Las veladas del campo del Gas, un espectáculo de épocas olvidadas

Un campo de fútbol regional, situado entre las calles del Gasómetro, Las Américas, ronda de Toledo y paseo de las Acacias, es escenario todos los viernes de un singular espectáculo deportivo que parece trasplantado de épocas olvidadas. Viejos aficionados al boxeo, hombres de edad indefinible y aspecto patibulario, chelis y mujeres vistosas se reúnen para presenciar la velada del campo del Gas. Sobre el ring, unos jóvenes se golpean por una corta paga, mientras acarician sueños ambiciosos. Escribe
A las once menos cuarto hay bronca entre el público. El promotor ha retrasado el comienzo para poder facilitar entrada antes a todos los que están en la calle. Ha vendido todo el papel y estaría satisfecho -son un total de 2.800 entradas- si no fuera porque el «tifus», eterno acompañante del boxeo, se resiste a abandonar las sillas que corresponden a quienes han pagado su entrada. Los acomodadores y los policías consiguen aplacar la trifulca y el «tifus» se acomoda donde puede, generalmente sentándose ,en el suelo, delante de las sillas de ring.El espectáculo comienza y es el momento de empaparse del ambiente. La noche es cálida y oscura. Sobre el ring, cuatro bombillas que aspiran a ser focos alumbran a los dos primeros púgiles: un marroquí y un español reciben sobre sus hombros el chorro de luz y escuchan las protocolarias advertencias del árbitro. Después, se golpean sin arte durante seis asaltos, que son como la reconquista, pero hacia el norte. En el último asalto, el marroquí recibe ovaciones por su actitud deportiva, al preferir no rematar a su tambaleante rival. El juez decreta victoria a los puntos al marroquí, y vencedor y vencido bajan las escalerillas. Tras una ducha, pasarán a recoger los 8.000 duros por «barba» que les corresponden.
Tras ellos, suben al ring dos «plumas»; uno de ellos vive en Zarzaquemada, tiene aire de joven actor italiano y ha traído una ruidosa claque; el otro, valenciano, parece un extremito derecho de equipo modesto. Ambos pueden presumir de manager famoso: al de Zarzaquemada le dirige Fred Galiana, y al valenciano, Sangchili. Sin embargo, estas dos antiguas figuras no han podido enseñarles mucho aún. Al final, es declarado vencedor el de Galiana.
Tras un breve descanso de cuatro minutos, en los que se puede conseguir una cerveza en el quiosco si se anda avispado, llega el combate de fondo. Nino Jiménez, un boxeador que, pese a ser joven, se encuentra desde hace tiempo en la cuesta abajo, reaparece en Madrid ante un argentino «del que se tienen las mejores referencias». El argentino muestra estilo durante un asalto y medio, pero un zambombazo de Nino le tira al suelo Y le hace golpearse de nuca, de forma estremecedora, en el borde del ring. El KO levanta los entusiasmos. El argentino es ayudado a regresar a su rincón. La paga de la noche le ha costado unas cuantas células cerebrales que nunca recuperará. Si no cambia su suerte, dentro de unos años será «un sonado».
Más difícil es que llegue a «sonado» Joa Tarzán, un peso pesado sevillano que luce este espectacular apodo. Cuando se quita el batín sobre el ring, el aspecto no es prometedor: es gordo por todas partes menos por los brazos, que encima son cortos. Enfrente tiene un negrazo inmenso, fornido. Joa Tarzán se lanza a un furioso ataque, pero sus mejores golpes los reciben las cuerdas. Una contra del moreno le sienta en el primer asalto. En el segundo -en el intermedio entre uno y otro, el combate, anunciado a cuatro asaltos, es alargado a seis por exigencias del público- recibe un par de golpes más y se echa la mano a la nuca, como quejándose de que ha sido golpeado ahí e indicando que no puede seguir. El árbitro le descalifica y una bronca final subraya el espectáculo. El público se marcha a casa, excitado y contento, comentando las incidencias. En el aire flota una pregunta: ¿por qué está renaciendo la afición al boxeo?
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