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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Un pensamiento prohibido

Miembro de la Unión de Periodistas

Enrique Meneses, periodista de profesión y director de la revista Lui hasta hace una semana, recibió hace unos días dos cartas. Una era de Lee Hall, antiguo compañero de la revista Life, donde ambos habían trabajado juntos, que le felicitaba por el penúltimo número de la revista. La otra llevaba membrete y envolvía una sentencia del Tribunal Supremo que le inhabilita para ejercerla profesión durante seis años y un día, amén de cancelarle algunos derechos civiles, como el de votar.

Lo cuento así, sin segundas intenciones, sencillamente porque llegaron juntas. Lejos de mí, además, la imprudente osadía de juzgar a quien es el supremo juzgador. Pero creo que la coincidencia viene al pelo, porque rubrica la infabilidad de otra ley suprema, avalada por la experiencia, que define el delito como un concepto relativo, sometido a revisión por el tiempo y el espacio. Lo que en EEUU es uso, aquí es delito. Y lo que aquí hoy es delito, tal vez mañana no lo sea.... entre otras cosas porque se prevé la derogación de la presente y franquista ley de Prensa durante la actual legislatura.

A Enrique Meneses le han cerrado por defunción profesional porque en el número dos de la revista que dirige/ía publicó fotos de chicas casi desnudas. No quiero entrar en el tema, pues, entre otras cosas, me niego a tomar la regla y el cartabón para usarlos como instrumento de medida que la moral aplica al cuerpo humano. Sí voy a explicar, porque he trabajado junto a él algún tiempo, que para Enrique, periodista en otras guerras, el hecho de imprimir el cuerpo de bellas mujeres era un juego liviano, un sonriente y saludable ejercicio que tenía, entre otras virtudes, demostrar a las almas que los cuerpos también son bellos. Le parecía estimulante en una sociedad castrada por el oscurantismo más hipócrita; era como liberar el cuerpo de las cárceles del traje, como liberar el deseo de su mazmorra clandestina.

Muchos de los periodistas que trabajamos con él creímos en la idea. Veníamos todos -¿y quién no, en este puñetero oficio?- de traficar con la verdad, de ponerla los parches que requiere el servicio a un cierto proyecto histórico, de amoldarla para hacerla viable en un difícil equilibrio de intereses, de someterla a la prudencia política de los pactos, de prostituirla, seamos claros, en virtud de coartadas algunas veces incluso razonables. ¡Qué refrescante nos pareció, entonces, la tontada esa de mostrar a unas cuantas mujeres bellas desnudas! Esa desnudez de los cuerpos era como una verdad desnuda, sin claroscuros tramposos, sin ninguna cuquería barroca que tapara lo que más se desea para incitar hipócritamente el deseo. Era casi un ejercicio catártico en una sociedad que a fuerza de negar el erotismo como manifestación natural de lo humano había entronizado lo verde, que es el disfraz sucio y socarrón del eros.

Desde luego, Enrique Meneses es un ingenuo. Y esto, que es una virtud intelectual, socialmente conduce a la heterodoxia, pecado gravísimo que se castiga con la marginación. Si para muchos periodistas Enrique es un profesional paradigmático, para los carreristas de este oficio debe resultar un personaje pintoresco. Por ejemplo, cuando las grandes vacas de nuestro periodismo enviaban artículos retóricos, usufructuando el título de enviados especiales, que escribían en el hall de los hoteles sin haber salido un minuto a la calle de las ciudades en conflicto. Meneses incurría en la ingenuidad de ser simplemente un verdadero corresponsal de guerra. Ahí están sus crónicas desde Sierra Maestra, desde el corazón de la guerrilla castrista que publicaba semanalmente París-Match, y ahí están sus jornadas en las cárceles de Batista, riesgo que sólo algunos periodistas corren. O, también, su corresponsalía en El Cairo, su guerra del canal, sus conversaciones con Nasser, experiencia de la que no sólo dejó crónicas admirables por escrito o en informes hablados para Europa número 1, emocionantes por transmitirlos clandestinamente desde El Cairo a una emisora fantasma en Bruselas, que a su vez transmitía a Francia, cuya prensa había sido expulsada de Egipto. También nos dejó un libro monumental sobre Nasser, que empieza siendo una indagación antropológica sobre la cuenca del Nilo y termina culminando un análisis sociopolítico imprescindible para cualquier experto en Oriente Próximo. Igualmente, recuerdo aquellos días en que se lanzó a la caza de la desaparecida expedición franco-americana Tommy-Martin, en tierras de Nubia, su descubrimiento de los cadáveres y de los restos del equipo, su enfrentamiento con las policías de la zona que pretendieron ocultar unas muertes sospechosas a la opinión internacional, sus problemas con la diplomacia americana y la francesa, el clamor que se levantó en el Senado de Estados Unidos y en la Asamblea francesa y, sobre todo, el scoop que como un pastel se llevó a la boca Match durante cuatro números seguidos. Como estos ejemplos, la tira. En Times, en Life, en Stern... Y no como éstos, sus vanos esfuerzos por hacer de Los reporteros lo que era capaz de hacer con su equipo, pero no con Televisión Española. Evoco estas cosas porque me parece necesario decirlo ahora que a muchos auténticos periodistas se les está poniendo cara de funcionario, cuando muchos compañeros creen haber llegado por el hecho de que un ministro les llame, de cuando en cuando, para cenar.

No disiento de la ley ni critico sus sentencias. Pero me parece peligrosa la lentitud legislativa que perpetúa la vigencia de leyes escritas en otro idioma que el de la Constitución. Y estimo peligroso que la gente como es debido empiece a encontrar más respirable el aire de la marginación.

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