, y se cortan a pico simplemente. Un cuchillo bien afilado por el aire las ha unido al mar, hasta formar con él un triángulo perfecto, gris y azul. Baratijas, helados, automóviles, algunas consirucciones rústicas, un hombre con una motocicleta que acude a pescar con su mujer de negro, destrozan impunemente este desierto, en el que el silencio es un símbolo del lenguaje obsesivo que habla el mar. Escaleras mínimas, casi de refugio antiatómico, conducen luego, a través de pasadizos que recuerdan los cuartos mortuorios del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, a la residencia del faro, donde se guarda, entre material de oro y bombillas inmensas, esa luz que debe ser descanso acostumbrado del vigía de cubierta. Da la impresión de que es el silencio el que le da a esta luz la precisión de que disfruta. Se prohíbe que toquen los aparatos, casi se prohíbe respirar en el recinto.

Pero el visitante toca, para ver si es el infierno o la gloria lo que se guarda en el habitáculo del faro. El hombre rectifica siempre los últimos capítulos. Ahí donde debe estar el fin, la luz que le da norte, el silencio, él sitúa su mano, deposita hálitos de vida, sus hábitos comerciales, sus manías de mono desnudo que se viste con helados, cucuruchos de maíz y la nada de su palabra, arrojada, como si valiera algo, contra la superficie del mar. Hasta las gaviotas huyen, y mueren en su huida, espantadas por la invasión. Europa las ahuyenta hasta en el confín más remoto, allí donde el continente muere de muerte natural, donde ya Europa no se obsesiona por su unidad o por su dimensión, allí donde se acabó lo que se daba. La precisión del faro, mirando hacia atrás, es una reflexión contra todo el barroquismo que nos rodea, y que convierte nuestra vida de europeos irredentos en una babel estúpida de la que el mar y el silencio huyen como gaviotas.

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