Don Tancredo
Director de la revista «Diwan»La afición del Ruedo Ibérico, que esperaba de sus intelectuales y críticos faenas memorables en la reapertura de la temporada democrática, vive en chasco continuo. Salten al ruedo morlacos temibles o peras en dulce, el diestro siniestro no se moja. Se alivia en la cara del toro, da dos trapazos, mira al tendido despreciando el ganado; si puede se adorna sin haber hecho faena y hasta hace algún desplante con el bicho mirando a otro sitio. Al fin, entra por uvas, y, si le sale asesino el bajonazo, se engalla; si no, lo acribilla y se inhibe ante la bronca del público defraudado.
No actúan de otro modo nuestros diestros intelectuales, cabezas del escalafón por sus méritos en la época del toreo de mentiras, que a la hora de la verdad, cuando no pueden hurtar el bulto, recurren al ventajismo más descarado, agotan el repertorio del fraude, echan mano del afeitado, de la estocada en el rincón o de la más pelada desvergüenza.
Desvergüenza es que en una polémica pública se citen abundantísimos párrafos entrecomillados sin citar el artículo o el libro de donde se sacan, se ataquen autores, grupos o revistas sin dar ni un solo nombre. Ventajismo propio de diestros siniestros, que, asentados en el crédito público, atacan la caricatura del que los combate, pero niegan al público la posibilidad de comprobar la identidad y los argumentos del contrario. Esa defensa del mandarinato está amparada, encima, por la manía de los periódicos de no publicar «ataques personales», como si no fueran ataques personales los que le hacen a las ideas de una persona, o como si las ideas en litigio encarnaran fuera de los que las alumbran y las defienden. El anonimato, en cuestiones de discusión ideológica y política, sólo favorece a la mafia de los instalados y perjudica siempre al público que busca más datos para formarse su propio juicio y, llegado el caso, tomar partido por uno u otro bando.
A ello, pues. Fernando Savater y Javier Marías han publicado recientemente, en estas páginas de EL PAÍS, dos artículos monozigóticos, asustadísimos por un fantasma que ven recorriendo España: nada menos que el fantasma español. Atendamos a la primera víctima del soponcio: Savater se queja de que le españolean. El lector, compadecido, acude a ver quiénes son estos nacionalistas violentos. No halla nombres, halla citas, cuentos, advertencias. De todo ello deduce que los males que espantan a Savater no son físicos, que lo que le ha sentado muy mal, si atendemos a lo que literalmente dice, es que un señor, concretamente yo, en un artículo glosando el último libro redivivo de Bergamín, defienda la tradición liberal y democrática de la cultura española ante los ataques y ninguneos que diariamente recibe.
¿A quién puede ofender que yo vea España como un libro abierto? ¿A quién puede molestar que se ataque la identificación de lo español con lo fascista? En principio, a algunos nacionalistas que fundan en ello buena parte de su negocio político. Pero, al cabo, la cultura no es grave enemigo público. Por lo demás, resaltar la unidad de los valores de la cultura y la democracia en España difícilmente puede perjudicar nacionalidades, regiones o autonomías.
Savater tiene que reconocer que los que así le conturban son demócratas, han sido antifranquistas, respetan el pluralismo. Lo que parece molestarle más es que lo practiquen. Así es en efecto: lo que verdaderamente molesta a Savater es que lo practiquemos con él. Que en la revista Diwan se le critique con asiduidad pareja a la suya en fatigar la imprenta; que, acostumbrado al halago de su generación, tropiece ahora regularmente con la crítica y la burla de la generación siguiente. Son los gajes del oficio de ideólogo: hoy tiras un panfleto contra el todo y mañana una parte te lo tira a ti.
Sólo al tanto de esa incapacidad savateriana de entender el toma y daca de la libertad de expresión puede el lector comprender el cúmulo de sinsentidos que el dizque filósofo amontona a mi costa en poco espacio. Tras proponer la «obviedad engañosa» de que el pastel de la cultura depende del que lo bautiza, y que lo mismo podemos hablar de cultura española que de la cultura del barrio de Malasaña, concluye doctrinariamente: es el Estado el que mitificará, embaucará, aplastará diversidades, hundirá lo que pille en su nombre, en su metafísico bautismo estatal de la cultura. Si un lugar de España no se nos antoja lógico como solar de cultura propia y diferenciada es simplemente porque no existe él Estado de ese lugar. A mí me puede parecer arbitrario que mi pueblo, Orihuela del Tremedal, provincia de Teruel, disponga de una cultura particular, pero si yo dispusiera del talento de Savater podría ver que, si existiera el Estado del Tremedal, tendría a la cultura española como vecina alcarreña. Que la práctica totalidad de los rasgos culturales de mi pueblo pertenezcan a la cultura española «es algo justificado exclusivamente por un determinado avatar político, elevado por necesidades simbólicas a la dignidad mítica».
¿Y si yo me río de la dignidad mítica de Savater y llego a la aborrecible conclusión de que, avatar por avatar, doy por bueno el que me privó de la cultura y el Estado del Tremedal a cambio de la cultura y el Estado de España? ¿Qué pasa si pienso que acabar por ser compatriota de Savater, no siendo esto bueno, no es lo peor que podía haberme ocurrido? ¿Qué pasa si acepto ese curioso avatar y me aplico a mejorarlo? ¿Es eso españolear? ¿Es eso malo?
Malo, en sí, no. «Tan buena o tan mala es la idea de España como la de Euskadi, Cataluña o León», dice Savater, aunque nadie le crea. Pero es que hay que españolear dentro de un orden, del orden que, por ser savateriano, llamaremos desorden; dentro de la chapuza teórica que, tras desmentir como puro «dislate» fascista mi afirmación de que «la cultura española es la que alimenta hoy la idea misma de España», subraya que la conciencia española nace precisamente como mentís a cierta idea del Estado español y, para destrozar cualquier pretensión de españolear por cuenta propia, dictamina: «Cumplen mejor como españoles los que hoy luchan por dejar de serlo al modo establecido que quienes aspiran como única y patriótica meta a convertir España en una ficha más del dominó de la OTAN o del Mercado Común. »
Esta declaración patriótica hay que contemplarla a la luz de la cultura española entendida rectamente, según Savater: «Uno vuelve a cobijarla cultura de estas tierras bajo las astas esperpénticas y fogosas del toro », bicho que ha de acabar con los «nuevos castizos, cuyo conservadurismo ilustrado suena a todo menos a español».
,Cómo es esto? -dirá el lector. ¿Eran malos por españolear o son malos porque no son genuinamente españoles? ¿Es Savater el mejor español? Que «cumple mejor como español» parece evidente; mucho mejor que esos chicos, desde luego, que, por lo que dice Savater, deben ser agentes de la OTAN y del Mercado Común. Claro que ¿es verdaderamente antiespañol el Mercado Común?
En lo tocante a traducción política de su españolear, Savater se nos muestra más castizo que el Purgatorio. Aunque el Estado sea metafísicamente malo y no quepa mejoría ontológica de la fundación de otros a costa de éste, Savater no duda en preferir el desmantelamiento de lo que hay, aunque a él le da de comer. Porque es de malos españoles empeñarse en la organización democrática del Estado español. Cumplen mejor y más castizamente como españoles los que se dedican, no ya a fortalecer las autonomías, que al final será fortalecer la. salud misma de España, sino a sabotear por principio la horrible «abstracción estatal».
El techo de la eficacia política del españolear al modo de Savater lo constituye sin duda la inhibición crítica que propugna frente a los cretinos que denigran a Cervantes por ser español o a nuestra lengua por motivos parejos. Savater se alivia con el pico: la culpa de esa barbaridad es del franquismo. No es cosa nuestra demostrar lo inane de esas razones. Sus admiradores le agradecen la dispensa; porque, aunque sea evidente que un necio hace ciento, no hay que olvidar que el cretino amenaza con la estaca. Perdonémosle la vida, no sea que nos atice. Mantengamos españolamente quieta la lengua, compongamos la figura castizamente muda del filósofo que alza su pedestal en mitad del Ruedo Ibérico: don Tancredo.
Sí, aquel don Tancredo López que, disfrazado de Pepe-Illo, el primer gran torero, fingía la inmovilidad de la estatua pintado de blanco, fiado en que el toro lo dejase estar. Porque la ambición tancredil estriba en permanecer sobre la peana, inmóviles, maquillados de artistas inmortales, sin tener que habérselas con la fiera ni medir sus recursos con los del bicho. Por eso, Savater coloca la cultura española a media asta, espeluznado de que el primer derrote descubra la inutilidad de su peana filosófica, porque todos los émulos de don Tancredo -esa metáfora perfecta de los que pasan de todo, pero están a todas- no pueden, ni deben, olvidar la suerte repetida y, al fin, mortal de su don Tancredo primero, al que el toro, que no distingue la carne del leño, pero huele de lejos el miedo, acabó despanzurrándole el mármol. Destino ejemplar del que quiere estar en mitad del ruedo, del Ruedo Ibérico, sin torear, y al que, al final, por más que disimule, siempre acaba pillándole el toro.
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