El caso Olarra y la situación de las empresas
EL CASO Olarra es un ejemplo de los miedos sociales paranoicos a que estamos sometidos, y también una evidencia de los peligros y dificultades que amenazan al desarrollo económico y social en una aceptable tolerancia democrática. Las primeras reacciones han sido inculpatorias. Los malos serán los Herri Batasunas emboscados en la Caja de Ahorros, que niegan un crédito a una empresa porque su dueño es de derechas, o el culpable es el Gobierno, en la persona de su vicepresidente económico, que no se ha puesto al teléfono rojo para oír las tribulaciones del empresario Olarra. Luego se ha descubierto que no existía la llamada telefónica -o no era reconocida-, ni tampoco los embozados'en la Caja de Ahorros, sino que los hechos inmediatos eran la reclamación del pago por un crédito personal para la financiación de un chalet de la familia.Pero a pesar de los perfiles altamente confusos y hasta sospechosos de este asunto, los peligros están ahí. El caso Olarra ha sido el fulminante para que un buen número de empresarios vascos amenacen con plantear colectivamente una cadena de expedientes de crisis. Y realmente la situación de sus empresas es difícil de sostener, y el desanimo y la incertidumbre han venido minando la moral de los empresarios vascos y, también la de los del resto de España.
La primera reacción defensiva es volver la mirada hacia el Estado que, se quiera o no se quiera reconocer, ha sido quizá el motor principal del desarrollo español, francés e incluso alemán, en los últimos treinta o veinticinco años. El Estado tiene que atender esa inmensa necesidad de seguridad que le piden los ciudadanos, porque la indecisión suprema puede facilitar el acceso a las soluciones enloquecidas, a las soluciones totalitarias. En el complejo mundo de la sejunda mitad del siglo XX la recomposición de una cierta sofida ad entre los agentes económicos y sociales pasa por el Estado, como vía hacia soluciones más liberales o más socialistas, a quien le corresponde la urgencia y necesidad de proponer respuestas y emitir las señales que vayan permitiendo a la sociedad recobrar su confianza y enfrentarse a la enorme depresión moral que hoy, desgraciadamente, atenaza a muchos de sus grupos más dinámicos. Por supuesto que la ambigüedad preside las peticiones y quejas que se dirigen o formulan a un Estado, que es, unas veces, reaccionario y centralizador, y otras, inoperante y pródigo. Pero esta niebla de confusiones no oculta la existencia de unos mensajes angustiosos en busca de una claridad que permita contemplar dónde estamos y hacia dónde podemos razonablemente caminar sin riesgo inequívoco de descalabro.
La gestión de la autoridad de ese Estado ha sido encomendada por los ciudadanos a un partido de centro, cuya divisa para los votantes no podía estar muy alejada de un liberalismo social. Libre empresa con seguridad social. Precisamente desde esa plataforma el partido en. el poder, el Gobierno tiene que diseñar su estrategia y realizar sus planteamientos. En los años pasados las dificultades se hacían desaparecer con el gran pañuelo blanco del INI. Pero ese ejercicio de prestidigitación ha demostrado ser muy caro, y ahora la beneficencia del sector público no sólo rompe los bolsillos a los contribuyentes, sino que ahoga las posibilidades de crecimiento de las empresas que se han ido ajustando a la crisis o la han trampeado con más o menos éxito. El Estado no puede seguir ofreciendo la mejilla del INI: el ajuste hay que realizarlo en las propias empresas. Si la plantilla es excesiva o el rendimiento de una parte de la misma es insostenible, el Estado tiene que poner en condiciones legales a los empresarios para proceder a sanear su actividad y recuperar su autoridad como gestor de los intereses de la empresa. Si esta dolorosa verdad no es aceptada, sólo queda el expediente de crisis. Las empresas cerrarán y el paro será muy superior al que un saneamiento a su debido tiempo habría acarreado. Esas empresas, con posibilidad de ajuste, por un lado, de sus costes, van a necesitar también un apoyo financiero, un alivio, que no es lo mismo que una,condonación de deudas o su venta al Estado. En muchas ocasiones incluso un país entero entra en situación de suspensión de pagos y se negocia con los acreedores un aplazamiento de las deudas mientras se impone al deudor un programa de saneamiento. Esto le ocurrió a España en el año 1958 Ahora, el Estado puede orientar operaciones de salvamento parecidas en las que los protagonistas finales sean las empresas y los organismos de crédito. La tarea no es fácil y exige mucho talento, mucha paciencia y, sobre todo, mucha energía, pero esto es precisamente lo que los ciudadanos esperan de sus gobernantes. Cualquier cosa menos contemplar impasibles el derrumbamiento de la actividad económica y la instrumentación de la crisis en el aventurerismo político o el empujón involucionista, como en el caso Olarra alguien parece querer hacer.
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