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Reportaje:

Ramón Pérez de Ayala: poeta, novelista, embajador

Ramón Pérez de Ayala hubiera cumplido 98 años el pasado jueves. Casi centenario hubiera sido el novelista. A este propósito, recuerdo lo que me ocurrió con don Ramón Menéndez Pidal, a quien le faltaban semanas para cumplir los cien años y el mundo universitario y cultural de muchos países le preparaban un gran homenaje. Por aquellos días llegó a Madrid un embajador argentino, admirador de don Ramón. Se empeñó en visitarle. «Quiero verle y tocarle », me decía. Pero las visitas estaban prohibidas por familiares y médicos. Insistí tanto que, finalmente, autorizaron a dicho embajador a visitarle acompañado por mí. «Pero sólo un par de minutos y sin hablarle», nos dijeron. Fuimos a su casa, en las afueras de Madrid. Hermosa casa rodeada de un olivar. Don Ramón estaba en una silla de ruedas, a la sombra de un olivo. Era media mañana, estaba totalmente dormido, con un libro abierto sobre las rodillas. No le despertaban ni los gritos de los nietos que jugaban entre los árboles ni los ladridos de un gran mastín que estaba a su lado. Todo aquello era una imagen bíblica. El embajador tuvo el error de tocar la mano de Menéndez Pidal. Se despertó, sobresaltado. Sin reconocernos, como es natural, nos dijo: «Dejenme en paz. Voy a cumplir cien años y necesito dormir siesta. » Efectivamente, después de aquellas palabras se quedó, de nuevo, profundamente dormido. Moría a los pocos días. No cumplió el siglo de vida, de una de las vidas más fructíferas y ejemplares.Ayala estudió el bachillerato en Carrión de los Condes, bajo la dirección y magisterio de los padres jesuitas. Dirección y magisterio del que luego nació la novela AMDG, excesivo ataque contra la orden de san Ignacio y sus enseñanzas. (Creo que no se ha estudiado bien el hecho humano, tantas veces repetido, de que brillantes estudiantes de losjesuitas después, ya de mayores, han sido acatólicos y poco amigos de sus anteriores maestros. El caso de Pérez de Ayala, de Ortega y Gasset, de Rafael Alberti, etcétera.)

Ramón estudió, sin ninguna vocación, la carrera de Derecho en la Universidad de Oviedo. El único provecho que sacó de aquella etapa universitaria fue el ser uno de los discípulos más queridos de Clarin.

En 1904 publicó su libro de versos La paz del sendero, elogiado, a los cuatro vientos, nada menos que por Rubén Darío. Rubén y Guy de Maupassant ejercieron mucha influencia sobre él, y de ahí salió la novela Tinieblas en las cumbres, que publicó con el seudónimo de Plotino Cuevas. De esa primera novela dijo Benito Pérez Galdós: «Es una obra maestra de la literatura picaresca», y dedicó a su autor estas palabras que pueden ser el resumen de toda una obra: «Ayala es la verdad, la gracia, el sentimiento, la realidad, y en cuanto a la riqueza de su léxico, nadie, hoy, puede igualarle.»

Durante la República, de AMDG se hizo una obra teatral que se estrenó en Madrid, en el teatro Beatriz. La juventud de ultraderecha adquirió parte de, las localidades y el escándalo, desde que se levantó el telón del primer acto, fue tal que la obra tuvo que suspenderse. Yo estaba allí, en un palco, con mis padres y la familia del autor. Hubo varios heridos y muchos detenidos por guardias de asalto que ocuparon el teatro y lo desalojaron.

No puedo analizar el conjunto de su obra literaria. Pero deseo una cita especial para la novela Troteras y danzaderas, historias deliciosas de bohemios y artistas en las que se penetra, genialmente, en el alma de las cosas, y no olvidemos a Tigre Juan y a Belarmino y Apolonio. Para mí, su mejor creación, que he leído y releído tantas veces, es Tres novelas poemáticas de la vida española: Frometeo; Luz de domingo y La caída de los limones. Esas tres novelas cortas son tres joyas de la literatura española.

Ayala escribió también libros de crítica y ensayo, como Política y toros, libro de gran fuerza. polémica pues él era no sólo un gran escritor, sino un colosal pe riodista. Sus crónicas de la pri mera guerra mundial, escritas en los frentes italiano y francés, con destino a la prensa argentina, son, en verdad, de antología.

Nombrado miembro de la Real Academia Española, siempre se negó a ingresar en ella. Decía: «En los sillones de la Real Academia no hay que sentarse nunca. Son tantos los que están deseando que te mueras para sustituirte que..., efectivamente, te mueres antes de tiempo.» (Algo parecido decía Rafael Sánchez Mazas siempre que se le rogaba que escribiera su discurso de ingreso.)

Ayala, en las Cortes

La República, en cuyo advenimiento participó activamente, junto a Ortega y Gasset y el doctor Marañón, le hizo diputado, director del Museo del Prado y embajador en Londres. En las Cortes no habló (era muy tímido para hablar en público). Y, por tanto, fue un diputado que brilló por su ausencia. Como mi padre, que fue diputado independiente por Zamora y jamás pronunció una palabra desde su escaño, sus enemigos publicaron un libro que se llamó Discursos del doctor Marañón en el Parlamento. El fibro consistía en doscientas páginas en blanco. Y tuvo mucha venta...

Pérez de Ayala tampoco fue un eficaz director del Museo del Prado. Iba poco por el museo y casi nunca convocó a su patronato. Sí fue excelente embajador. Era muy amigo del príncipe de Gales y su misión en Londres la cumplió a la perfección. Yo estuve un par de días en la embajada, amablemente invitado por él, con otro amigo, Javier de Aznar, de las navieras Aznar, de Bilbao. Ayala, de familia burguesa modesta, de humilde economía -dicho esto en honor suyo-, vivió siempre para gran señor y allí, por los salones de la embajada, se movía como embajador pura sangre. Decía Javier Aznar: «Ramón, cuando le parió su madre, ya era embajador. »

Como ha escrito Consuelo Burell: «Pérez de Ayala fue un poeta desigual y duro, conceptual.» En cuanto a su prosa, la misma Consuelo Burell nos dice: «Sus novelas son obras perfectas de la novelística española de todos los tiempos. » Y añade: «Ayala, como asturiano, es humorista con humorismo mezclado de melancolía. » Sí, Asturias y Oviedo -pilares, lo llamaba- es el fondo auténtico de toda su obra. Escribía escogiendo mucho los vocablos. Con lentitud y dificultad.

El y mi padre fueron los mejores amigos. Entrañables. Por eso conocí íntimamente a Ramón, aparte de que fui amigo fraternal del mayor de sus hijos, Juan, arquitecto, que murió joven, de un cáncer rápido e incurable.

¿Cómo era Ramón Pérez de Ayala? Estatura mediana, de buen cuerpo, ágil y esbelto; delgado; buen pelo hasta su muerte; Ojos grandes, escrutadores; vigilantes; irónicos y bondadosos, Comia poco, muy poco; fumaba docenas de puros, de cigarros habanos de la mejor clase; bebía mucho; dicho esto último en el mejor sentido, es decir, que como buen gastrónomo apreciaba las bebidas y las degustaba con verdadero placer. Le encantaba el buen vino francés. A mi padre le gustaba el tintorro, el rioja nuestro. Cada uno defendía, tenazmente, sus gustos. Mi padre le llamaba a Ramón «bebedor afrancesado». Esta cuestión sobre distintos vinos es lo único que llegó, en ocasiones, a producir verdaderas broncas entre los dos. Fuera de las comidas, Ramón bebía ginebra y whisky. Mi padre, vino de Jerez.

Ayala escribía poco, pero leía todo el día. Comenzaba la jornada apurando docenas de periódicos españoles, argentinos, pero sobre todo ingleses. Y libros y más libros. Todo esto se cortó en los últimos años de su vida: dejó totalmente de escribir y apenas lela. Se pasaba las horas en un sillón, viendo televisión o haciendo solitarios con una vieja baraja. Siempre, todos los días de su vida, bien afeitado, mejor peinado, y ropa y traje impecables.

Su mujer -querida Mabel, norteamericana- le traía en una bandeja su cena. Pero él estaba con sus whiskies y apenas probaba la comida, que era casi todas las noches la misma: huevos pasados por agua; merluza y una jarrita de vino tinto. Ramón lo rechazaba todo, sistemáticamente, y decía con voz irritada: «No tengo apetito, Mabel. Los huevos se los devuelves a sus gallinas; ésa merluza es falsa, porque es de río; y el tinto de Valladolid, envíaselo a Marañón, que no entiende ni torta de vinos.»

A última hora de la tarde venían sus amigos. Había tertulia. Recuerdo allí a Miguel Pérez Ferrero, a Marino Gómez Santos, al entonces director de Abe, Luis Calvo; a César González Ruano; a Juan Belmonte; a los doctores Marañón y Teófilo Hernando; a Sebastián Miranda, etcétera. Aquella hora de tertulia era el momento perfecto de Ayala. Sobre cualquier tema -literatura, historia, política, arte, humanidades, periodismo, etcétera- hablaba y hablaba en un monólogo perfecto y admirable. Escucharle era una lección porque era un gran maestro de la cultura universal. Con su puro encendido, su vaso de whisky o de coñac, moviendo poco las manos y suavemente la cabeza, sonaba su voz, su timbre de voz melodioso, con un deje dulce de acente, asturiano. De su legitimo acento.

Hacía grandes elogios y también duras críticas de personas, acontecimientos y cosas. Esas críticas tenían a veces un acerado sentido irónico. Un día, hablando de un personaje muy de moda, político y financiero, dijo: «Ese sabrá mucho de finanzas y bancos, pero es mal político. Primero, porque no conoce a la Humanidad, que no está en los palacios, sino en la calle, en las fábricas, en los campos y en las minas, en la mar. Y, segundo, porque para ser político hay que ser orador o, por lo menos, saber hablar. Y él, ¿cómo puede hablar en serio si su boquita es igual que un culo de gallina?»

Cuántas veces, en la guerra y en la paz, hemos cantado todos esa canción sentimental y emocionada que nos dice: «Asturias, patria querida, Asturias, de mis amores ... » Eso era Asturias para Ramón Pérez de Ayala: su patria querida, a la que fue contadas veces, pero su único amor.

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