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Sobre la tolerancia

Muy pocos pretenden ser indiscriminadamente tolerantes, y casi nadie confiesa ser indiscriminadamente intolerante. Muchos que toleran la existencia, e inclusive la proliferación, de partidos políticos no tolerarían que hubiese altavoces en cada esquina proclamando noche y día las excelencias de todos y cada uno de los partidos. Algunos tolerarían la existencia de semejantes altavoces, pero siempre que proclamaran las virtudes de un solo partido político entre cuyas consignas figurara la necesidad de eliminar a todos los demás partidos. Se puede ser todo lo tolerante que se quiera en la expresión de opiniones, pero si durante un congreso médico sobre las causas de la multiplicación celular llamada «cáncer» emergiera de repente un orador cuya declarada intención fuera convencer a los asistentes de que la multiplicación de referencia es causada por escuadras de invisibles y viciosos homúnculos que han recibido de una alta autoridad la misión de atacar a los linfocitos que mantienen el sistema de inmunidad en un organismo, no me sorprendería que el más tolerante de los congresistas pidiera que se le cortara la palabra al fautor de tan peregrina (o poética) doctrina.Lo que se declara tolerable, o intolerable, cambia según los asuntos de que se trate: Costumbres, modos de hablar, ideologías políticas o sociales, tendencias artísticas, creencias religiosas, teorías filosóficas o científicas, etcétera. Se topa uno a menudo con gentes muy tolerantes con la indumentaria y muy intolerantes con ideologías políticas, y viceversa. Cambia, asimismo, según las circunstancias o las épocas. En países hasta ahora de tradición cristiana abunda la tolerancia en materia de religión -hecha posible, entre otras cosas, por la distinción que muy respetables teólogos propugnaron entre el poder espiritual y el poder temporal- La tolerancia indicada escasea, en cambio, en ciertas porciones del mundo islámico -en donde se afirma, como hizo hace poco el más conocido ayatollah de Irán, el carácter social, comunitario y «total» del islamismo- La dosis de tolerancia y, por tanto, también de intolerancia, cambia, además, según los temperamentos y según la educación recibida, así como de acuerdo con el interés mayor o menor que pueda manifestarse sobre el asunto en cada caso debatido. Así, se suele ser más tolerante con lo que se estima importa poco que con lo que se juzga básico.

En vista de todo ello, parece que lo más prudente sería abstenerse de disertar sobre la tolerancia o sobre la intolerancia, a menos de consagrar al asunto el diario entero y quedarse corto.

Sin embargo, estimo que cabe decir aún algunas palabras sobre la noción de tolerancia, específicamente cuando se trata de tolerancia en materia de opiniones de interés común -como son las que afectan a los modos de organizar política, social y económicamente a una sociedad- y sostener, además que, en igualdad de condiciones y circunstancias, la tolerancia es preferible a su opuesta.

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¿Qué quiere decir ser realmente intolerante? Por lo pronto, que no se aceptan alternativas a un sistema de creencias y reglas de conducta lo suficientemente comprensivo para abarcar a todos los modos de pensar, actuar y sentir de una comunidad, o cuando menos, un número básico de estos modos -por ejemplo, cuando comprende a la vez los aspectos político, económico, social e intelectual de la comunidad- El que propugne semejante sistema no está siempre de acuerdo en que se le considere intolerante. ¿Cómo va a serlo si comienza por presentar una «justificación»? Esta consiste en proclamar que sólo se es intolerante con el error, pero no con la verdad. Puesto que se supone que un opositor cualquiera ha caído en error, no cabe ser tolerante con él. A lo sumo, se tolerará su existencia, pero no sus opiniones, aunque, la verdad sea dicha, los errores serian mas prontamente y más eficazmente eliminados si se liquidara a sus defensores... Un ejemplo tristemente célebre es el de la «dialéctica de las pistolas». Por el momento, parece que estamos aún en el terreno de la tolerancia; al fin y al cabo, si se deja que las pistolas «hablen», se ofrece la posibilidad de que las de los oponentes «hablen» con más vigor que las propias. Pero, en rigor, con tal «dialéctica» se acaba con toda tolerancia. Para empezar, las pistolas no «hablan» ni razonan, y si quienes las manejan pueden todavía hablar y razonar, dejan de hacerlo en cuanto comienzan a apretar los gatillos. Luego, cualquiera que acepte la «dialéctica de las pistolas», deja de ser un oponente para convertirse en un intolerante en lucha con otros. Finalmente, la susodicha «dialéctica» no pasa de ser un subterfugio: nadie verdaderamente intolerante la adoptaría a menos de presumir que las pistolas propias van a despachar al otro mundo al usufructuario de las ajenas.

El intolerante no tiene, pues, más remedio que o acudir a la fuerza, o limitarse a repetir que tiene razón porque posee la verdad, y no hay más razón ni verdad que la suya, no necesariamente la suya personal, porque la intolerancia de que hablo suele ser con frecuencia una actitud colectiva.

Si se quiere evitar caer en estos extremos, hay que dar cabida a la tolerancia, es decir, admitir la .posibilidad de actitudes, doctrinas, soluciones, etcétera, distintas de una supuesta actitud, doctrina, solución, etcétera, única y verdadera -y admitir, además, que ciertas actitudes, doctrinas, soluciones, reglas, etcétera, que pueden ser máximamente defendibles en un terreno, no son necesariamente aplicables a todos los terrenos-. Nada de esto equivale a afirmar que abrazar una actitud tolerante equivale a proclamar que todas las alternativas a una posición dada son iguales. Ello sería lo mismo que mantener que no merece ni siquiera la pena discutir sobre ellas, ya que si son todas iguales, son indiferentemente iguales. De seguirse este camino, la tolerancia se disolvería en una completa indiferencia con respecto a la teoría y en una absoluta blandura con respecto a la práctica. Sería como pasarse de todo, lo que va muy bien para terminar toda discusión y dejar que los intolerantes ocupen de inmediato la zona abandonada. Reconozco que en este mundo hay que pasarse de muchas cosas, e inclusive que pasarse de muchas cosas en ciertos momentos puede revelar una benéfica actitud de tolerancia contra la intolerancia del entusiasta, que no se pasa de nada porque tiene sobre cada asunto opiniones tajantes. Pero de pasarse de muchas cosas a pasarse de todo hay un buen trecho. Pasarse de todo es como pasarse a algún otro mundo, en el cual, ya que se admite todo, no se admite, a la postre, nada.

La tolerancia de que hablo, y por la cual abogo, es todo lo contrario de una actitud absoluta e indiscriminada. De hecho, esta tolerancia lleva consigo una cierta dosis de intolerancia, que se manifiesta de dos modos.

Primero, la tolerancia se niega a coexistir con la intolerancia y es, por tanto, intolerante con la última. Los intolerantes no pueden ser admitidos en el juego de la tolerancia. Para que se les deje ingresar en él, los intolerantes tendrán que estar dispuestos a .discutir en serio, con argumentos y con hechos, sus propios dictámenes. Con esto, naturalmente, dejan de ser intolerantes -situación paradójica de la que esperan salir tan pronto como las circunstancias lo permitan-; la tolerancia como maniobra se distingue claramente de la tolerancia como actitud.

Segundo, la tolerancia de referencia no es ni absoluta ni indiscriminada. Ser tolerante es operar dentro de un sistema de convenciones, explícitas o tácitas. Estas convenciones no son nunca totales; la propia tolerancia se encarga de asumir posibles cambios en ellas. La más firme base de estas convenciones es, por supuesto. otra convención, pero una que tiene a su favor poderosas razones pragmáticas: es la posibilidad de convivencia -y no sé si es o no un neologismo-, de «condicencia», entre seres humanos. Convivir -y «condecir»- no equivale necesariamente a estar de acuerdo en ningún punto particular, y menos todavía estar de acuerdo en todo: es simplemente estar de acuerdo en que se puede llegar, aun si es con grandes dificultades, a un acuerdo.

Puesto que semejante acuerdo no es un acuerdo sobre todo, la tolerancia no es incompatible con el acto supuestamente intolerante del congresista que, con todas las buenas palabras y toda la cortesía necesarias, pedía que se le cortara la palabra al que disertaba sobre los grupos de invisibles y viciosos homúnculos enemigos de los linfocitos. Lo que, en realidad, pedía no era la introducción de intolerancia, sino la vuelta a una comunicabilidad sin la cual no es ni siquiera posible el ejercicio de la tolerancia. Desde luego, habría habido intolerancia si al orador en cuestión se le hubiese injuriado, y no digamos perseguido, como podía haberse hecho antaño con las brujas. Es obvio que, con hablar de grupos de homúnculos viciosos e invisibles que dejan las puertas abiertas para la multiplicación cancerosa de células, el orador no perjudicaba a nadie, salvo el mínimo perjuicio de retrasar el curso normal de una sesión acerca de las causas del cáncer. La sociedad en general puede tolerar la existencia y las opiniones de semejantes oradores; en rigor, una sociedad suficientemente diversificada y tolerante puede ofrecerles cauces donde airear sus manías persecutorias. Un congreso de médicos o biólogos no tiene, sin embargo, por qué asumir esta particular responsabilidad de tolerancia. No es una de las menores virtudes de esta última el que pueda manifestarse de muchas maneras, el que permita diversos grados y niveles de comunicabilidad.

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