Barajas: veinticuatro horas de problemas en la vida de un aeropuerto
Las cristaleras que separan la sala de equipajes del recinto del público que espera en llegadas internacionales están completamente empañadas. Son cerca de las dos de la madrugada y centenares de personas han apoyado sus frentes sudorosas, han dejado allí su aliento, en estas mamparas aisladoras con el ansia de ver la llegada de un familiar o un amigo. A su través, ya a estas horas, no se ve nada. Está a punto de cerrarse una jornada más en el aeropuerto de Madrid-Barajas, por el que pasan unos 29.000 viajeros diarios por término medio.No lejos de allí, un frustrado viajero solicita información en uno de los despachos de Iberia. «Lo mejor es», le contesta el empleado, «que venga usted a las seis de la mañana y se inscriba en la lista deespera. Es quizá la única oportunidad que tiene de conseguir plaza, En los primeros vuelos del día siempre falla mucha gente, debido a los grandes atascos de tráfico que se originan en la autopista.» La observación nos indica que las numerosas dificultades que se encuentran cada vez que uno desea realizar un viaje en avión comienzan antes de llegar al aeropuerto.
Así, quiere usted informarse de las posibilidades que tiene de coger un vuelo a última hora de la tarde, si logra terminar su trabajo pronto, y los teléfonos de información suenan en el vacío, nadie les atiende. Así, desea usted viajar a primeras horas de la mañana y le es imposible llegar a tiempo porque los accesos al aeropuerto son insuficientes, la autopista es una larga columna de automóviles parados o a «paso de Semana Santa».
El viajero que no ha logrado volar anoche ha decidido quedarse en el aeropuerto. Ha sido toda una noche de paseos, de pequeños sueños, enrollado en torno a su maleta sobre un sillón de skay. Su único entretenimiento en la larga espera ha sido ese último vistazo echado a un periódico que alguien se ha dejado olvidado. Porque en el aeropuerto no hay cine ni ninguna clase de entretenimiento. Porque en el aeropuerto los bares cierran por la noche. Porque en unas instalaciones que albergan a miles de personas diariamente sólo se encuentra uno con alguna que otra máquina tragaperras, que generalmente funcionan mal o no funcionan.
Y, al amanecer, se apunta en la lista de espera. Y espera. Y logra plaza. Y vuela. Y esto, en muchos días de este verano, es toda una satisfacción. Claro que cuando se encamina a la pasarela de embarque suena el «ding dong ding» de los servicios de megafonía.
«La compañía Iberia anuncia que su vuelo 706 con destino a Oviedo sufre un retraso indefinido», se oye por los altavoces, «debido a que el aeropuerto de Asturias se encuentra bajo mínimos.» Son cerca de las diez de la mañana y Barajas comienza a llenarse de futuros viajeros. En Madrid el calor ya aprieta desde primeras horas del día. En Asturias la niebla no permitiría el movimiento de aviones hasta pasada la una de la tarde.
Los «chaquetas rojas»
Los pasajeros que pretendían llegar hasta el mismo borde del mar Cantábrico comienzan a impacientarse. Alguno, sin perder aún la sonrisa del comienzo de las vacaciones, se acerca a la isla de información para averiguar una posible hora de salida. «Los partes meteorológicos nos los facilitan cada hora. Cuando nos comuniquen la apertura del aeropuerto les avisaremos. De todas formales tendremos informados», le contesta la azafata. Pertenece a los llamados «chaquetas rojas», que además de informar, es un equipo dispuesto para facilitar el vuelo a los niños que viajan solos, a los ancianos que se hallan en dificultades, a los minusválidos que encuentran en estas instalaciones un medio hostil a la medida de sus facultades, a toda persona que presente el mínimo problema. Un equipo que lucha contra la falta de medios, con escasez de personal y obligado a multiplicarse casi las veinticuatro horas del día.
Pero si desea usted enterarse de la salida o llegada de un vuelo no hace falta que acuda a los «chaquetas rojas». Tampoco use el teléfono que le indican en algunos puntos de información. Es inútil. No le contestarán. Aprenda a descifrar el código de las muchas pantallas distribuidas por todo el aeropuerto.
Además, en las pantallas de llegadas suele aparecer una E intermitente que se desplaza por los distintos vuelos y que indica que el avión perteneciente a esa fila de códigos acaba de tomar tierra. Si ese es el vuelo que espera, sólo tendrá que aguardar unos minutos. Los pasajeros aparecerán de un momento a otro.
Claro que si se encuentra usted en la terminal de llegadas nacionales, tendrá motivos para estar desesperado. Aparte de los retrasos habituales, en esta terminal escasean los asientos y no hay cafetería para poder tomarse un piscolabis y hacer más llevadera la espera. Luego, cuando ya haya saludado a sus amigos, se encontrará con que por la cinta transportadora van apareciendo los equipajes y cada uno coge lo que le interesa sin ningún empleado que lo distribuya, recoja los resguardos o impida que nadie se lleve una maleta que no es suya.
Por el contrario, los controles de salidas son muy rigurosos. Quizá en principio le parezca una molestia, pero la seguridad, en estos tiempos, es fundamental. Los filtros electrónicos instalados en las puertas de embarque son capaces de captar los mínimos objetos metálicos. Una pantalla equipada con rayos X muestra a los empleados de seguridad si en una valija va alguna clase de arma u objeto sospechoso, que inmediatamente será investigado. De esta forma se evitan en gran medida las presuntas acciones de secuestradores, tan frecuentes en estos tiempos de popularización de los viajes aéreos.
Bares y cafeterías
Han pasado varias horas y por los servicios de megafonía se anuncia, por fin, que el vuelo con destino a Oviedo, cuyo retraso era indefinido, tiene ya hora de salida. Es más de mediodía y uno ha tenido ya tiempo de tomarse un caro café o un sandwich sin muchas exigencias, porque en los bares de lujo (solamente en cuestión de precios, naturalmente) prácticamente sólo venden bebidas. Si desea comer algo más consistente ha de acercarse al restaurante de bastantes estrellas, ya que aunque los vuelos se han popularizado, los restaurantes, no. Hace poco sus pyecios fueron rebajados, pero siguen sin estar en equilibrio con el servicio.
Habrá tenido ocasión en esta espera de admirar un tren de maletas de una expedición de turistas japoneses, de enterarse que en la sección de objetos perdidos han aparecido dos mochilas, con diecinueve víboras entre ambas, de oír las anécdotas del vuelo en que han llegado unos emigrantes o de ver cómo una señora que realiza su primer vuelo se pasa tres o cuatro horas ante la puerta de embarque que le corresponde y lo comenta con toda persona que se le acerca.
Rifas y propaganda
En fin, vaya a la hora que vaya al aeropuerto, pase el tiempo que pase, sufrirá el acoso propagandístico de algún miembro de las muchas religiones o sectas que últimamente se han lanzado a la calle, le ofrecerán toda clase de rifas, cajitas de cerillas para conseguir dinero para un viaje de estudios. Podrá oir alguna que otra cosa extraña a través del servicio de megafonía, ver algún famoso de los que salen en los periódicos (un diputado, un actor de televisión) y, si aún conserva el buen humor, divertirse en ese mundo variopinto de un aeropuerto, especialmente en épocas de vacaciones.
Y, sin ser un gran observador, habrá notado la gran diferencia existente entre las instalaciones de la terminal de internacional y las de la de nacional. Las primeras son nuevas y están perfectamente dotadas; las segundas, no. Pero, según informa la Subsecretaría de Aviación Civil, pronto se arreglará. Existe un proyecto de remodelación de las instalaciones de esta terminal, que cuenta con un presupuesto de más de 2.000 millones de pesetas, programado en dos fases. Esperemos que se lleven a cabo las previsiones y que todas las anomalías observadas encuentrep remedio.
Esperemos que nuestro paso por un aeropuerto, cada vez más frecuente, pronto sea más agradable. Esperemos, en fin, como aquellos cuatro chavales que hacia las dos de la madrugada, cuando abandonábamos el aeropuerto, han montado su partida de cartas, en una esquina de la sala, para distraer su espera durante la larga noche. Una sonrisa aflora a nuestros labios cuando transpasamos la puerta, mientras oímos: «Las cuarenta en bastos.»
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